El Protocolo de Montreal reviste importancia por la magnitud de los cambios acordados, pero sobre todo por su orientación. Lo que quizá resultó más sorprendente fue que se aprobase la prohibición de los CFC cuando aún no estaba claro si existiría una alternativa factible. La conferencia de Montreal fue patrocinada por el Programa Ambiental de las Naciones Unidas, cuyo director, Mostafá K. Tolba, la describió como «el primer tratado verdaderamente global que brinda protección a todo ser humano».
Es estimulante que seamos capaces de reconocer peligros nuevos e inesperados, que la especie humana logre unirse para trabajar en nombre de todos sobre una cuestión semejante, que las naciones ricas estén dispuestas a una participación justa en los costes y que empresas con mucho que perder no sólo cambien de opinión, sino que vean en una crisis de tal calibre nuevas oportunidades de prosperidad. La prohibición de los CFC proporciona lo que en matemáticas se conoce como un teorema de existencia, la demostración de que algo imposible a juzgar por lo que uno sabe puede hacerse de hecho realidad. Hay motivos para un optimismo cauteloso.
El cloro parece haber alcanzado en la estratosfera una proporción máxima de cuatro partes por cada mil millones. La cantidad de cloro está disminuyendo, pero, al menos en parte a causa del bromo, no se espera que la capa de ozono se restablezca pronto.
Evidentemente, aún es demasiado temprano para relajarnos por completo en cuanto a la protección de la capa de ozono. Tenemos que asegurarnos que la fabricación de estos materiales quede interrumpida en todo el mundo casi por completo. Hace falta un mayor esfuerzo investigador para hallar sustitutos seguros. Se necesita un exhaustivo reconocimiento de la capa de ozono a escala global (desde estaciones terrestres, aviones y satélites en órbita
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), al menos tan concienzudo como el que dedicaríamos a un ser querido que sufriese de palpitaciones cardíacas. Tenemos que saber en qué medida las erupciones volcánicas ocasionales, el calentamiento continuado o la introducción de productos químicos nuevos en la atmósfera del planeta imponen nuevas tensiones sobre la capa de ozono.
Poco después de la firma del Protocolo de Montreal comenzaron a descender los niveles de cloro. A partir de 1994 han bajado los niveles estratosféricos de cloro y bromo juntos. Se ha estimado que, si disminuyen también los niveles de bromo por separado, con la llegada del siglo XXI la capa de ozono iniciará una recuperación a largo plazo. Si no se hubiesen establecido controles de CFC hasta el 2010, el cloro habría alcanzado niveles tres veces superiores a los actuales, el agujero de la capa de ozono sobre la Antártida persistiría hasta mediado el siglo XXII y la mengua primaveral del ozono en las latitudes septentrionales medias podría haber alcanzado más del 30 % (una magnitud abrumadora en palabras de Michael Prather, compañero de Rowland en Irvine).
En Estados Unidos sigue habiendo cierta resistencia por parte de las industrias de la refrigeración, de los «conservadores» extremistas y de algunos congresistas republicanos. Tom DeLay, líder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes, consideraba en 1996 que «la ciencia que subyace tras la prohibición de los CFC es discutible» y que el Protocolo de Montreal es «el resultado del pánico suscitado por los medios de comunicación». John Doolittle, otro representante republicano, insistía en que el vínculo causal entre la mengua de ozono y los CFC «sigue estando muy abierto al debate». En respuesta a un periodista que le recordó el talante crítico y escéptico con que los expertos habían revisado todos y cada uno de los artículos que establecieron ese vínculo, Doolittle replicó: «No voy a enredarme en revisar a fondo una superchería.» Para el país sería mejor que lo hiciera. La revisión crítica a fondo es, de hecho, el gran detector de supercherías. El juicio de la comisión Nóbel fue diferente. Al conceder el premio a Rowland y Molina —cuyos nombres debería conocer todo escolar— los alabó por haber «contribuido a salvarnos de un problema ambiental global que podría haber tenido consecuencias catastróficas». Es difícil entender cómo pueden oponerse los «conservadores» a salvaguardar el entorno del que depende la vida de todos nosotros, incluidos ellos mismos y sus hijos. ¿Qué es exactamente, pues, lo que están conservando los conservadores?
Los elementos cruciales de la historia del ozono son como los de muchas otras amenazas ambientales. Comenzamos vertiendo alguna sustancia en la atmósfera. No examinamos a conciencia su impacto ambiental porque el estudio sería caro o retrasaría la producción y menguaría los beneficios, o porque los responsables no quieren escuchar argumentos en contra, o porque no se ha recurrido al mejor talento científico, o sencillamente porque somos humanos y falibles y se nos ha pasado algo por alto. Entonces, de repente, nos enfrentamos con un peligro por completo inesperado y de dimensiones planetarias que quizá manifieste sus consecuencias más ominosas al cabo de décadas o siglos. No cabe resolver el problema localmente o a corto plazo.
En todos los casos la lección es clara. No siempre somos lo bastante inteligentes o prudentes para prever todas las consecuencias de nuestras acciones. La invención de los clorofluorocarbonos fue un logro brillante, pero por muy ingeniosos que pareciesen en su momento los químicos responsables no lo fueron lo suficiente. Los CFC eran inertes hasta el punto de sobrevivir para alcanzar la capa de ozono. El mundo es complejo. El aire, tenue. La naturaleza, sutil. Nuestra capacidad de hacer daño, grande. Debemos ser más cuidadosos y menos tolerantes en lo que a la contaminación de este frágil planeta se refiere.
Tenemos que alcanzar cotas significativamente superiores de higiene planetaria y de recursos científicos destinados a observar y entender el mundo. Debemos empezar a pensar y actuar no sólo en términos de nuestro país y de nuestra generación (y mucho menos de los beneficios de una determinada industria) sino en interés del vulnerable planeta Tierra en su totalidad y de las generaciones futuras. El agujero de la capa de ozono es una especie de mensaje escrito en el cielo. Al principio parecía expresar nuestra continuada complacencia ante una poción mágica de peligros mortales, pero quizás exprese en realidad un talento recién hallado para trabajar juntos con el fin de proteger el medioambiente global. El Protocolo de Montreal y sus enmiendas representan un triunfo y un motivo de gloria para la especie humana.
Apostados están contra sus propias vidas.
Proverbios
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H
ACE 300 MILLONES DE AÑOS LA TIERRA ESTABA CUBIERTA DE VASTOS PANTANOS.
Cuando los helechos, equisetos y licopodios murieron, quedaron enterrados bajo el fango. Con el paso de los siglos, sus restos fueron hundiéndose cada vez más y transformándose lentamente en un sólido orgánico y duro que llamamos carbón. En otros lugares y épocas, cantidades inmensas de plantas y animales unicelulares murieron, descendieron al fondo marino y fueron cubiertos por los sedimentos. Tras un extraordinariamente lento proceso de descomposición, sus restos acabaron convirtiéndose en líquidos y gases orgánicos que llamamos petróleo y gas natural. (Una parte del gas natural podría ser primordial, no de origen biológico sino incorporado en la corteza terrestre durante su formación.) Al principio del proceso evolutivo los seres humanos sólo tenían contacto con estos extraños materiales en raras ocasiones en que eran transportados a la superficie terrestre. Se piensa que la filtración de petróleo y gas y su ignición por el rayo están en el origen de la «llama eterna», elemento central de las religiones de la antigua Persia adoradoras del fuego. Marco Polo suscitó la incredulidad de muchos expertos europeos de la época al referir la descabellada historia de que en China se extraían unas rocas negras que ardían cuando se les prendía fuego.
Con el tiempo los europeos reconocieron la utilidad potencial de aquellos materiales de transporte fácil y ricos en energía. Eran mucho mejores que la leña, ya que servían tanto para calentar una casa como para alimentar un horno, poner en marcha una máquina de vapor, generar electricidad, impulsar la industria o hacer funcionar trenes, coches, barcos y aviones. Tenían, además, inestimables aplicaciones militares. Así pues, aprendimos a sacar el carbón de la tierra y a perforar el terreno para hacer brotar el gas y el petróleo profundamente enterrados y comprimidos por el peso enorme de las rocas. Estas sustancias proporcionaron la propulsión que hizo posible nuestra civilización tecnológica global. No es exagerado afirmar que, en cierto sentido, mueven el mundo. Como siempre, sin embargo, hay que pagar un precio.
El carbón, el petróleo y el gas natural reciben el nombre genérico de combustibles fósiles, porque están constituidos fundamentalmente por los restos fósiles de seres que vivieron hace tiempo. La energía química que contienen viene a ser luz solar almacenada, captada en origen por plantas pretéritas. Nuestra civilización funciona a base de quemar los restos de criaturas humildes que poblaron la Tierra centenares de millones de años antes de que entraran en escena los primeros seres humanos. Como si de un tétrico culto caníbal se tratara, subsistimos gracias a los cadáveres de nuestros antecesores y parientes lejanos.
Si pensamos en los tiempos en que el único combustible era la madera, cabe comprender hasta cierto punto los beneficios que los combustibles fósiles nos han proporcionado. Han contribuido también a crear vastas industrias a escala global con un inmenso poder financiero y político; de ellos dependen asimismo industrias total o parcialmente subsidiarías (en el primer caso, coches, aviones, etc.; en el segundo, productos químicos, fertilizantes, etc.). Esa dependencia implica que las naciones llegarán hasta donde sea en su afán de conservar sus fuentes de abastecimiento. Los combustibles fósiles fueron un factor importante en la gestación de las dos Guerras Mundiales. La agresión del Japón al inicio de la Segunda Guerra Mundial se explicó y justificó sobre la base de que estaba obligado a salvaguardar sus fuentes de petróleo. Un ejemplo más cercano de que la importancia política y militar de los combustibles fósiles sigue siendo considerable lo constituye la guerra del Golfo Pérsico, en 1991.
Cerca del 30 % de todas las importaciones norteamericanas de petróleo proceden del Golfo Pérsico. Hay meses en que Estados Unidos importa más de la mitad del crudo que consume, lo que representa más del 50 % del déficit de su balanza de pagos. Estados Unidos destina mil millones de dólares por semana, como mínimo, a dichas importaciones. China, con su creciente demanda de automóviles, podría alcanzar el mismo nivel a principios del siglo XXI. Cifras similares se aplican a Europa occidental. Los economistas proponen modelos en los que el incremento del precio del petróleo genera inflación, subida de los tipos de interés, reducción de la inversión en nuevas industrias, paro y recesión económica. Quizá nunca se hagan realidad, pero todo esto es una posible consecuencia de nuestra adicción al petróleo, que empuja a las naciones a adoptar políticas que de otro modo serían consideradas inmorales y temerarias. Considérese al respecto el siguiente comentario hecho en 1990 por el columnista Jack Anderson, que expresa una opinión muy difundida: «Por impopular que resulte la idea, Estados Unidos debe seguir siendo el gendarme del mundo. En un plano puramente egoísta, los norteamericanos necesitan lo que el mundo posee, y la necesidad preeminente es el petróleo.» Según Bob Dole, entonces líder de la minoría en el Senado, la guerra del Golfo —que puso en peligro las vidas de 200.000 jóvenes estadounidenses— fue emprendida «sólo por una razón: el petróleo».
A la hora en que escribo, el coste nominal del barril de crudo es de casi veinte dólares, mientras que las reservas certificadas o «confirmadas» de petróleo alcanzan casi un billón de barriles. Veinte billones de dólares es cuatro veces la deuda nacional de Estados Unidos, la mayor del mundo. Oro negro, desde luego.
La producción global de petróleo alcanza los 20.000 millones de barriles anuales, de manera que cada año consumimos cerca del 2 % de las reservas confirmadas. Uno podría pensar que las agotaremos pronto, quizás en los próximos 50 años. Sin embargo, seguimos hallando nuevas reservas. Las predicciones de que nos quedaríamos sin petróleo para tal o cual fecha se han demostrado infundadas. Es verdad que la cantidad de petróleo, gas natural y carbón en el mundo es finita, pero parece improbable que vayamos a agotar los combustibles fósiles pronto. El único problema es que resulta cada vez más caro encontrar reservas inexplotadas, que la economía mundial puede sufrir un colapso si cambian de golpe los precios del petróleo, y que los países están dispuestos a guerrear para conseguirlo. También, existe, naturalmente, el coste ambiental.
El precio que pagamos por los combustibles fósiles no se mide sólo en dólares. Las «fábricas satánicas» de la Inglaterra de los primeros años de la Revolución Industrial contaminaron el aire y causaron una epidemia de enfermedades respiratorias. La niebla londinense, popular gracias a las dramatizaciones de Holmes y Watson, Jekyll y Hyde y Jack el Destripador y sus víctimas, era una letal contaminación de origen doméstico e industrial, en buena parte debida a la combustión de carbón. Hoy los automóviles emiten gases de escape y las ciudades están plagadas de
smog,
que afecta la salud, la felicidad y la productividad de las mismas personas que generan los contaminantes. Sabemos también de la lluvia ácida y de las catástrofes ecológicas causadas por los vertidos de petróleo. Sin embargo, la opinión predominante siempre ha sido que tales azotes a nuestra salud y al medio ambiente quedaban más que compensados por los beneficios que aportaban los combustibles fósiles.
Ahora, sin embargo, los gobiernos y pueblos de la Tierra son cada vez más conscientes de otra peligrosa consecuencia del uso de combustibles fósiles: al quemar carbón, petróleo o gas natural estamos combinando el carbono del combustible fósil con el oxígeno del aire. Esta reacción química libera una energía encerrada durante quizá 200 millones de años. Ahora bien, al combinar un átomo de carbono, C, con una molécula de oxígeno, O
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, se forma también una molécula de dióxido de carbono, CO
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