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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (9 page)

—¿De qué signo sos? —lo interrumpió.

—¿Por?

—Curiosidad. ¿Qué día cumplís?

—El 17 de noviembre.

Camila le habría preguntado la hora de su nacimiento, pero se abstuvo.

—Falta poco para tu cumple —comentó Gómez.

—Sí —admitió, sin esconder la sorpresa y la intriga; en el colegio, casi nadie sabía cuándo cumplía años—. ¿Cómo te enteraste?

—Benigno me dijo. Es el 10 de mayo, ¿no? —Camila asintió—. ¿Qué vas a hacer ese día? Cae martes.

—¿Cae martes? No me había fijado. Nada, no voy a hacer nada. No me gusta festejar mi cumpleaños.

—¿No vas a hacer nada? —pareció escandalizado—. Qué raro.

—Lauti. —Ximena se asomó a la puerta y entró. Se ubicó tras la silla que ocupaba su hijo y le cubrió los hombros con las manos. Como había pensado que él se sacudiría para quitársela de encima, Camila se asombró al comprobar que no lo hacía, más bien parecía disfrutarlo, porque apoyó la cabeza sobre el regazo de su madre, que se inclinó y le besó la frente. El asombro dio paso a la envidia. A ella le habría gustado que Josefina fuese cariñosa y que la mimase.

—¿Cómo va el trabajo? —Miró a Camila y le sonrió.

—Bien —contestó, cautivada por la dulzura de esos ojos grandes y oscuros que le recordaron a los de Gómez.

—¿Les falta mucho?

—Bastante. Y tenemos solamente hoy y mañana para terminarlo. Camila trabaja durante la semana y no tiene tiempo.

—¡Ah, qué bien! ¿Así que trabajás, Camila?

—Sí. Cuido a un bebé todas las tardes.

—¿Y te gusta?

—Me encanta. Lucito, el nene que cuido, es un sol. Lo adoro.

—¿Trabajar tanto no afecta tus estudios?

—No, para nada. Lucito es un santo y me deja estudiar.

—Camila es una de las mejores alumnas —apuntó Gómez.

—Te felicito, Camila.

—En realidad, el mejor alumno es su hijo. Yo estoy muy lejos de alcanzarlo.

Ximena soltó una risita corta y acarició la mejilla de Camila con el dorso de los dedos, lo que le provocó un escozor placentero.

—Hijo, voy al supermercado. Vuelvo en una hora. Modesta se queda por cualquier cosa que necesiten.

—Está bien.

—¿Por qué no hacen un
break
y se toman un café?

—¿Querés? —preguntó Gómez, después de que su madre se marchó—. Supongo que puedo ofrecerte un café sin que te pongas nerviosa.

Camila sonrió.

—Sí, claro. Y tal vez te acepte una de las facturas del desayuno, si sobraron.

—¿Eso quiere decir que ya no te pongo nerviosa?

Gómez se puso de pie y Camila lo imitó.

—Ahora no —dijo, sin mirarlo, y pensó: “Apenas llegue a casa, le voy a pedir el libro de la Goodman a Alicia y voy a leer las características del escorpiano”.

—¿Te arrepentís de haber aceptado hacer el trabajo conmigo?

Gómez la inquirió sin volverse, mientras buscaba las tazas para el café.

—No —contestó, decidida—. ¿Por qué me preguntás?

—Porque quizás habrías preferido hacerlo con Gálvez. Él quería hacerlo con vos.

Hubo una nota en su tono que conmovió a Camila. Por primera vez, atisbó un rasgo vulnerable en él, y experimentó ternura y tristeza. Se decidió por la ironía, un aspecto de su personalidad que pocos conocían.

—¿Para qué? ¿Para hacer todo el trabajo yo sola, mientras Sebastián juega al fútbol? No soy tonta, Lautaro. Prefiero hacerlo con vos, que sos el mejor alumno. Mi elección es interesada —añadió, con acento risueño, que Gómez no compartió. Se mantenía serio y arrugaba la frente como si pensamientos muy importantes lo entretuviesen. A Camila le dio la impresión de que no le creía. “¿Por qué no lo hiciste con Karen?”, deseaba preguntarle, pero le temía a la respuesta.

Volvieron al dormitorio con los cafés y un plato con facturas. Max los seguía a paso cansino.

—¿Querés escuchar música?

—Dale.

—¿Qué querés escuchar?

—Menos los Wachiturros, cualquier cosa.

—Veo que en algo estamos de acuerdo. ¿Qué, entonces? Camila bebió un sorbo de café buscando tiempo para pensar.

—El otro día vi una peli en el cable, una peli de los noventa. El tema de esa película me encanta, pero no sé cómo se llama.

—¿Y la peli? ¿Te acordás de cómo se llama?


Lecho de rosas
.

—La busco en internet. —Apoyó la taza junto al teclado—. Sí, acá está —dijo, triunfal, al cabo—. El tema se llama “Insensitive” y es de Jann Arden.

—Insénsitiv —lo corrigió Camila, pues Lautaro había pronunciado con la fonética castellana—. Significa insensible.

—Es del 94. Seguro que está en Youtube.

La canción comenzó a sonar, y los dos fijaron la vista en la pantalla.

—¿Entendés lo que dice?

Que lo preguntara en voz baja, en un susurro rasposo, provocó un desequilibrio en el cuerpo de Camila. El tirón en la garganta fue seguido por una sequedad que combatió sorbiendo café. Con las palpitaciones no había nada que hacer. Asintió, con el filo de la taza entre los dientes.

—Decime qué dice —le pidió, y reinició el video.

Camila carraspeó.

—¿Cómo enfrías tus labios después de un beso de verano? ¿Cómo te deshaces de la transpiración después de la dicha del cuerpo? —Las palpitaciones aumentaron, las manos se le humedecieron—. ¿Cómo apartas los ojos después de una mirada romántica? ¿Cómo bloqueas el sonido de una voz que reconocerías en cualquier parte? —La lengua se le pegó al paladar y sorbió café, desesperada.

Gómez pausó el video y la miró.

—¿Estás bien?

—Sí, sí. —Se obligó a inspirar. ¿Por qué estaba tan nerviosa? ¿Qué importaba el tenor de la letra? ¿Qué importaba que Gómez estuviese a su lado?—. Dale, sacá la pausa. —La música se reanudó en el estribillo—. Realmente tendría que haber sabido cuando me llevaste a casa, por la… —Dudó, y, sin que se lo pidiera, Gómez retrocedió la canción—. Por la… vaguedad… en tus ojos, tus casuales
good byes
, por el frío en tu abrazo, la expresión en tu cara que me decía que tal vez vos tendrías algún consejo para dar en cuanto a cómo ser insensible. ¡No sé! —se alteró, y Gómez detuvo el video—. Se me hizo lío. Creo que dice eso.

—Sí, sí. Está muy bien. Tiene sentido. Está muy buena la canción. Seguí, dale.

—¿Cómo adormeces tu piel después del contacto más ca… —Iba a decir caliente y lo reemplazó por cálido—. ¿Cómo
slow
…? No sé,
slow
quiere decir bajar la velocidad. ¿Cómo bajas la velocidad de tu sangre…?

—¿Cómo aquietas tu sangre?

—Sí, podría ser. ¿Cómo aquietas tu sangre después del apuro del cuerpo? ¿Cómo liberas tu alma después de que encontraste un amigo? ¿Cómo le enseñas a tu corazón que es un crimen enamorarse de nuevo? Vos probablemente no me recordarás, probablemente es historia antigua. Yo soy una de las pocas elegidas que seguí adelante y caí por vos. Estoy fuera de moda. Estoy fuera de…
touch
. Sentí demasiado rápido, sentí demasiado. Pensé que vos tendrías algún consejo para dar acerca de cómo ser insensible. Bueno, está repitiéndose lo anterior.

Gómez no habló y continuó mirando el video con fijeza. Max compartía la intensidad del momento: había abandonado la postura reposada para elevar la cabeza, parar las orejas y clavar los ojos verdes en su dueño. El video acabó, y el único sonido que se oyó fue el de la aspiradora que Modesta pasaba en una habitación lejana.

—Sabés muchísimo inglés —se admiró Gómez—. Lo entendés perfectamente. No es fácil ir traduciendo así, de manera simultánea. Mi hermana va a un colegio bilingüe y no sabe ni la mitad que vos.

—Los idiomas se me dan con facilidad —admitió.

—También sabés francés, ¿no?

Camila asintió, con una sonrisa huidiza. Aterrada y halagada a un tiempo, se apresuró a sugerir:
—¿Seguimos con el trabajo?

Les costó retomar la investigación. Un rato más tarde, Modesta los interrumpió.

—Joven Lauti, dice Eduardo —se refería al guardia de la entrada— que lo buscan.

—¿Quién?

—Una chica.

—Por favor, Modesta, decile que no estoy.

Modesta regresó al cabo.

—La chica no se quiere ir, joven Lauti. ¿Por qué no va usted a ver qué precisa?

Salió del dormitorio sin excusarse, sin emitir sonido. El perro saltó de pie y lo siguió. Camila se quedó sumida en un gran desconcierto. Miró en torno. Aunque se negaba a admitirlo, se sentía perdida, irritada, abandonada. Dejó la silla y comenzó a recorrer el espacio. Observó la cama, el acolchado de guata color celeste, el bulto que formaba la almohada, el estante con trofeos, los pósters (de Pink Floyd, de Soda Stereo, de los personajes de la Guerra de las Galaxias), los lomos de los libros. Sobre la mesa de luz había un portarretratos. Camila lo levantó. No necesitaba saber que ese hombre era el padre de Gómez y que ese chiquito era el propio Lautaro, de cuatro o cinco años. “¡Qué nene más hermoso!”. Notó que tanto el padre como el hijo vestían uniformes de karate, esos que parecen pijamas blancos; el hombre lo ajustaba con un cinto negro; el niño, con uno blanco. Devolvió la fotografía a su sitio, y sus ojos tropezaron con el cajón. Una idea maliciosa la llevó a estirar la mano. Su Luna en Virgo la obligó a retirarla. Pensó en Alicia, en todo lo que le había dicho. Decidió romper con su consabida falta de espontaneidad y lo abrió.

Prevalecía un gran lío y revolvió con el índice. Había un reloj viejo, con la malla rota, una navaja Victorinox, gorda y llena de ranuras –incluso tenía una brújula pequeña en una de las caras–, un frasco vacío de perfume Ferrari –lo olió y le gustó–, varias lapiceras, el DNI –la foto no lo favorecía– y una caja que decía Prime. “¡Profilácticos!”. Se quedó mirándola como tonta. Si bien los había visto en el supermercado y en Farmacity, jamás había tocado uno. Abrió la caja y extrajo un sobrecito. Lo apretó entre el pulgar y el mayor y apreció la calidad viscosa del contenido. “Claro”, meditó, “necesita estar lubricado”. Se lo robaría. Al fin, desistió. Lo introdujo en la caja y regresó a su silla. ¿Con quién los usaría? ¿Con la chica que había estado acosándolo desde temprano?

Gómez regresó y, aunque simulaba serenidad, Camila olfateaba su agitación.

—¿Algún problema? —se animó a preguntar.

—No, nada.

—Si tu novia…

—¿Mi novia? —reiteró—. Camila, yo no tengo novia.

Ese “Camila” la alcanzó en un sitio que la hizo vibrar. La onda del impacto le abarcó el plexo solar, el estómago y, más abajo, entre las piernas. “¿Con ella usás los condones que tenés en el cajón?”.

—Sigamos con el trabajo.

 

♦♦♦

 

Durante el almuerzo, Camila se desenvolvió con más naturalidad, en parte gracias a la afabilidad de Brenda, que era muy chistosa. Se enteró de que tenía quince años y de que iba a tercer año. Según aclaró la propia Brenda, no era en absoluto una bocha como su hermano.

—Podrías imitarlo un poco —comentó Ximena.

—¡Ay, ma! No hinches. Yo no soy ni la mitad de inteligente que Lauti.

—Eso no es verdad. Sos inteligente,
muy
inteligente, pero vaga.

Aun en esas fachas, con el pelo desgreñado después del entrenamiento, sin una gota de maquillaje y vestida con un equipo deportivo, Brenda resultaba cautivadora. En algunos rasgos, Camila descubría el parecido con el hermano, como en las cejas gruesas y unidas sobre el puente de la nariz y en el corte largo y delgado del rostro. Brenda tenía un matiz de piel más oscuro, cuando Lautaro era muy pálido, y poseía una nariz delicada, cuando la de él era prominente. “Es muy bonita”, decidió, mientras admiraba el corte rasgado de sus ojos oscuros. Una corriente de simpatía fluía entre ellas, Camila la intuía tanto como la mirada pesada de Gómez.

—¿Terminaron el trabajo? —se interesó Ximena al finalizar el almuerzo.

—No. Tenemos que trabajar toda la tarde —agregó Lautaro, y se puso de pie.

—¿Venís un ratito a mi cuarto, Camila? Te quiero mostrar algo.

—Brenda.

—¡Ay, dale, Lauti! No seas mala onda.

Gómez no entró en el dormitorio de su hermana; permaneció bajo el umbral. Levantó los brazos y, sin esfuerzo dado que era muy alto, se aferró al marco de la puerta y estiró el cuerpo como un gato.

—¡Me encanta la decoración de tu dormitorio!

—Mi mamá contrató una decoradora de interiores buenísima. Si querés, te paso su celular.

—No, está bien. Mi habitación es muy chica y no tiene sentido decorarla. ¡Adoro a Hello Kitty! —exclamó, y recogió de la cama un peluche de la conocida gatita.

—¡Yo también la amo! Mirá, tengo un montón de cosas. Sábanas, toallas, remeras. —Iba enumerándolas a medida que las sacaba del placard—. Las compré en mi último viaje a Miami.

“¿Mi último viaje a Miami?”. Por lo visto, los Gómez gozaban de un buen pasar económico del cual Lautaro no hacía gala. ¿De dónde saldría el dinero?

—Tomá, Camila. Te lo regalo. —Le extendió un almohadón en forma de cabeza de Kitty.

—¿Qué? No, no. No puedo aceptar, Brenda.

—¿Por qué no? Quiero dártelo. Dale, agarralo.

Camila se giró y buscó a Gómez de manera mecánica. Él había detenido el ir y venir de su cuerpo largo y delgado y observaba la escena con atención. Si Camila esperó una ayuda de su compañero, se equivocó. Nada dedujo de su gesto inescrutable.

—Dale, no seas tonta.

—Bueno, gracias. Aunque me encanta Hello Kitty, no tengo casi nada. ¡Esto es un tesoro para mí! ¡Gracias! —Se acercó para darle un beso, y Brenda la sorprendió abrazándola.

—¡Mmmm! ¡Qué rico perfume!

—¿Te gusta?

—Es riquísimo.

—Es una imitación muy buena de mi perfume favorito, el Euphoria, de Calvin Klein.

—Te queda bárbaro —aseguró Brenda.

—Gracias.

—Vamos, Camila —la instó Gómez.

Fueron al dormitorio en silencio. Camila disfrutaba de la presencia de Max a un lado y de la de Gómez al otro. Le gustaba estar en esa casa, donde se respiraba un aire distendido con aroma a… No sabía a qué, solo que era exquisito. Le gustaban Ximena y Brenda. Le gustaba Modesta. Y le gustaba Gómez en ese contexto. Sí, le gustaba Gómez, admitió, en tanto le observaba de soslayo la mano grande y la muñeca sinuosa de venas y tendones. La recorrió un escozor al evocarlo en el calor de la pelea con Gálvez.

Alrededor de las cuatro de la tarde, cansados de leer, de pensar y de transcribir, fueron a la cocina a tomar un café. Camila experimentaba ligereza en el ánimo. “Estoy contenta”, se dio cuenta. Hacía tanto tiempo que acarreaba su tristeza que había olvidado cómo era la alegría.

—Lautaro —dijo, y aprovechó que él le daba la espalda mientras aprestaba la cafetera—, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Sí.

—¿Estás enojado conmigo?

Se volvió de pronto, con un giro impropio de sus movimientos lentos y sutiles.

—No —dijo, y se quedó mirándola. Era evidente que esperaba una aclaración a la que juzgaba una pregunta descabellada.

—A mí… Digo… Bueno… A mí me pareció que sí. —Él continuó con su mirada insistente, y en esa oportunidad Camila notó que estaba tenso—. Después de la pelea con Sebastián. Después de eso, me parece que te enojaste conmigo.

Gómez se volvió hacia la cafetera.

—Ese día, sí, estaba enojado con vos. Ahora, no.

—¿Por qué? —susurró Camila—. ¿Por qué ese día…?

—Porque me dio bronca que te dejases quitar tu diario íntimo.

—¡Yo no me
dejé
quitar mi diario! Él me lo quitó.

Se dio vuelta con un impulso agresivo.

—¡Porque sabe que vos gustás de él! ¡Por eso lo hizo!

Camila ahogó una exclamación y retrocedió de manera mecánica. No supo que se movía hasta que dio contra la mesada.

—A mí no me gusta Sebastián —balbuceó, y la calidad de su voz, estridente e insegura, la avergonzó.

Gómez profirió una risita sardónica que le reveló una parte cruel de él, que ella no le conocía. Lo sabía distante y parco, no cruel.

—Sí que te gusta. Lo mirás con cara de idiota.

Odió a Gómez con todas sus fuerzas. Bajó la vista y se obligó a desplazarse para abandonar la cocina. Huiría de esa casa que un momento antes constituía el paraíso. No soportaba a Gómez. ¡Al carajo con el trabajo para Geografía! ¡Al carajo con todo! ¿Cómo había podido pensar que le gustaba ese pedazo de hielo? No tenía sentimientos y no lo perturbaba lastimarla.

Sintió su mano como una tenaza en la muñeca. Con la cara hacia la puerta, tironeó para zafarse. Max se había interpuesto entre ella y la salida, y, pese a sus ojos bonachones, entrevió la terquedad del animal. Siguió forcejeando, tratando de conjurar la fuerza del toro con la que había nacido para escapar.

—¡Soltame! —masculló por fin.

—¡No! —La tiró hacia él, y la espalda de Camila golpeó el pecho de Gómez. Sus brazos la encerraron. Se removió pese a saber que resultaría en vano.

—¡Soltame, Lautaro! —exigió entre dientes.

—No —porfió él, y la obligó a darse vuelta.

A pesar de que la situación la desbordaba –sin duda, encontrarse entre los brazos de Gómez bien podía reputarse de una situación rayana a la ciencia-ficción–, se le dio por pensar estupideces, como por ejemplo, que le gustaba la sensación de pequeñez que estaba experimentado. De hecho, ella era de esas chicas a las que se califica de “grandotas”. Con su casi metro setenta y los hombros bien plantados, no resultaba fácil sentirse femenina en un país en el cual la altura promedio de los hombres es de un metro setenta y cinco. ¿En verdad Gómez estaba reteniéndola contra su voluntad? ¿En verdad Gómez la mantenía pegada a su cuerpo? Era fuerte, pese a su delgadez, ella lo sabía después de haber presenciado la pelea en la que Sebastián acabó con el culo al norte.

—Camila.

Levantó las pestañas para mirarlo.

—¿Podrías soltarme? —preguntó, con acento irónico—. Digo, si no es mucha molestia.

—No tengo ganas de soltarte.

—¿Te volviste loco?

—No.

—Ah, bueno. Te cuento que parece. —Se expresó con una liviandad fingida. Era buena fingiendo. No obstante, la voz seguía temblándole y la delataba—. ¿Qué hago? ¿Grito? ¿Llamo a tu mamá y a Brenda?

Aunque Gómez se limitó a mirarla y conservó la postura estática, Camila reconoció el instante en que decidió besarla. Tal vez lo descubrió al advertir el movimiento casi imperceptible en el cual los ojos oscuros de él se posaron en sus labios antes de regresar a la posición inicial para continuar penetrando en los de ella como si se hubiese propuesto hipnotizarla. “Sabés todo lo que pienso, ¿no?”, lo habría increpado. “¡Imbécil!”. Jamás se había sentido tan expuesta, como si estuviese desnuda en plena calle.

Su comportamiento fue instintivo: elevó el mentón y bajó los párpados, al tiempo que Gómez inclinaba la cabeza. La impulsaba una voluntad desconocida y más poderosa que la de su Luna en Virgo, que, desde lejos, le gritaba: “¡No seas una regalada! ¡No dejes que te bese! ¡Está mal!”. Los rugidos en sus oídos acallaron las últimas voces de la razón.

Él apenas le tocó los labios. Se trató de un contacto mullido y suave, tibio y húmedo, quieto y relajado; no obstante, y pese a lo sutil que había sido, le provocó un cimbronazo que la hizo estremecer. Sus bocas permanecieron en contacto durante algunos segundos, hasta que Gómez presionó un poco y le atrapó el labio inferior entre los dientes, sin lastimarla; se conducía con delicadeza. Lo succionó, y las rodillas de Camila cedieron. Él, cuyo abrazo le inutilizaba las manos, aplicó fuerza para sostenerla. ¿Era verdad? ¿Lautaro Gómez, reputado
nerd,
estaba dándole su primer beso? La situación adquiría visos tragicómicos. Lo más gracioso (o espantoso) era que le encantaba. Por mucho que hubiese imaginado cómo sería su primer beso, por mucho que hubiese practicado en el espejo del baño, nada la habría preparado para la catarata de sensaciones, pinchazos, corrientes y temblores que le convertían el cuerpo en una tormenta eléctrica.

Gómez fue depositándole besos pequeños sobre la boca, pero también en las comisuras, en el mentón, en la punta de la nariz, en los párpados cerrados. Los labios de Camila se estiraron en una sonrisa inconsciente. Estaba viviendo la experiencia más placentera y fascinante de la que tenía memoria. Gómez ajustó el abrazo.

—No me gusta Sebastián —susurró, con terquedad, todavía herida en su orgullo, todavía con los ojos cerrados.

—No. Te gusto yo. —Las ondas sonoras producidas por la voz de Gómez la recorrieron como una mano caliente—. Repetime en inglés esa parte de la canción que decía: “¿Cómo enfriás tus labios después de un beso de verano?”.


How do you cool your lips after a summer’s kiss?

Lo que siguió acabó con el estado lánguido de Camila. Su cuerpo se crispó. Gómez le aferró la cabeza y la besó con una pasión y un desenfreno impensables momentos atrás, cuando apenas la rozaba. Apoyó las manos en su torso, dispuesta a alejarlo, y terminó retorciéndole la tela de la remera para acercarlo. Se trató de un chispazo, de un instante, de un giro veloz en el que su aversión mutó en lo contrario: una dicha tan plena que la asustaba; la asustaba desconocerse, ella no conocía a esa Camila. La boca de Gómez se tragó su exclamación, la que emitió cuando, horrorizada, se dio cuenta de que la penetraba con la lengua. Sabía que, tarde o temprano, iba a pasar; sin embargo, cuando llegó, la tomó por sorpresa. Incluso en ese momento desconcertante su Luna en Virgo le susurró: “¿Estás haciéndolo bien? Nunca habías besado. ¿Qué pensará Gómez? Que lo hacés muy mal, seguro. Te va a comparar con la novia que tiene, esa que lo llama y lo acosa. La novia con la que usa los condones”.

—¿Qué pasa? —le preguntó él, y su agitación golpeó los labios húmedos de Camila.

¿Cómo hacía para adivinar sus estados de ánimo, sus cambios repentinos? ¿De qué modo había descubierto que la dicha acababa de convertirse en angustia al darse cuenta de lo mal que estaría besándolo?

—¡Che, Lauti! —Brenda se asomó a la puerta—. ¡Ah! ¡Perdón! No sabía…

—Desaparecé, Brenda.

Camila logró soltarse y huir. No levantó los ojos al pasar junto a la hermana de Gómez. Corrió por el pasillo y entró en el dormitorio, presa de la angustia. En tanto juntaba sus cosas, oía la discusión de los hermanos. No quería entender lo que se reprochaban. Las mejillas le ardían de vergüenza. Si hubiese podido escapar por la ventana, lo habría hecho.

—¿Te vas? —Gómez se detuvo en el umbral.

—Sí, sí —dijo, nerviosa, e insultó para sus adentros porque le temblaba la mano y no acertaba con los ojales en los ganchos de la carpeta. Gómez se la quitó y se ocupó de guardar las hojas.

—Tomá. —Le extendió una bolsa de papel en donde acababa de introducir el almohadón de Hello Kitty.

—Gracias —murmuró.

Ximena y Brenda la aguardaban en la recepción para despedirse. La sonrisa amistosa de la muchacha sirvió para apaciguarla. Al menos, no la condenaba, no la juzgaba como una desubicada, regalada, atorranta, maleducada, trola, puta, y todas esas palabras que se le habían ocurrido en pocos minutos.

—Nos encantaría que volvieras a visitarnos —dijo Ximena.

—Camila va a volver mañana, mamá. Te dije que tenemos que trabajar mañana también.

—Ah, qué pena. Brenda y yo no vamos a estar mañana. Tu abuela nos invitó a almorzar —explicó en dirección a Lautaro, que masculló:
—Mala suerte. —Colocó la mano en la parte baja de la espalda de Camila para indicarle que saliera.

El edificio parecía haberse convertido en una torre de ciento cincuenta pisos. El ascensor nunca alcanzaba la recepción. Gómez se colocó al lado de Camila y le tomó la mano.

—¿Qué pasó?

—Nada —contestó ella, irónica—, solo que casi me muero de vergüenza cuando tu hermana nos vio en la cocina.

—No me refiero a eso —desestimó—. Antes, mientras te besaba, algo pasó. Lo sentí.

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