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Authors: Florencia Bonelli

Nacida bajo el signo del Toro (26 page)

♦♦♦

 

El resto del viernes, Camila lo pasó como sumida en una pesadilla, de esas en las que uno es perseguido por un monstruo feroz y no puede correr porque se le empantanan las piernas. Quería huir. El colegio había vuelto a convertirse en el sitio lúgubre y amenazador del principio. Se sentía como la Cenicienta después de las doce de la noche, fuera del palacio y en harapos.

Durante los recreos, Gómez no se acercó, y ella, por orgullo, no fue a buscarlo. Sentada en el suelo de su rincón, se sumergía en las páginas del libro de turno –
He Knew He Was Right (Él sabía que tenía razón),
el que le había regalado Juan Manuel para el cumpleaños– y se instaba a no levantar la vista. Lo hizo en dos oportunidades y lo lamentó amargamente: Bárbara y Lautaro conversaban como viejos amigos. La mezcla de dolor, ira y sed de venganza se alojó en su estómago vacío, y tuvo la impresión de que se le había agujereado. ¿Cómo podía mostrarse simpático con la zorra que los había separado, con la loca que la martirizaba enviándole anónimos con dibujos vulgares y fotografías? Lo odió tanto como lo amaba.

De regreso, se compró una barra de cereales en un kiosco del subte, no porque tuviese hambre –había perdido el apetito, ¡ella, una taurina!–, sino porque temía desfallecer de debilidad. ¿Estarían ellos en ese mismo tren? No los había individualizado en el andén. En realidad, no los había buscado. Se limitó a clavar la vista en los rieles y se planteó la posibilidad de arrojarse. No lo haría, aunque más no fuese para no parecerse a Bárbara. “Aquel día”, pensó, “mejor habría sido no detenerla”. “Cami, con este comportamiento, estás moviéndote hacia el lado más oscuro de tu personalidad”. Se mordió el labio y apretó los ojos, abrumada por la culpa. “No quiero convertirme en una mala persona. No debo pensar cosas tan feas. Quiero ser buena y recuperar la paz interior.”

Se alegró al conseguir un asiento; anhelaba retomar la lectura de
He Knew He Was Right,
el cual parecía escrito para ella a propósito de su actual aprieto. Louis Trevelyan, un joven apuesto y de buena posición, se enamoraba locamente de Emily Rowley y se casaba con ella. El matrimonio era un éxito, hasta que un amigo del padre de Emily, el coronel Osborne, comenzó a visitarla con demasiada frecuencia para el gusto de Trevelyan. Los celos y las dudas lo atormentaban; imaginaba a Emily en brazos del coronel, mientras esta le juraba amor eterno. Hostigaba a Emily con preguntas y comentarios mordaces. Le exigía que dejase de recibir al amigo de su padre. La trataba con desprecio y la humillaba al desconfiar de su constancia. El ambiente en la casa de los Trevelyan, alegre y distendido tiempo atrás, se tornó hostil e inaguantable. Las sombras lo cubrían todo. El rompimiento era inminente.

Camila no reparaba en la fuerza con que sujetaba el libro; no reparaba en que sus dedos estaban lívidos y entumecidos. Se compadecía del pobre Trevelyan, al tiempo que la dominaba el afán por sacudirlo para quitarle la venda de los ojos. “¡Emily te ama!”. ¿Estaría siendo como Louis Trevelyan, ciega y tonta?

Se puso de pie de un salto al darse cuenta de que había llegado a su estación. Descendió antes de que las puertas se cerrasen y necesitó apoyarse contra la pared hasta que el mareo se esfumó. Al salir a la superficie, inspiró con avidez el aire frío del mediodía. Caminó con lentitud. Se sentía miserable, desdichada y adolorida. ¿Cómo se habían descarrilado las cosas de ese modo tan espantoso?

No se sentó a comer con su madre y Nacho, lo que provocó el enojo de Josefina.

—Hoy Alicia me pidió que fuese un poco más temprano —mintió.

—No me importa. Sentate y comé la milanesa. ¡Parecés un cadáver! No te creas que no me doy cuenta de que prácticamente no comés. ¿Qué está pasando, Camila?

—Nada, mamá. Comí un sándwich en la cantina del colegio antes de venir y me quitó el hambre.

—¡Un sándwich de la cantina del colegio! ¡Por amor de Dios, Camila! Te creía más sensata. —Josefina colocó una milanesa y una porción de puré de papas en un recipiente de plástico y se lo entregó a Camila con aire furibundo. A continuación, hizo una llamada.

—¿Alicia? ¿Cómo estás? Soy Josefina, la mamá de Camila. Bien, gracias. Me dice Camila que hoy le pediste que fuese un poco más temprano. Sí, eso me dijo. Ahí la mando con el almuerzo en un
tupper
. Te pido, por favor, que te asegures de que se lo coma todo. Sí, sí. Muchas gracias.

Camila no tenía fuerza para discutir ni para increpar a su madre. Se marchó en silencio con los útiles, los libros y el almuerzo a cuestas. Alicia la recibió con la sonrisa que necesitaba y le dio un abrazo. Camila rompió en un llanto que duró varios minutos.

—Cami, ahora andá al baño, lavate la cara y refrescate. Mientras, yo te voy a calentar el almuerzo en el microondas y lo vas a comer todo. Te has pasado de la raya con esta dieta. Mirá, ya no tenés carrillos.

Almorzaron juntas, y Alicia le prohibió que, mientras comiesen, hablasen de temas desagradables, por lo que se dedicaron a comentar acerca de cuestiones intrascendentes como los estrenos de cine del día anterior y que Lucito había dicho “papá”.

—En realidad —confesó Alicia—, dijo: “papapapapa”.

Camila se preguntó lo que tantas veces la había inquietado: ¿quién era el padre de Lucito? Como sospechaba que ese no sería un tema agradable para Alicia, se deshizo de su curiosidad y siguió comiendo. En tanto la ayudaba a lavar los platos, se atrevió a referirle sus penas.

—¿No te das cuenta de que está usándola a Bárbara para darte celos?

—Donde hubo fuego —citó Camila—, cenizas quedan.

—Creo que estás viendo fantasmas —declaró Alicia, y Camila se acordó de Louis Trevelyan y de sus dudas—. Con un espíritu tan negativo, querida Cami, todo lo que te rodee será negativo. Todo saldrá mal. ¿Por qué no te proponés hacer el esfuerzo y moverte de esta zona de sombras a una de luz? Vos sos muy fuerte, Camila, aunque no lo sepas, y podés hacerlo.

—¿Cómo lo hago?

—Por ejemplo, llamando a Lautaro e invitándolo a tomar un café para contarle lo que me has contado a mí a lo largo de estas semanas tan malas.

Aunque juzgó la idea de imposible concreción –ni loca lo llamaba y se humillaba después de lo que él había hecho en el colegio con Bárbara–, le prometió a Alicia que lo meditaría.

Al final de ese viernes fatídico, Camila regresó a su casa y, disimulando la ansiedad, preguntó a su hermano si alguien la había llamado. Si bien no la sorprendió la negativa de Nacho, la hirió. Se conectó deprisa a internet y consultó la casilla de correo. Nada. No se atrevió a entrar en Facebook usando el perfil de su hermano porque le temía a lo que pudiese hallar en el muro de Gómez. “¡Mucha suerte el lunes y el martes en el maratón, Lauti! Te quiero. Tu Barby”. Sin remedio, cada vez se parecía más a Louis Trevelyan.

 

 

 

El sábado por la mañana, Camila se levantó de mejor ánimo. Había tomado una resolución. Iría a pasar el fin de semana a lo de su abuela Laura. Con ella, restablecería la paz que había perdido el lunes posterior al festejo de su cumpleaños y evitaría pasarse dos días pegada al teléfono o consultando la casilla de correo cada cinco minutos.

Se bañó, se vistió con un jean –le bailaba– y un buzo abrigado –hacía frío– e hizo dos llamadas antes de desayunar: a su abuela, que se mostró encantada con la idea de Camila, y a su padre, para avisarle que no almorzarían juntos en McDonald’s. Por fortuna, Josefina no presentó objeciones al plan de su hija; es más, parecía aliviada de que se marchase, y Camila se dijo que no podía culparla: con su presencia, teñía todo de negro.

El departamento de la abuela Laura, que no era ni la sombra del de quinientos metros cuadrados de la avenida Alvear, conservaba, no obstante, el mismo aroma, la misma luminosidad y el mismo alegre colorido del fastuoso al que ella había ido, dichosa, cuando era una niña, y que habían vendido dos años atrás para afrontar las deudas. Cruzó el umbral, inspiró profundamente y pensó: “Ya me siento mejor”. El abrazo y el beso de su abuela en la frente le supieron a medicina para el alma.

—Me encanta olerte, abuela —le confió—. Siempre tenés un perfumito rico en el cuello.

—Simplemente, Ambré de Watteau. Fresca, delicada, etérea. Tu perfume también es exquisito. ¿Cuál es?

—Se llama Euphoria y es de Calvin Klein.

—¿Te lo prestó tu mamá?

—No. Me lo regaló Lautaro para el cumple.

Laura advirtió cómo las palabras habían ido perdiendo fuerza y cómo la mirada de Camila se había apagado.

—No están bien las cosas con él, ¿no es verdad? —Camila negó con una agitación de cabeza—. Está bien, tesoro. Ya hablaremos de eso. Por lo pronto, vamos a la cocina y tomemos té. Litros de té. Tengo de varios
blends
que te encantarán. Nada como el té para remendar un corazón roto.

Su abuela preparó una tetera –la vieja tetera de loza inglesa, con floreado azul en fondo blanco, que a Camila le trajo reminiscencias de la infancia– con una infusión llamada
rooibos
.

—El
rooibos
es la planta nacional de Sudáfrica. Significa “arbusto rojo” en zulú. Ya verás qué color azafranado más hermoso tiene. Es aromático. Muy suave y no tiene cafeína, lo cual es ideal para tomarlo de noche.

El
rooibos
, cortado con leche y endulzado con poca azúcar, le supo a un elixir. Lo saboreó con los ojos cerrados y se lo imaginó descendiendo por su esófago y desatando el nudo que le había impedido comer en los últimos días.

—Probá el
lemon pie
que preparé para esta tarde. Vienen las chicas a jugar al
bridge
.

A Camila la alegró la idea porque les tenía cariño a las amigas de su abuela. Además, se dijo, aprovecharía para avanzar con la lectura de
He Knew He Was Right,
mientras ellas jugaban a las cartas.

—¿Qué tal me salió el
lemon pie
?

—Una delicia, abuela. Como siempre.

Laura atrapó la mirada de su nieta y le sonrió. Extendió la mano a través de la mesa y le acarició la mejilla.

—Estás muy delgada, Cami. Un poco ojerosa también. Hermosa, por supuesto, pero demacrada. ¿Qué le anda pasando a mi princesa adorada?

El esófago se anudó de nuevo y la vista se le enturbió.

—¡Ay, abuela! ¡Estoy tan triste!

Laura arrastró la silla y la colocó junto a la de Camila. Le pasó el brazo por el hombro y la obligó a recostarse en su regazo.

—Contame todo, mi amor. No te guardes nada. No me escandalizo fácilmente. Abrile tu corazón a esta vieja. Ya sabés lo que dice el refrán: “Más sabe el Diablo por viejo, que por diablo”.

No le ocultó ni el menor detalle, ni siquiera se contuvo de referirle la ojeriza que su prima Anabela, tan nieta de Laura como ella, le inspiraba, sobre todo después de su participación en la salida a Vangelis. Camila habló y habló; su abuela guardaba silencio, la miraba a los ojos y le rellenaba la taza enseguida después de que ella la vaciaba. Al final, tuvo que interrumpirse para ir al baño: tenía la vejiga a reventar.

—Ya ves, abuela —le dijo, cuando volvió a la cocina—, por mi orgullo desmedido (porque fue el orgullo lo que me alejó de Lautaro), ahora estoy en un lío que no sé cómo resolver. Quiero volver con él, pero no me animo. Le tengo miedo al rechazo. Tengo miedo que me diga que ahora le gusta Bárbara y que volverá con ella. Mi orgullo me impide pedirle perdón.

—El orgullo está muy bien —expresó la abuela Laura—, yo lo identifico con la dignidad, y no hay que confundirlo con la pedantería. Pero, al igual que todo, tiene que dosificarse en la justa medida. En este caso, creo que lo has llevado a niveles que te lastiman y que te colocan en una posición que terminarás por lamentar. Tal vez, ese orgullo enorme te sirve para ocultar tu inseguridad. Siempre te has creído menos que los demás, tesoro. Menos linda, menos delgada, menos inteligente, cuando, en verdad, sos una persona que, en donde pone un pie, causa admiración. Pero —suspiró—, no hay peor ciego que el que no quiere ver. La buena noticia es que estás a tiempo. Siempre estamos a tiempo. Te voy a leer un cuento que, me parece, te hará ver claramente lo que tenés que hacer. Vení, vamos al
living,
así nos ponemos cómodas en el sofá.

Era el mismo sofá de la infancia de Laura, solo que ahora llenaba la sala, cuando en el pasado había formado parte de un decorado compuesto por varios juegos de sillones, sillas y mesitas y una mesa de caoba para veinticuatro personas. Reflexionó que, para su abuela, criada en la opulencia y casada con un hombre rico, pasar del departamento en la Recoleta a uno pequeño en Caballito debía de haber sido un golpe tremendo. No obstante, no recordaba haberla visto quejarse ni perder el buen humor. ¡Cómo le habría gustado poseer su entereza de espíritu! La vio aparecer con un pequeño libro en la mano delgada, manchada y sarmentosa, y la amó con un amor nuevo, más profundo, más maduro.

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