Casi todos los expertos coinciden en señalar que es posible mejorar grandemente la eficiencia en el uso de combustibles. ¿Por qué nosotros, que presumimos de ecologistas, nos contentamos con coches que recorren menos de 10 kilómetros por litro de gasolina? Si consiguiéramos autonomías de 20 kilómetros por litro inyectaríamos la mitad de CO
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en el aire, y si fueran de 40 kilómetros por litro, sólo una cuarta parte. Ésta es una muestra del conflicto emergente entre lograr un beneficio máximo a corto plazo y mitigar el daño ambiental a largo plazo.
Nadie comprará los coches de bajo consumo, solían decir los fabricantes de Detroit; tendrán que ser más pequeños y por lo tanto menos seguros; no acelerarán con la misma rapidez (aunque, desde luego, podrían superar los límites de velocidad) y costarán más. Sí, es cierto que desde mediados de la década de los noventa los norteamericanos se decantan cada vez más por coches y camiones que se tragan la gasolina a grandes velocidades, en parte por el bajo precio del petróleo. No es extraño, pues, que la industria automovilística estadounidense se opusiera y siga oponiéndose por vías indirectas a cualquier cambio significativo. En 1990, por ejemplo, tras grandes presiones por parte de los fabricantes, el Senado rechazó (por estrecho margen) una ley que habría exigido mejoras apreciables en la eficiencia del consumo en los automóviles norteamericanos, y entre los años 1995 y 1996 se relajaron en algunos estados las disposiciones ya existentes respecto al empleo eficiente de combustibles.
Sin embargo, hacer coches más pequeños no es la única solución posible, y hay modos de lograr que incluso los de menor tamaño sean más seguros (como nuevas estructuras que absorban los choques, componentes que se desmenucen o reboten, y
airbag
para todos los asientos). Dejando de lado a los muchachos intoxicados por su propia testosterona, ¿qué podemos perder olvidándonos de la capacidad de superar el límite de velocidad en unos segundos, en comparación con lo mucho que tenemos que ganar? Hay ya coches con motor de gasolina y aceleración rápida con una autonomía de 20 o más kilómetros por litro. Puede que su precio sea más caro pero saldrán más baratos en cuanto a consumo de combustible. Según una estimación del Gobierno estadounidense, el gasto adicional quedaría compensado en sólo tres años. La afirmación de que nadie adquirirá esos vehículos subestima la inteligencia y la preocupación medioambiental de los norteamericanos..., así como el poder de la publicidad al servicio de un objetivo tan meritorio.
Se establecen límites de velocidad, se exigen permisos de conducir y se imponen muchas otras restricciones con objeto de salvar vidas. Se reconoce que los automóviles son tan peligrosos en potencia que es obligación del Gobierno fijar ciertos límites en lo que a su fabricación, su mantenimiento y su conducción se refiere. Esto es aún más aplicable al calentamiento global, una vez que admitamos su gravedad. Nos hemos beneficiado de nuestra civilización global; ¿no podemos cambiar ligeramente de conducta para preservarla?
El diseño de un tipo de automóvil nuevo, seguro, de consumo eficiente, limpio y que tenga en cuenta el efecto invernadero promoverá tecnologías novedosas y reportará grandes ingresos a quienes encabecen ese avance técnico.
El mayor peligro que amenaza a la industria automovilística norteamericana es que, si se resiste demasiado tiempo, la nueva tecnología requerida será proporcionada (y patentada) por la competencia extranjera. Los fabricantes tienen una motivación egoísta para desarrollar vehículos nuevos que tengan en cuenta el efecto invernadero: su propia supervivencia. No es una cuestión de ideología o un prejuicio político; en mi opinión, se deduce directamente del calentamiento global.
Las tres grandes empresas automovilísticas radicadas en Detroit —azuzadas y en parte financiadas por el Gobierno federal— tratan, perezosa pero cooperativamente de obtener un coche que recorra más de 30 kilómetros por litro de gasolina, o su equivalente para vehículos que consuman otro combustible. Si subieran los impuestos sobre la gasolina aumentarían las presiones sobre los fabricantes para que produjesen coches más eficientes.
Últimamente han empezado a cambiar algunas actitudes. General Motors ha estado desarrollando un coche eléctrico. «Uno debe incorporar a su negocio sus orientaciones medioambientales», aconsejó en 1996 Dennis Minano, vicepresidente para asuntos corporativos de la compañía. «Las empresas norteamericanas comienzan a captar la conveniencia de esta estrategia... El mercado es ahora más complejo. Los consumidores juzgarán en función de las iniciativas ambientales que se tomen y las adoptarán para hacer exitosa la empresa. Dirán: "No vamos a calificarlos de ecologistas, pero sí diremos que han logrado coches menos contaminantes o un buen programa de reciclado; diremos que, en términos medioambientales, son gente responsable."» Retóricamente al menos, es una actitud nueva. Pero sigo esperando ese sedán GM asequible que haga 30 kilómetros por litro de gasolina.
¿Qué es un coche eléctrico? Uno lo enchufa, carga la batería y lo pone en marcha. Los mejores, fabricados en fibra de carbono, recorren unos cuantos centenares de kilómetros por carga, y han superado las pruebas habituales de siniestralidad. Para ser aceptables desde el punto de vista ambiental, tendrán que reemplazar de algún modo las baterías de plomo y ácido, ya que el plomo es un veneno mortal. Además, como es natural, la carga que impulsa un coche eléctrico tiene que venir de alguna parte; si, por ejemplo, procede de una central térmica que queme carbón, no habremos hecho nada para mitigar el calentamiento global, con independencia de que el vehículo contribuya a reducir la contaminación en ciudades y carreteras.
Cabe introducir mejoras semejantes en el resto de la economía de combustibles fósiles: es posible aumentar considerablemente la eficiencia de las fábricas que queman carbón, diseñar una gran maquinaria industrial rotatoria que opere a diferentes velocidades, y generalizar el uso de lámparas fluorescentes en detrimento de las incandescentes. En muchos casos, las innovaciones significarán un ahorro de dinero a largo plazo y contribuirán a liberarnos de una peligrosa dependencia del petróleo. Hay buenas razones para incrementar la eficiencia en el uso de los combustibles, al margen de la preocupación por el calentamiento global.
Sin embargo, a largo plazo no basta con aumentar la eficiencia con que extraemos la energía de los combustibles fósiles. Con el paso del tiempo seremos cada vez más y crecerán las exigencias de energía. ¿No es posible encontrar alternativas a los combustibles fósiles que no produzcan gases invernadero, que no calienten el planeta? Una de dichas alternativas es bien conocida: la fisión nuclear (que no libera la energía química atrapada en los combustibles fósiles, sino la energía nuclear encerrada en el corazón de la materia). No hay automóviles ni aviones nucleares, pero sí navíos y, desde luego, centrales nucleares. En circunstancias ideales, el coste de la electricidad generada por energía nuclear es aproximadamente el mismo que el de la generada quemando carbón o petróleo, y las centrales nucleares no generan gases invernadero. Sin embargo...
Como nos recuerdan los accidentes de Three Miles Island y Chernobil, las centrales nucleares pueden liberar una peligrosa radiactividad, e incluso fundirse. Además, producen un brebaje infernal de desechos radiactivos de larga vida —en sentido literal— que es preciso eliminar. No olvidemos que la vida media de muchos de los radioisótopos es de siglos a milenios. Si queremos enterrar ese material, tenemos que asegurarnos de que no haya filtraciones que lo transporten a las aguas subterráneas o nos dé alguna otra sorpresa; y no sólo por unos años, sino durante periodos bastante más prolongados que los hasta ahora considerados para una planificación fiable. De otro modo, estaremos diciendo a nuestros descendientes que los desechos que les legamos constituyen una carga y un peligro
para ellos,
porque no pudimos hallar un medio más seguro de generar energía, que es, precisamente, lo que ahora mismo estamos haciendo con los combustibles fósiles. Existe, además, otro problema: la mayor parte de las centrales nucleares usan o producen uranio y plutonio, que pueden ser empleados para la fabricación de armas atómicas, y representan, por lo tanto, una tentación continua para naciones malignas y grupos terroristas.
Si quedasen resueltas estas cuestiones de seguridad operativa, eliminación de desechos radiactivos y prevención de su desvío armamental, las centrales nucleares podrían ser la solución al problema de los combustibles fósiles, o al menos un importante remedio temporal, una tecnología de transición hasta que hallemos algo mejor. El problema es que estas condiciones no se han satisfecho adecuadamente, y las perspectivas no parecen muy halagüeñas. No inspiran confianza la violación continuada de las normas de seguridad por parte de la industria nuclear, la ocultación sistemática de las mismas y los fallos en la exigencia del cumplimiento de las normas por parte de la Comisión Reguladora Nuclear estadounidense (en parte debidos a las restricciones presupuestarias). El peso de la evidencia está en contra de la energía nuclear. Pese a estas inquietudes, algunas naciones, como Francia y Japón, han apostado fuerte por la energía nuclear. Mientras tanto, otras, como Suecia, que en un principio la habían autorizado han decidido ahora suprimirla paulatinamente.
En razón de la difundida inquietud del público acerca de la energía nuclear, quedaron cancelados todos los proyectos estadounidenses de construcción de centrales nucleares posteriores a 1973 y no se han proyectado más centrales desde 1978. Las propuestas de nuevos depósitos o lugares de enterramiento de desechos radiactivos son rutinariamente rechazadas por las comunidades afectadas. El brebaje infernal se acumula.
Existe otra clase de energía nuclear, no de fisión —producto de la escisión de núcleos atómicos—, sino de fusión —producto de su integración—. En principio, las centrales de fusión nuclear podrían funcionar con agua de mar —materia prácticamente inagotable— sin generar gases invernadero ni peligrosos desechos radiactivos, y prescindiendo por completo de uranio y plutonio. Sin embargo, este «en principio» no cuenta. Tenemos prisa. Después de esfuerzos enormes, y contando con una tecnología muy avanzada, hoy por hoy un reactor de fusión apenas conseguiría generar un poco más de energía de la que consume. La perspectiva de la energía de fusión implica sistemas colosales, caros y de alta tecnología. Ni siquiera sus defensores los consideran comercialmente viables hasta dentro de muchas décadas, y el tiempo nos apremia. Es probable que las primeras versiones generen ingentes cantidades de desechos radiactivos, y, en cualquier caso, resulta difícil imaginar que tales sistemas sean la solución para el mundo subdesarrollado.
Me he referido en el último párrafo a la fusión caliente, llamada así por una buena
razón: para,
hacerla factible hay que elevar la temperatura de los materiales en millones de grados, como en el interior del Sol. Algunos han proclamado la posibilidad de la llamada fusión fría, anunciada por vez primera en 1989. El aparato se coloca en una mesa, se introducen ciertos isótopos de hidrógeno, algo de paladio, se hace pasar una corriente eléctrica y, dicen, se obtiene más energía de la invertida, además de neutrones y otros signos de reacciones nucleares. De ser cierto, constituiría la solución ideal para el problema del calentamiento global. Muchos equipos científicos de todo el mundo han estudiado la fusión fría, pero ésta, según el juicio abrumador de la comunidad internacional de físicos, es una ilusión, el producto de una combinación de errores de cálculo, ausencia de experimentos de control adecuados y confusión entre reacciones químicas y nucleares. Esto no quita que siga habiendo unos cuantos equipos de científicos interesados en la fusión fría (el Gobierno japonés, por ejemplo, ha apoyado tales investigaciones a pequeña escala). En todo caso, las reivindicaciones deben ser evaluadas una por una.
Tal vez esté a la vuelta de la esquina una tecnología sutil, ingeniosa e insospechada que proporcione la energía del mañana. Ya ha habido sorpresas antes. Sin embargo, sería temerario apostar por eso.
Debido a muchas causas, los países en vías de desarrollo son especialmente vulnerables al calentamiento global. Tienen menos capacidad para adaptarse a nuevos climas, adoptar nuevos cultivos, construir diques y tolerar sequías e inundaciones. Al mismo tiempo, dependen especialmente de los combustibles fósiles. ¿Acaso no es natural que China —segundo país del mundo en cuanto a reservas de carbón— se base en los combustibles fósiles durante su industrialización exponencial? Si emisarios de Japón, Europa occidental y Estados Unidos fuesen a Pekín para solicitar una limitación del consumo de carbón y petróleo, parece evidente que las autoridades chinas les recordarían que sus naciones no aplicaron ninguna limitación durante su proceso de industrialización. (En cualquier caso, en 1992 la Conferencia de Río sobre el cambio climático, ratificada por 150 países, solicitó del mundo desarrollado que pagara el coste de la limitación de las emisiones de gases invernadero en los países en vías de desarrollo.) Las naciones subdesarrolladas requieren una alternativa barata y de tecnología relativamente simple a los combustibles fósiles.
Ahora bien, si descartamos los combustibles fósiles, la fisión y la fusión nucleares, y la posibilidad de alguna tecnología nueva y exótica, ¿con qué nos quedamos? Durante la administración del presidente Carter se instaló en el tejado de la Casa Blanca un convertidor térmico solar. Por él circularía agua que, calentada por el sol en los días despejados, contribuiría en cierta medida (quizá un 20 %) a satisfacer las necesidades energéticas de la Casa Blanca, incluyendo, supongo, las duchas presidenciales. A más energía proporcionada directamente por el Sol, menos suministro se necesitaría de la red eléctrica local; de esta forma se gastaría menos carbón y petróleo para generar electricidad con que alimentar la red en torno del río Potomac. Sólo proporcionaba una pequeña parte de la energía requerida, no funcionaba mucho en los días nublados, pero era un indicio esperanzador de lo que entonces (y ahora) hacía falta.
Una de las primeras actuaciones de la presidencia de Ronald Reagan consistió en arrancar del tejado de la Casa Blanca el convertidor térmico solar. En cierta forma, fue un acto ideológicamente ofensivo. Renovar el tejado de la Casa Blanca costó lo suyo, y ahora toca pagar la electricidad adicional requerida a diario. Evidentemente, los responsables llegaron a la conclusión de que el beneficio justificaba tal coste, pero ¿qué beneficio y para quién?