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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (2 page)

—Por el tamaño de sus cerebros —contestó Karen, y las risotadas se elevaron desde el sector trasero del aula. El propio Gálvez rio, y las insultadas, después de exclamar: “¡Imbécil!”, dieron media vuelta y regresaron a sus pupitres.

Entró la preceptora, Rita, la misma del año anterior, y puso orden. El nuevo año lectivo acababa de comenzar, y a Camila se le antojó que se disponía a escalar el Everest sin reserva de oxígeno.

 

♦♦♦

 

Si bien había muchas cosas que detestaba, existían otras que amaba, como cocinar y comer. Su favorita, sin embargo, era leer, no cualquier libro, prefería las novelas, y no importaba el género; policial, romántico, aventura, ciencia-ficción, la seducían por igual.

En el primer recreo, después de una clase de repaso de Matemáticas en la cual solo Lautaro Gómez acertó con las respuestas, se sentó en el suelo de la esquina más solitaria del patio y abrió
After the Funeral
, de Agatha Christie; la mantenía subyugada desde hacía tres días y, en parte, la había ayudado a olvidar que las vacaciones terminaban y que debía regresar a ese colegio espantoso. Minutos más tarde, un pelotazo le arrancó el libro de las manos, lo mismo que una exclamación. Se quedó atónita, no tanto por el hecho, sino porque advirtió que Sebastián Gálvez corría hacia ella para recuperar la pelota.

—¡Perdón! —dijo, con una sonrisa.

Camila lo siguió con ojos desorbitados y cientos de palabras bulléndole en la cabeza, en tanto Gálvez traía la pelota y levantaba el libro del suelo. Al reflexionar que, cuando se sentaba de ese modo, los “jamones”, como Nacho apodaba a sus piernas, se tornaban aún más voluminosos, se puso de pie de un salto y se acomodó el guardapolvo sobre el jean.

—After de funeral —leyó Sebastián, y pronunció
funeral
en castellano. A Camila la tomó por sorpresa que un chico como él no supiese leer en inglés—. ¿Qué quiere decir?

—Después del funeral.

—¿Sabés hablar en inglés? —Camila asintió deprisa, asustada porque era la primera vez que Sebastián Gálvez le dirigía la palabra—. ¿Entendés todo lo que dice aquí? —Otro asentimiento rápido—. Leeme esto —le exigió, y marcó un párrafo al azar.


From his seat by the fireplace in the library, Hercule Poirot
looked at the assembled company.
—Se detuvo porque, de pronto, le faltó el aire.
Cerró el libro y se quedó contemplando la ilustración de la tapa. No se atrevía a levantar la mirada.

Los que jugaban al fútbol apremiaron a Gálvez para que retornase con la pelota. Este, después de observar con gesto ceñudo la coronilla rubia de Camila, dio media vuelta y se alejó. Ella se atrevió a observarlo. Le pareció hermoso y algo más. Poseía una cualidad a la que no lograba definir. Sí, le parecía masculino. Eso había dicho la abuela Laura al referirse a Clark Gable, su actor favorito. “¡Esos eran hombres! Masculino hasta la médula”, había expresado después de ver por enésima vez
Lo que el viento se llevó
. Sebastián Gálvez, con su cabellera desgreñada, la camisa blanca fuera del pantalón y sus botas tejanas, le pareció tan masculino como Gable.

—¿Estuvo molestándote el retardado?

Karen se había aproximado por detrás y Camila no la había escuchado.

—No, no —respondió.

—¿Qué quería? —preguntó Benigno Urieta, con la cara seria.

—Me preguntó si sabía leer en inglés. Y me pidió que leyese un párrafo. —Levantó el libro y les mostró la tapa.

—Y vos se lo leíste, por supuesto. —La voz cascada y grave de Lautaro Gómez la desconcertó. Que el jefe de los
nerds
le hablase no era menos desconcertante que lo hiciese Sebastián Gálvez. Se caracterizaba por un mutismo pertinaz. Algunos sostenían que, antes de la muerte del padre, ocurrida más de tres años atrás, había sido alegre y amistoso. De igual modo, lo que la dejó perpleja fue el tono imperioso y enojado. Se quedó mirándolo, aturdida.

—Vamos —ordenó Gómez a sus amigos, que dieron media vuelta y lo siguieron.

 

♦♦♦

 

De regreso a casa, en el subte, simulaba leer
After the Funeral
, cuando en realidad meditaba acerca de lo ocurrido en el recreo. Sebastián Gálvez le había hablado por primera vez y se había interesado en ella, en su libro, en que hablaba en inglés, algo que ella hacía muy bien y él, no. Eso le dio una punzada de vanidad y sonrió. La Escuela Pública Número 2, de jornada simple, no era bilingüe. En el Saint Mary High School, en cambio, el inglés formaba parte de la enseñanza desde el jardín de infantes. ¡Claro que sabía hablar en inglés! Y fluidamente, porque las lenguas se le daban con facilidad. Por esa razón su mamá la había inscripto en un curso de francés cuando era muy pequeña, así que también hablaba en francés. Por supuesto, ya no asistía al instituto de francés; la cuota era muy cara. Mantenía el nivel leyendo y alquilando películas francesas. Amaba los libros de Colette y las películas con Jean Reno.
Les visiteurs
era su favorita.

Las risotadas de Lucía Bertoni y de Bárbara Degèner se impusieron sobre el estruendo de los vagones y le hicieron despegar la vista del libro. Se hallaban a unos pasos, no iban sentadas y cuchicheaban y reían al tiempo que lanzaban vistazos a Lautaro Gómez, el cual no se inmutaba ante el despectivo examen al que lo sometían las chicas más lindas de la división. Se dijo que, si ella hubiese sido el objeto de burla de esas dos, no lo habría tolerado y habría descendido en cualquier estación con tal de sacárselas de encima. Gómez, en cambio, seguía absorto en su conversación con un chico de la otra división al cual también reputaban de
nerd
.

La confianza con la que Bárbara y Lucía, pero sobre todo Bárbara, se desenvolvían resultaba cautivante. En opinión de Camila, a ella también le hubiese resultado fácil mostrarse segura si su cuerpo hubiese sido como el de ellas. Se habían quitado los guardapolvos y se exponían con la desfachatez que les permitía la certeza de que sus formas eran esculturales. Los pantalones ajustados les calzaban a la perfección, marcándoles las piernas de gimnasio y los glúteos duros y redondeados. Como hacía calor, llevaban remeras de manga corta. La de Lucía le dejaba el ombligo al descubierto, donde destellaba el estrás violeta de un
piercing
. Tenían el busto proporcionado y hombros delgados y pequeños. “¡Qué feliz sería si fuese como ellas!”, anheló Camila.

Aunque faltaba para su estación, abandonó el asiento y se aproximó con la intención de escuchar lo que decían.

—¡No te puedo creer que te lo encontraste en el club!

—¡Te juro que es verdad! —insistía Bárbara—. Fui al club y ahí estaba, con un grupo de karate que iba a dar una exhibición.

—Sabía que practicaba karate —admitió Lucía—. ¿Y qué tal?

—Yo no entiendo nada de eso, pero me pareció que lo hacía muy bien. Después, cuando terminó la exhibición, me subí al techo del vestuario —dijo, y codeó a su amiga con aire cómplice.

—¡No! ¿Y lo viste desnudo?

—¡Sí!

El tren se detuvo, las puertas se abrieron y Camila descendió, quedándose con las ganas de saber a quién había visto desnudo la hermosa Bárbara Degèner.

 

♦♦♦

 

Además de odiar el primer día de clase, Camila detestaba su nuevo barrio. Después de haber vivido en un piso de cuatrocientos metros cuadrados en una de las avenidas más lujosas de Buenos Aires, no toleraba la visión de ese barrio viejo, de veredas angostas, rotas y sucias, y edificios mediocres. Avanzó apretando las carpetas contra su pecho y con la mirada al suelo. Oyó a una señora ordenar a su perrito que soltase lo que tenía en la boca, y eso la llevó a reflexionar con qué facilidad había cumplido la orden de Sebastián Gálvez. “Leeme esto”, le había exigido, sin pedir por favor. “Y vos se lo leíste, por supuesto”. El comentario de Lautaro Gómez le provocó un respingo y apresuró el paso. La humilló recordar que se le habían coloreado los cachetes. Anabela, su prima, aseguraba que los cachetes se le ponían colorados porque todavía era virgen. “Cuando te acuestes con un chico, vas a dejar de ser tan inocentona y de espantarte por todo”. Tenían la misma edad y habían sido amigas desde la cuna; no obstante, a Camila, Anabela la abrumaba, la ponía nerviosa su movimiento constante, su pasión por los deportes, su necesidad de dar órdenes, sus apremios. Le molestaba que hablara de ella y solo de ella.

Pensó de nuevo en Sebastián Gálvez y en su exigencia descarada. “¡Soy una imbécil!”, se reprochó. “Debería haberlo mandado a paseo. ¿Quién se cree para venir a exigirme que lea esto o aquello?”. Recreó la escena y le pareció que había hecho el papel de idiota. Se puso furiosa y deseó que su madre no se encontrase en casa. No tenía ganas de discutir. Desde hacía un tiempo, era lo único que las mantenía comunicadas: discutir.

La buena suerte la abandonó: su madre estaba en casa, preparando un almuerzo rápido.

—Acabo de llegar de dar clases —dijo Josefina, mientras removía un puré de papas instantáneo—. Y ya tengo que irme. Encendé el horno y poné las milanesas congeladas.

Josefina había vuelto a trabajar el año anterior para paliar la endeble economía familiar. Resultaba evidente que no disfrutaba haciéndolo. Se quejaba de continuo de los alumnos, de los padres, de los colegas, de las autoridades, del Ministerio de Educación y de todo. En el pasado, cuando todavía eran dueños de la fábrica de textiles, su madre se lo pasaba en grande, llena de compromisos sociales, viajes, fiestas y tardes de
spa
. Se peinaba en la peluquería, vestía a la última moda y jamás tenía las uñas despintadas. En el presente, vivía con una cola de caballo, se teñía en casa y nunca se hacía la manicura.

—Camila, te llamó Anabela. Dice que la llames al celular. Pero no hables mucho que después la cuenta del teléfono es de terror.

Camila se mordió el labio y cerró los ojos. No quería hablar con su prima. De seguro querría contarle lo bien que lo habían pasado en ese primer día de clases. Cabía la posibilidad de que la invitase a una fiesta el sábado por la noche, para la cual tendría que inventar una excusa porque no pensaba asistir. Sus amigas del Saint Mary concurrirían con ropas estupendas, muchas compradas en Nueva York o en París; además, hablarían del veraneo en sus mansiones de la costa, mostrarían el último modelo de teléfono celular y comentarían las maravillas de la nueva computadora. Se habría sentido como una extraterrestre. No la llamaría.

—Camila, antes de que te laves las manos, llevale a la vecina el sobre que está en el mueble de la entrada. El portero se equivocó y lo dejó aquí.

—Lo tiro por debajo de la puerta, ¿no?

—Sí, claro.

Hacía más de un año que vivían en ese semipiso de ochenta y cinco metros cuadrados y aún desconocía el nombre de la vecina. Miró el sobre. Alicia Buitrago. “¿Buitrago? ¿Qué clase de apellido es ese?”, pensó, y enseguida se arrepintió porque recordó la costumbre de su abuela Laura de interesarse con aire altanero por la genealogía de las personas; la fastidiaba.

Salió al palier y se inclinó para deslizar el sobre bajo la puerta, que se abrió de súbito y la sobresaltó.

—¡Hola! —exclamó la vecina, sonriendo.

—Yo… El portero se equivocó —explicó, de modo atropellado—. Esto es suyo —dijo, y le extendió el sobre.

—Gracias. Permitime un momento que justo estaba sacando la basura.

Camila la siguió con la vista mientras la mujer se dirigía al descanso de la escalera, donde había un gran tacho de basura. Era alta, con los hombros caídos, y, si bien lucía delgada, Camila advirtió que tenía caderas fuertes. “No me pondría esa pollera tubo con esas caderas”, dictaminó.

—¿Así que Aníbal se equivocó y dejó esto en tu casa, eh? ¡Ah, ese pisciano soñador!

“¿Pisciano soñador?”. Camila no sabía nada de astrología. En su familia, se la juzgaba una práctica asociada a gente rara y de poco nivel e intelecto.

Un bebé comenzó a llorar.

—Es Lucio, mi hijo. Vení, pasá —la invitó la vecina y se metió dentro—. Voy a buscarlo y te lo muestro. Pasá, pasá.

A Camila, la alegría y la simpatía de la mujer la incomodaban. Se quedó cerca de la puerta, dispuesta a echar a correr si la tal Alicia Buitrago intentaba algo sospechoso.

Se presentó con un bebé en brazos que rondaba el año. Lloriqueaba, malhumorado, con los mofletes rojos de sueño. La invadió una ternura que dio al traste con la desconfianza. Los bebés eran su debilidad. Hacía tiempo que no veía a sus primitos, los hijos de tío Humberto, desde que este se había peleado con su padre a causa de la quiebra de la fábrica textil.

—Mirá, Lucito, la vecina ha venido a visitarnos. ¿Cómo te llamás?

—Camila.

—¡Ah, qué hermoso nombre! ¿Verdad que sí, Lucito? Yo soy Alicia —se presentó, y extendió la mano.

El llanto de Lucito arreció. Sonó el teléfono. La vecina se colocó el inalámbrico entre la oreja y el hombro y contestó.

—Calmate, Aurora. Por favor, tranquilizate.

Parecía una llamada importante. La cara sonriente de la vecina se había endurecido. Sin mediar palabras, colocó a Lucio en brazos de Camila y se alejó para hablar en privado. Lucio se sintió sorprendido al caer en brazos de una extraña y calló. Tomó distancia y observó a Camila con un gesto que la hizo reír.

—¡Hola, Lucio! ¿Cómo estás? —Se sentó en el sillón y lo colocó sobre sus piernas para hacerle “caballito”, una práctica que jamás fallaba con sus primos—. ¡Hico, hico, caballito!

Lucio rompió en carcajadas. Cuando Camila se detenía, se quejaba y, en su lengua indescifrable, daba a entender que quería más.

—¡Ey, pero qué bien se llevan ustedes dos! —exclamó Alicia—. Disculpame, Camila, tenía que atender esa llamada. Era una paciente.

—¿Usted es doctora?

—No, soy psicóloga y astróloga.

“¡Psicóloga y astróloga!”. Su madre no se había equivocado al juzgar que la vecina tenía traza de

esas de la New Age”. Le molestaba que inundase el palier con aroma a sahumerio. A Camila, en cambio, le gustaba. Apenas traspuesto el umbral de su vecina, advirtió que quemaba uno con aroma a rosas.

—¡Qué bien se lo ve a Lucito con vos! —insistió la mujer—. Es reacio con los extraños, porque se lo pasa aquí, solo, conmigo todo el día. ¿Querés tomar algo, Camila?

—No, no. Estamos por almorzar en casa.

—Ah, claro. Yo como temprano, porque en unos minutos empieza el desfile de pacientes y clientas.

—Hasta luego.

—Chau, Camila —dijo la vecina, y recibió al bebé—. Gracias por traerme la carta.

 

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