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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (8 page)

—¿Cómo se llama tu perro? —habló, nerviosa y agitada—. Es divino.

—Se llama Max.

Siguieron callados. Camila percibía el calor de la mano de Gómez, que se detenía a centímetros de la parte baja de su espalda cada vez que cruzaban la calle, en actitud protectora, lo que le provocaba cosquillas en el estómago, las mismas que la asaltaban cuando veía a Sebastián o hablaba con él. “Sebastián”, pensó, con amargura, y lanzó un vistazo de soslayo al más inteligente de la división, al que llamaban langosta, noño, flan,
nerd
y otras cosas, y que había puesto boca abajo y humillado al más fuerte. Gómez era una incógnita. Muy delgado, con piernas largas, los brazos también, quizás algo desproporcionados, no tenía mal físico si se lo analizaba bajo una mirada atenta. Le observó las zapatillas, que parecían canoas. ¿Cuánto calzaba? ¿Cuarenta y cuatro? Sus hombros no eran anchos ni demasiado estrechos, aunque bien cuadrados; le gustó que no anduviese encorvado, por el contrario, caminaba con la cabeza erguida. Practicaba karate con una destreza que había dejado boquiabierto a medio mundo; no se había hablado de otra cosa durante la semana. Una vez más, le vino a la mente la escena del primer día de clase, cuando regresaba a su casa en subte y compartía el vagón con Bárbara, Lucía y Gómez. Las chicas cuchicheaban y lanzaban vistazos al mejor alumno, enfrascado en una conversación con un chico de otra división. Se acordó de lo que decían, un diálogo que a la luz de los eventos adquiría sentido: “¡No te puedo creer que te lo encontraste en el club!”, había exclamado Lucía. “¡Te juro que es verdad!”, insistió Bárbara. “Fui al club y ahí estaba, con un grupo de karate que iba a dar una exhibición”. Lucía se mostró incrédula al inquirir: “¿Y qué tal?”. “Yo no entiendo nada de eso”, admitió Bárbara, “pero me pareció que lo hacía muy bien. Después, cuando terminó la exhibición, me subí al techo del vestuario”. “¡No! ¿Y lo viste desnudo?”. “¡Sí!”. Al evocar el “¡Sí!” de la más linda del curso y el gesto de ojos desmesurados que lo acompañó, se dio cuenta de que, en aquella oportunidad, había soslayado la apreciación y la excitación en ellos.

—¿Ya desayunaste?

—¿Eh?

—Te pregunto si ya desayunaste. —Camila negó—. Yo tampoco. Vení, entremos en esta panadería que tienen unas cosas buenísimas. Quedate acá, Max.

Le cedió el paso y entró detrás de ella. El aroma a pan recién horneado le levantó el ánimo y la tranquilizó.

—¿Qué te gusta?

—Cualquier cosa —se apresuró a contestar y simuló no interesarse, aunque se le hacía agua la boca. Sus tripas comenzaron a aullar, por lo que se apretó el estómago con la carpeta para sofocar el ruido.

—Decime qué te gusta —insistió él, y le destinó una de sus miradas, filosa como un bisturí—. ¿Las que tienen crema pastelera? ¿Las de dulce de leche? ¿Las de membrillo?

—Las de membrillo —dijo, para conformarlo. En honor a la verdad, le gustaban las otras.

—¿Las de membrillo? —Gómez sacudió los hombros—. Yo prefiero las de dulce de leche y crema pastelera.

—Sí, obvio, esas también me gustan.

—Entonces, ¿por qué elegís las de membrillo? —Camila comenzó a sentirse acosada—. ¿Porque no engordan tanto?

—¿Qué te importa? —lo desafió, y odió su aspecto de mejillas semejantes a dos pimientos de Calahorra que atisbó en un espejo de la decoración—. Tal vez las elijo porque el membrillo es más sano, porque es un gran purificador del hígado.

Gómez levantó los párpados en abierto asombro.

—Solo quería saber si sos de esas anoréxicas que no comen nada.

“¿Con estas piernas te parezco anoréxica?”. Su talante provocador no llegaba a tanto, por lo que calló. Unos segundos después, mientras Gómez elegía las facturas y las colocaba en una canasta, Camila sonrió para sí: se había tomado el comentario de su compañero como un piropo.

 

♦♦♦

 

La torre donde vivía Gómez era nueva, y Camila se quedó observándola, pasmada. Era de esos edificios modernos de grandes vidriados en tonalidad verde, profusión de mármoles, garita de guardia en el ingreso, jardines y
amenities
. Se preguntó cuánto costaría un departamento. No debía de ser barato, más allá de que la periferia no fuese alentadora. La juzgó un desperdicio: una obra de arquitectura tan esmerada en el barrio equivocado.

—¡Hola, Lautaro! —El guardia salió de la casilla y les abrió el portón enrejado—. Buenos días —saludó a Camila, y se tocó la visera de la gorra azul.

—Hola, Eduardo. ¿Qué contás?

—Aquí, laburando, como siempre. ¡Hola, Max! —El perro ladró por primera vez y agitó la cola—. Qué perro más bueno.

En tanto caminaban hacia el
lobby
del edificio, el guardia y Gómez hablaban de fútbol. Camila avanzaba con la vista en el suelo, atenta, no al tema de conversación, sino al modo expansivo de su compañero. No le pasó inadvertida la carcajada corta y sarcástica que este profirió, y movió la cabeza para estudiarle el perfil. Su nariz era, sin duda, poco agraciada, larga y aguileña, algo torcida hacia la izquierda. Remataba en fosas nasales enormes, y la punta, caída sobre el labio y con aspecto de gancho, terminaba en una hendidura, que acentuaba la fealdad del conjunto.

Tomaron el ascensor, suntuoso y moderno, acorde con la estética del edificio. El trayecto lo hicieron en silencio. A Camila, la fastidiaban la parsimonia y la serenidad de Gómez; la hacían sentir en inferioridad de condiciones. Se detuvieron en el octavo piso y entraron en un palier de recepción privado, como había en el antiguo departamento de su familia. Ese pequeño lujo le trajo nostalgias que la hundieron en el desánimo. Al poner pie en el
living
de los Gómez, la recibieron la tibieza del sol, que se derramaba sobre el parqué, y un aroma que no supo identificar, fresco y agradable. Ambos, el sol y el perfume, actuaron en su tristeza como un calmante sobre un dolor agudo.

—¡Buen día! Vos debés de ser Camila. Hola, soy Ximena, la mamá de Lautaro.

—Buen día, señora.

Camila recibió el beso en la mejilla y bajó los párpados, cautivada por el perfume de esa mujer alta y delgada. La sensación de bienestar se acentuó.

—Modesta tiene listo el desayuno. ¿Nos acompañás, Camila?

—Sí, gracias.

—Dejá tus cosas aquí. —Le indicó un placard en la recepción—. Y podés lavarte las manos acá. —Entornó la puerta de un baño pequeño.

Camila acomodó sus cosas donde le habían indicado y, al entrar en el
toilette
, se encontró con Gómez, que se secaba las manos. Se miraron en la penumbra del pequeño espacio –él no había encendido la luz–, y a Camila le resultó imposible rehuir el poder de sus ojos oscuros. Se quedó bajo el umbral, quieta, sin darse cuenta de que retenía el aliento.

—Pasá. Lavate.

Le molestó que le hablara con órdenes. Eso era algo que le molestaba de Gómez: su tono imperioso y también el aire de superioridad con el que se conducía.

—Cuando vos salgas —le contestó, y tuvo la impresión de que él sonreía mientras acomodaba la toalla en el perchero.

Igualmente la aguardó fuera para escoltarla a la cocina, una sala enorme, blanca y circundada por ventanas. Camila no entendió por qué la luminosidad, los aromas y la mesa puesta con tanto esmero le provocaron una emoción que se alojó en forma de pelota en su tráquea. Carraspeó para contestar el saludo de Modesta, la empleada.

—¡Ah, joven Lauti! Mire qué bonita es su compañera. Si parece de oro el cabello —añadió, y le acarició un mechón que le caía sobre el brazo—. Y qué bonitos ojos. Hoy, niña Camila, el cielo tiene el mismo color de sus ojos. Celeste.

Por el acento de Modesta, Camila dedujo que era peruana. Su dulzura y la admiración con que la contemplaba no colaboraban para aplacar sus ganas de llorar.

—¡Hola! ¿Qué tal? —Una muchacha, en equipo de gimnasia y con un palo de
hockey
en la mano, irrumpió en la cocina—. ¿Vos sos Camila?

“Bueno, parece ser que todos me esperaban”, ironizó, y echó un vistazo de soslayo a Gómez, que se ocupaba de servir jugo de naranja.

—Sí. Hola.

—Yo soy Brenda, la hermana de Lautaro. —La besó en un acto enérgico, aunque no torpe—. ¡Vamos, Modestiña! Serví el desayuno que llego tarde al entrenamiento.

—Sí, niña Brenda. Está todo listo.

Reapareció Ximena; le dirigió una sonrisa a Camila y la invitó a que se sentase. Lautaro se acomodó a su lado y le preguntó qué quería tomar.

—No sé, lo que tomen todos.

—Acá cada uno toma algo distinto —intervino Ximena—. ¿Te gustaría un té, un café, café con leche, mate?

—Café con leche estará bien.

—¿Por qué compraste tantas con dulce de membrillo, Lauti? —se quejó Brenda, mientras hurgaba las facturas.

—Porque sí.

Camila bajó la vista para ocultar el sonrojo y experimentó un profundo agradecimiento hacia Gómez por no delatarla. Los minutos pasaban, el desayuno se desarrollaba en un ambiente distendido y familiar, y Camila experimentaba sensaciones encontradas: una alegría profunda por encontrarse entre personas tan amistosas, rodeada de aromas exquisitos y acunada por el sol de otoño que entraba a raudales por el ventanal, y la incomodidad nacida de lo extraño que era desayunar un sábado por la mañana en casa de Lautaro Gómez. Él parecía a gusto; comía, sonreía a los comentarios de Brenda y se expresaba con monosílabos.

Sonó el teléfono. Contestó Modesta, que se acercó con el inalámbrico y se lo extendió a Gómez.

—Para usted, joven Lautaro.

—¿Quién es?

—Una amiga, es todo lo que dijo cuando le pregunté.

Un calor asaltó a Camila y le costó admitir que le molestaba que lo llamase una
amiga
. En realidad, no le molestaba, se justificó, sino que la asombraba; después de todo, el jefe
nerd
tenía
amigas
que lo llamaban a la casa. ¿Y de quién había sido el mensaje que recibió en la calle?

—Hola. Ah, sos vos. No, lo apagué. —Gómez abandonó la mesa y salió de la cocina. Al cabo, regresó y apoyó el teléfono sobre la isla de mármol—. Si vuelve a llamar alguien para mí, Modesta, no estoy. Vamos, Max. Vamos —dijo a Camila, que se limpió la boca deprisa y lo siguió después de agradecer a Ximena por el desayuno.

—De nada, tesoro. Es un gusto tenerte en casa.

El departamento era enorme, y el pasillo se extendía hacia los interiores, tan luminosos y perfumados como la sala principal. Había ventanas abiertas, y la brisa de esa mañana otoñal arrastraba el perfume que la había animado apenas pisó la recepción.

—¿A qué huele? —Su esencia taurina, sensorial y venusina, la llevó a indagar.

—No sé. A mi vieja le gusta quemar aceites en esos hornitos. —Señaló uno a mitad del corredor—. Si querés, le pregunto.

—Es exquisito.

—¿Sí, te gusta?

—Mucho.

Entraron en una habitación, y Camila supo que estaban en el dormitorio de Lautaro. Se puso nerviosa.

—¿Aquí vamos a hacer el trabajo?

—Sí. Aquí tengo todo, mi escritorio, mi compu, todo. ¿Por qué no comiste casi nada?

—No tengo hambre.

—Me dijiste que no habías desayunado. —Camila le rehuyó a sus ojos y acarició la cabeza de Max—.
Tenés
que tener hambre. ¿Te sentís mal?

—No.

—¿Entonces?

—Estoy nerviosa, ¿sí? —replicó, con aire belicoso—. Me pongo nerviosa en una casa que no conozco, con gente que no conozco, y no me dan ganas de comer, ¿está bien?

—Entonces, traigo las facturas acá así las comés tranquila.

—Vos también me ponés nerviosa, Lautaro. —Le resultó imposible apartar la mirada de los ojos de él, que parpadearon antes de volver a la indiferencia habitual—. ¿Qué tal si nos ponemos a hacer el trabajo? —propuso deprisa, para capear el desliz—. Cuanto antes terminemos, mejor. —Se arrepintió enseguida de pronunciar esas palabras. A veces era cruel, en especial cuando se veía acorralada.

—Está bien —dijo él, y le indicó una silla donde acomodarse.

Brenda se asomó desde la puerta.

—¿Te quedás a almorzar, Camila?

—Yo…

—Sí —intervino Gómez.

—¡Bárbaro! Nos vemos cuando vuelva de entrenamiento. ¡Chau, Maxito lindo! —El perro emitió ladridos y golpeó el piso con la cola—. ¡Lauti, te doy permiso para escuchar mis cidís!

Camila admiró el cuerpo esbelto de la hermana de Gómez y su uniforme deportivo de Nike, que costaba una fortuna. La cola de caballo, sujeta en la coronilla, le llegaba a la mitad de la espalda, por lo que su pelo debía de ser muy largo.

—Tu hermana no va a nuestro colegio, ¿no?

—No, va al Santa Brígida.

Camila sabía que era un colegio privado muy costoso.

—El Santa Brígida es mixto, ¿no?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué vos no vas al mismo colegio que tu hermana?

—Prefiero nuestro colegio.

—¿Preferís nuestro colegio? —se escandalizó Camila.

—Ahí fueron mis viejos. Ahí se conocieron.

De nuevo los colores le tiñeron los cachetes, y anheló contar con una virtud: la prudencia. Se preguntó qué planeta de su carta natal la volvía poco cautelosa; se consideraba una experta “metedora de pata”.

—¿Qué es eso? —preguntó y señaló una camisa, planchada y almidonada, colgada por fuera del placard, lista para ser usada; era de color arena, con una insignia bordada en el bolsillo derecho. Tenía un pañuelo bordó anudado bajo el cuello.

—Mi camisa del uniforme scout —contestó, parco, sin volverse, mientras desplegaba libros y hojas sobre el escritorio, y encendía la computadora.

—Entonces es verdad que sos un scout. —Gómez guardó silencio—. ¿Cuándo se reúnen?

—Los sábados.

—Ah, los sábados. ¿Hoy no se reúnen?

—Sí, por supuesto.

—¿Y vos no vas a ir?

—Avisé que no. Me dijiste que no podías otro día porque durante la semana trabajás.

—Sí —balbuceó—. Vas a faltar, entonces.

—Yo puedo faltar. Vos, no. Un trabajo es un trabajo.

¿Por qué le dieron ganas de llorar? ¿Por qué se sentía tan apabullada, nerviosa, incómoda y extraña en presencia de Lautaro Gómez? Después de todo, no era más que un compañero, el
nerd
de la división. Se dio vuelta para ocultar la turbación y simuló entretenerse en las fotos que cubrían una plancha de corcho pegada en la pared.

—¿No era que querías empezar rápido para terminar cuanto antes?

Estuvo a punto de disculparse; el nudo en la garganta se lo impidió. Se sentó junto a él y la tranquilizó hundir los dedos en el pelo de Max, que entrecerró los ojos y emitió gañidos de placer.

—Estuve buscando en internet acerca de un tema que me parece copado —anunció Gómez—: la situación política del África subsahariana. Los países africanos que están por debajo del Sahara —explicó—. Mi mamá leyó un libro muy interesante y me lo pasó. Es este. —Se lo extendió—. Habla de la Guerra del Coltán, un mineral que se usa en la fabricación de los celulares. El tema es superactual y está muy bueno. Mirá, te leo lo que encontré en una página de una organización humanitaria.

Se pusieron a trabajar. El tema la cautivó de inmediato, y la pasión de Gómez al leer y comentar sobre la realidad de los países centroafricanos la contagió. Al cabo de media hora, Camila concluyó que pocas veces había conocido a una persona tan analítica como Lautaro Gómez. Su pensamiento funcionaba como un bisturí con el cual diseccionaba las cosas; no se detenía hasta alcanzar el corazón de un tema. Notaba pormenores o destacaba aspectos en los que Camila jamás habría reparado. “Es brillante”, se dijo, y lo observó mientras él leía la pantalla. Otra vez la sorprendió el cosquilleo en el estómago. Algo poderoso la compelía a tocarlo, lo que fuese: la mejilla, la barbilla, la sien, el filo de la nariz larga, el labio inferior; le gustó cómo este se movía al compás de la lectura, lo que la llevó a reparar en el bozo, que se abultaba antes de acabar sumido en el labio superior, marcadamente más fino que el inferior; en realidad, este casi no existía, ella ya lo había apreciado en clase; era apenas una línea sobre los dientes blancos y parejos; en cambio, el inferior era carnoso y de piel suave. Por supuesto, su Luna en Virgo, que le arrebataba la espontaneidad, y su proverbial orgullo le congelaron las manos y no lo tocó. Siguió observándolo. La fascinaba, la serenaba, aunque resultaba extraño, pues, al mismo tiempo, Gómez le inspiraba un miedo reverente. A veces, cuando lo pillaba mirándola, le parecía peligroso. Lo recordó peleando con Sebastián. En aquella oportunidad, lo dramático de la situación la había privado de la capacidad para apreciar los detalles. En ese instante, se acordó del modo en que había dominado sus piernas y sus brazos para que cayesen con precisión sobre el cuerpo del rival, unas piernas y unos brazos letales, que ahora, en reposo, lucían inofensivos. También rememoró el gesto de su rostro, de ceño apretado y fosas nasales dilatadas, y de la decisión y la seguridad que comunicaban. Pero, sobre todo, se acordó de los ojos. La recorrió un escalofrío, y se le erizó el vello de los antebrazos.

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