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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro

 

 

¿Cómo rompes el hechizo de sus ojos?

¿Cómo aquietas tus latidos al sonido de su voz?

¿Cómo le enseñas a tu corazón que amar es peligroso?

 

La vida de Camila da un giro drástico el día en que la empresa de su padre se declara en bancarrota.

Un departamento más pequeño en un barrio viejo y decrépito y un colegio público de jornada simple son algunos de los cambios que debe enfrentar.

Detesta la nueva realidad, por lo que se encierra en la soledad que le brindan sus libros.

Hasta que conoce a su nueva vecina, una astróloga que la iniciará en los misterios de las nacidas bajo el signo del Toro.

Y, a medida que el cambio se profundiza en Camila, la realidad que tanto detestaba va tomando un nuevo color. En ella, el lindo de la clase, Sebastián, y Lautaro, el enigmático mejor alumno, se convertirán en los protagonistas.

 

El secreto está en conocer tu corazón.

 

Para Patá, mi sobrino adolescente, pero con un alma vieja, sabia y bondadosa, de la cual siempre tengo algo que aprender.

 

Para Agustín, mi otro sobrino adolescente, cuyo espíritu joven, lleno de vida y de pasión, es una fuente inagotable de alegría para mí.

 

Para Felipe, mi sobrino sabandija, que, con tan solo cinco años, está convencido de tener cincuenta.

 

Para Tomás, mi sobrino sin edad. Un ángel.

 

 

 

 

“Conocer a otros es sabiduría.

 

Conocerse a sí mismo es iluminación.”

 

Lao-Tsé,

 

filósofo chino del siglo IV a. C.

 

 

 

Marzo de 2011

 

Camila Pérez Gaona detestaba varias cosas, entre ellas, el primer día de clase. El orgullo le impedía mostrar contrariedad, por lo que se detuvo en la puerta del aula, echó un vistazo dentro y siguió avanzando, consciente de que quedaban pocos pupitres vacíos –dos adelante, uno en la parte de atrás– y de que debía actuar rápidamente y con decisión, como si nada le importase ni la afectase, de modo tal de salvaguardar su imagen y disimular la angustia que le causaba no tener a nadie que estuviese reservándole un sitio para compartirlo a lo largo del año. “¿Por qué los pupitres no son individuales?”, se lamentó. “¿Por qué tienen que ser para dos? ¿Acaso podemos hacer las pruebas de a dos?”, remató, con la mordacidad que pocos conocían; en esa aula, nadie.

—¡Ey, Camila! —la llamó Benigno Urieta, con quien se había sentado el año anterior. Conservaba la esperanza de que alguna de las chicas la invitase, pero ninguna reparaba en ella.

—Hola, Benigno. ¿Qué tal?

—¡Súper!

A Camila, Benigno Urieta le caía bien, aunque perteneciese al grupo de los
nerds
y fuese más feo que agarrarse los dedos con la puerta. No comprendía a qué se debía el eterno buen humor del muchacho; siempre estaba contento. En algo lo admiraba: era muy inteligente, si bien no tanto como el líder del grupo, Lautaro Gómez, el mejor alumno de la división (se sabía que ese año, el penúltimo, se convertiría en uno de los escoltas de la bandera). Sin meditarlo, dirigió la mirada hacia Gómez, que ocupaba el primer lugar, y se sorprendió al descubrirlo observándola. Apartó la cara con un movimiento nervioso; la intensidad de esos ojos oscuros la había inquietado.

—¿Querés sentarte conmigo, Cami?

Camila sonrió. “A Benigno le han puesto bien el nombre”, se dijo. Era bueno como el Quaker. En el fondo, sintió alivio ante la invitación y no le importó que su sueño –que Lucía Bertoni o Bárbara Degèner, las más lindas y populares del curso, notasen que existía y la convocasen– acabara de destruirse. Apoyó la mochila sobre el asiento y dijo:
—Sí, Beni. Gracias.

—¡Claro! ¿Acaso no lo pasamos muy bien el año pasado?

—Hola, Camila. —Karen, la compañera inseparable de Lautaro Gómez, se dio vuelta y le sonrió, actitud inusual porque era parca y callada como Gómez—. ¿Qué tal las vacaciones?

—Bien —mintió, y no se atrevió a inventar que había ido a la playa porque estaba más blanca que un queso.

—Tenés el pelo más rubio. ¿Te hiciste algo?

—No —aseguró, y se aferró un mechón para estudiarlo. ¿De veras estaba más rubio? No lo había notado. De niña, tenía el pelo casi blanco. Con los años, mechones más oscuros habían ganado preponderancia. Su madre aseguraba que tenía un cabello espléndido. Ella opinaba lo contrario: no era lacio ni rizado y, últimamente, tenía “frizz”. Tomaba con pinzas las aseveraciones de su madre; había aprendido que, para Josefina Zuviría de Pérez Gaona, sus hijos, Camila y Nacho, eran los más hermosos y perfectos del planeta.

No podía determinar si la afirmación de Karen –que tenía el pelo más rubio– era cierta; lo que sí estaba en grado de asegurar era que estaba gorda. Y eso la martirizaba. Los kilos de más –unos cuantos– no habían llegado por arte de magia, sino por su afición a la comida. Había descubierto un libro viejo de cocina francesa de la abuela Laura y, durante las últimas semanas de las vacaciones, se lo había pasado preparando delicias de la
pâtisserie
. Pocas cosas le gustaban en la vida; cocinar era una de ellas; comer, otra. Como la avergonzaba admitirlo, solo sus padres y su hermano menor, Ignacio, lo sabían y disfrutaban de sus experimentos. Como temió que Karen, en su racha amigable, comentara: “Y estás más gordita”, se dio vuelta para acomodar la mochila en el respaldo de la silla y sacar la carpeta. Karen era del tipo que expresaba su parecer sin filtros ni inhibiciones, y ella no quería que lo hiciese frente a Gómez. No le habría molestado frente a Benigno; frente a Lautaro Gómez le habría resultado intolerable. Se preguntó por qué.

Un alboroto captó su atención. Bárbara y Lucía se subieron a los pupitres y levantaron los brazos.

—¡Ey! ¡Hola, Sebas! —gritaron al unísono—. ¡Hola, papito!

—¡Hola, hermosuras! —saludó Sebastián Gálvez, y entró en el aula con su porte pendenciero.

A Camila se le atascó la respiración. Por un lado, había lamentado que terminase el verano porque tendría que regresar al colegio. Por el otro, había deseado que acabase para volver a verlo, y allí estaba, el chico más lindo que ella conocía, con la piel bronceada, los ojos verdes fulgurantes y el cabello castaño claro con reflejos rubios en el jopo. Era alto y macizo, con brazos que parecían caños gruesos, los que utilizó para envolver las piernas de Lucía y de Bárbara, justo debajo de la cola, y despegarlas del pupitre para levantarlas en vilo. Caminó por el frente del aula con ellas en andas, ostentando su fuerza. Las chicas aullaban de placer y de divertimento, y los demás aplaudían. Era sabido que Gálvez hacía pesas. Las malas lenguas decían que tomaba anabólicos.

—¡Qué infradotados! —masculló Karen.

Camila de nuevo tropezó con los ojos oscuros e intensos de Lautaro Gómez. No parecía interesado en el espectáculo, sino en ella. La contemplaba con una fijación que casi rayaba en un comportamiento provocador. De manera disimulada, se pasó la mano por la nariz; tal vez tenía un moco; se peinó las cejas tupidas –en opinión de su hermano Nacho, cuando se despeinaban, parecían las de Drácula–, se limpió la boca, porque de pronto se le ocurrió que tenía migas de la tostada del desayuno, se pasó la lengua por los dientes para eliminar cualquier resto de comida atascado.

De los cambios a los que se había visto forzada a adaptarse el año anterior al ingresar en ese colegio, compartir el aula con varones había resultado uno de los más inquietantes. Desde jardín de infantes, su vida escolar había transcurrido en un mundo exclusivamente femenino. No había maestros, ni profesores, ni celadores; todas eran mujeres; incluso la portería estaba en manos de una mujer. Por supuesto que había conocido varones en las fiestas a las que había asistido con sus primas y sus amigas. Sin embargo, los complejos que la atormentaban la volvían tímida y torpe para relacionarse con el sexo opuesto. Admiraba a su prima Anabela, que ya había estado de novia tres veces; también a su amiga Emilia, que, desde hacía tiempo, salía con un tenista cinco años mayor que ella.

La asaltó la nostalgia, y se preguntó qué estarían haciendo en ese momento. Recordó qué divertidos habían sido los primeros días de clase en el Saint Mary High School, donde todo le resultaba familiar. Ahora caía en la cuenta de que el bienestar había provenido de la seguridad que le brindaba el entorno. La Escuela Pública Número 2, vieja, enorme y fantasmagórica, la asustaba, y, aunque ya hubiese pasado un año dentro de sus paredes descascaradas, no conseguía deshacerse del sentimiento de ajenidad.

—¡Ey,
boy
scout! —Sebastián Gálvez se aproximó al primer banco, el que ocupaban Karen y Lautaro, escoltado por Lucía y Bárbara, que proferían risitas—. ¿A cuántas ancianitas salvaste hoy? —Le pasó la mano por la coronilla y lo despeinó.

Camila observaba la escena sin pestañear. La rivalidad entre Gálvez y Gómez era conocida. El primero no perdía oportunidad de hostigar al mejor alumno y humillarlo por pertenecer al movimiento scout, situación que juzgaba una muestra más de debilidad del jefe
nerd
. Gómez jamás atendía a las pullas y se limitaba a lanzarle vistazos impasibles. A Camila la pasividad de Lautaro no le resultaba extraña, porque, si bien era alto como Sebastián, presentaba la contextura de un junco. Gálvez lo habría dejado fuera de combate en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Salí de acá, retardado! —se ofuscó Karen, y le retiró la mano con la que despeinaba a su amigo—. ¿Por qué no vas a practicar la tabla del dos? Tal vez este año consigas aprenderla.

—¡Callate, cuatro ojos! —le soltó Lucía Bertoni.

—¡Ah! Pistacho y Maní —dijo Karen, que no se echaba atrás—. ¡Qué bueno volver a verlas!

Camila la admiraba por eso, por no intimidarse, a pesar de contar con varios talones de Aquiles en donde las bellezas de la división podrían haberla golpeado. Necesitaba lentes con bastante aumento, tenía una nariz prominente y usaba aparatos.

—¿A quién llamás Pistacho y Maní?

—A ustedes, obviamente.

—¿Por qué Pistacho y Maní? —se interesó Sebastián Gálvez, y Camila casi emitió una exclamación de sorpresa cuando Karen se volvió para enfrentar al bonito del curso. Lo hizo con una sensualidad de la que jamás la creyó capaz, con un movimiento de su cabello largo y espeso, el cual, al caer hacia un costado, le enmarcó el rostro de manera adorable, y con un aleteo de pestañas, que se revelaron largas y pobladas bajo el aumento de las lentes. Al parecer, también sorprendió a Sebastián, cuya sonrisa altanera desapareció.

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