Nadie cree que la capa de ozono en su totalidad corra peligro de desaparición inminente. Aunque nos neguemos con terquedad a reconocer el riesgo, no quedaremos reducidos a la asepsia de la superficie marciana, ametrallada por las radiaciones ultravioleta del Sol que llegan hasta allí sin ningún estorbo; pero se estima muy peligrosa una reducción global de sólo el 10 % del volumen de ozono, y muchos científicos creen que la actual dosis de CFC en la atmósfera determinará ese resultado.
En 1974, F. Sherwood Rowland y Mario Molina, de la Universidad de California, fueron los primeros en advertir que los CFC —cerca de un millón de toneladas inyectadas cada año en la estratosfera— podían dañar gravemente la capa de ozono. Experimentos y cálculos subsiguientes de científicos de todo el mundo han confirmado su hallazgo. En un principio, algunos cálculos ratificaron la existencia del efecto, pero indicaron que era menos serio de lo que decían Rowland y Molina; otros señalaron que sería más grave. (Casi siempre que se produce un nuevo descubrimiento otros investigadores tratan de determinar su solidez.) Sin embargo, los cálculos se asentaron más o menos hacia donde Rowland y Molina habían dicho (y en 1995 compartieron el premio Nóbel de química por su trabajo).
La empresa DuPont, que vendía CFC a razón de unos 600 millones de dólares al año, publicó cartas en periódicos y revistas científicas, y sus representantes declararon ante comisiones del Congreso que no estaba demostrado que los CFC representasen un peligro para la capa de ozono, que se había exagerado mucho o que la conclusión se basaba en un razonamiento científico defectuoso. Sus cartas comparaban a los «teóricos y algunos legisladores», que exigían la prohibición de los CFC, con los «investigadores y la industria de los aerosoles», dispuestos a contemporizar. Afirmaban que «los responsables primarios eran... otros productos químicos» y advirtieron del riesgo de «empresas destruidas por una prematura acción legislativa». Aseguraban que «no había evidencia suficiente» sobre la cuestión y prometían iniciar una investigación de tres años, pasados los cuales se podría hacer algo. Una empresa poderosa y próspera no estaba dispuesta a arriesgar centenares de millones de dólares al año sólo por lo que dijeran unos pocos fotoquímicos. Cuando la teoría quedó demostrada sin resquicio de duda, declararon que aún era demasiado pronto para considerar la oportunidad de hacer cambios. En cierto modo venían a decir que la fabricación de los CFC se interrumpiría tan pronto como la capa de ozono hubiese quedado irreparablemente dañada. Claro que para entonces era probable que ya no existieran clientes.
Una vez los CFC llegan a la alta atmósfera, no hay medio de eliminarlos (tampoco es posible enviar ozono desde aquí, donde es un contaminante, hacia donde se necesita). Los efectos de los CFC ya presentes en el aire perdurarán alrededor de un siglo. En consecuencia, Sherwood Rowland, otros científicos y el Consejo de Defensa de los Recursos Naturales de Washington exigieron la prohibición de los clorofluorocarbonos. Hacia 1978 los aerosoles de CFC fueron declarados ilegales en Estados Unidos, Canadá, Noruega y Suecia. Sin embargo, la mayor parte de la producción de CFC no se destinaba a aerosoles. La inquietud pública se calmó momentáneamente, la atención se desvió hacia otra parte y el contenido de CFC en el aire siguió aumentando. El volumen de cloro atmosférico llegó a ser el doble del que había cuando Rowland y Molina dieron la alarma, y cinco veces el existente en 1950.
Durante años, el British Antartic Survey, un equipo de científicos instalado en la bahía de Halley, en el continente Antártico, había estado midiendo la capa de ozono sobre sus cabezas. En 1985 anunciaron la desconcertante noticia de que el ozono primaveral se había reducido a casi la mitad del registrado unos años antes. El descubrimiento fue confirmado por un satélite de la NASA. Faltan ahora dos tercios del ozono primaveral sobre la Antártida. Hay un agujero en la capa antártica de ozono. Ha aparecido cada primavera desde finales de la década de los setenta. Aunque se cierra en invierno, parece durar cada vez más tiempo en primavera. Ningún científico había previsto algo así.
Como es lógico, el descubrimiento hizo que se repitieran las peticiones de prohibición de los CFC (igual que había sucedido cuando se descubrió que éstos contribuían al calentamiento global provocado por el efecto invernadero del dióxido de carbono). Pero a los ejecutivos industriales parecía costarles comprender la naturaleza del problema. Richard C. Barnett, presidente de la Alianza para una Política Responsable sobre los CFC —integrada por sus fabricantes— llegó a decir: «La suspensión inmediata y completa de los CFC que algunos solicitan tendría horrendas consecuencias. Varias industrias tendrían que cerrar por falta de productos alternativos; el remedio mataría al paciente.» Sin embargo, no debemos olvidar que el paciente no es «algunas industrias», sino que podría ser la vida en la Tierra.
La Asociación de Fabricantes de Productos Químicos consideraba «muy improbable que [el agujero de la Antártida] tenga una significación global... Incluso en la otra región más semejante del mundo, el Ártico, la meteorología descarta de hecho una situación similar».
Posteriormente se encontraron en el agujero de ozono mismo niveles incrementados de cloro reactivo, lo que contribuyó a confirmar la implicación de los CFC. Mediciones próximas al polo norte indican que también está surgiendo un agujero de ozono en el Ártico. Un estudio de 1996 titulado «Confirmación por satélite del predominio de clorofluorocarbonos en el balance de cloro estratosférico global» llega a la conclusión extraordinariamente tajante (para tratarse de un artículo científico) de que los CFC se hallan implicados en la mengua del ozono «más allá de cualquier duda razonable». La acción del cloro procedente de los volcanes y la espuma marina —al contrario de lo postulado por algunos comentaristas radiofónicos de derechas— es, como mucho, responsable del 5 % del ozono destruido.
En las latitudes septentrionales, donde se concentra la mayor parte de la población de la Tierra, el volumen de ozono parece haber estado menguando de forma constante al menos desde 1969. Es cierto que hay fluctuaciones —los aerosoles volcánicos en la estratosfera, por ejemplo, contribuyen a reducir durante un año o dos los niveles de ozono antes de posarse—, pero según la Organización Meteorológica Mundial, el descubrimiento de disminuciones del 30 % en las latitudes septentrionales medias durante algunos meses del año, y hasta del 45 % en ciertas áreas, constituye un motivo de alarma. Así no hará falta que pasen muchos años para que la vida bajo la menguante capa de ozono se encuentre, con toda probabilidad, en apuros.
La ciudad de Berkeley (California) prohibió los envases de espuma sólida de CFC utilizados en muchos comercios para mantener caliente la comida. La cadena de hamburgueserías McDonald's se comprometió a eliminar de sus envases los CFC más dañinos. Finalmente, y ante la amenaza de regulaciones oficiales y del boicot de los consumidores, en 1988, catorce años después de que hubiera sido identificado el peligro de los CFC, DuPont anunció que reduciría paulatinamente la producción de estos compuestos, pero que no la abandonaría por completo antes del año 2000. Otros productores norteamericanos ni siquiera prometieron eso. Sin embargo, Estados Unidos sólo era responsable del 30 % de la producción mundial de clorofluorocarbonos. La amenaza a largo plazo sobre la capa de ozono era global. Estaba claro, pues, que también tendría que serlo la solución.
En septiembre de 1987, los representantes de muchas de las naciones productoras y consumidoras de CFC se reunieron en Montreal para considerar la posibilidad de un acuerdo que limitase su empleo. En un principio, Gran Bretaña, Italia y Francia, presionadas por sus poderosas industrias químicas (y este último país por sus fabricantes de perfumes), sólo participaron en el debate a regañadientes, pues temían que DuPont escondiera en la manga un sustitutivo y sospechaban que Estados Unidos quería prohibir los CFC para aumentar la competitividad global de una de sus mayores empresas. Naciones como Corea del Sur ni siquiera comparecieron. La delegación china no firmó el tratado. Se dice que Donald Hodel, secretario de Interior estadounidense (un conservador nombrado por Reagan y enemigo de los controles oficiales), sugirió que, en vez de limitar la producción de CFC, todos lleváramos gafas de sol y sombrero. Esta opción no está al alcance de los microorganismos en la base de la cadena alimentaria que mantiene la vida en la Tierra. Pese a tal opinión, Estados Unidos firmó el Protocolo de Montreal. Fue verdaderamente inesperado que eso ocurriera durante el espasmo antiambientalista de la última administración de Reagan (a menos que el temor de los competidores europeos de DuPont estuviese realmente fundado). Sólo en Estados Unidos había que reemplazar 90 millones de acondicionadores de aire para coches y 100 millones de frigoríficos, lo que representaba un sacrificio considerable en aras del medio ambiente. Hay que reconocer un mérito sustancial al embajador Richard Benedick, que encabezó la delegación norteamericana en Montreal, y a la primera ministra británica Margaret Thatcher, quien, por haber cursado estudios de química, comprendió la cuestión.
El Protocolo de Montreal fue reforzado después por dos acuerdos adicionales firmados en Londres y Copenhague. A la hora en que escribo, 156 naciones, incluyendo las repúblicas de la ex Unión Soviética, China, Corea del Sur e India, han firmado el tratado. (Algunos países se preguntan por qué tienen que olvidarse de los frigoríficos y acondicionadores de aire que emplean CFC justo cuando sus industrias empiezan a desarrollarse, y cuando Japón y Occidente ya han sacado todo el partido de éstos. Se trata de una reivindicación justa, aunque denota una gran estrechez de miras.) Se acordó una reducción progresiva de la producción de CFC hasta su total supresión en el año 2000, plazo que luego se anticipó a 1996. China, cuyo consumo de CFC durante la década de los ochenta aumentaba en un 20 % anual, accedió a reducir su uso y renunció al periodo de gracia de 10 años que le concedía el acuerdo. DuPont es ahora una empresa líder en la supresión de los CFC y se ha comprometido a una reducción más rápida que la de muchas naciones. El volumen de clorofluorocarbonos en la atmósfera está menguando apreciablemente. Lo malo es que tendremos que dejar de producirlos por completo y luego aguardar un siglo a que la atmósfera se limpie por sí sola. Cuanto más nos demoremos, cuantas más sean las naciones que persistan en la producción de estos compuestos, mayor será el peligro.
Está claro que el problema se resolverá cuando se encuentre un sustituto barato y eficaz de los CFC que no cause daño ni a nosotros ni al medio ambiente. Ahora bien, ¿y si no existe? ¿Y si el mejor sustituto es más caro que los CFC? ¿Quién pagará las investigaciones y quién asumirá la diferencia de precio, el consumidor, el Gobierno o la industria química, que nos metió en este atolladero y sacó partido de ello? ¿Proporcionan las naciones industrializadas que se beneficiaron de la tecnología de los CFC una ayuda significativa a los estados en vías de industrialización que no tuvieron esa ventaja? ¿Y si necesitamos 20 años para asegurarnos que el sustituto no causa cáncer? ¿Qué hay de las radiaciones ultravioleta que ahora mismo inciden sobre el océano Antártico? ¿Qué decir de los CFC que siguen produciéndose y que continuarán ascendiendo hasta la capa de ozono hasta el momento de su total prohibición?
Se dispone ya de un sustituto o, mejor dicho, un remedio temporal. Los CFC están siendo provisionalmente reemplazados por los HCFC, moléculas similares pero con átomos de hidrógeno. Por ejemplo:
Siguen siendo dañinos para la capa de ozono, aunque mucho menos; como los CFC, contribuyen significativamente al calentamiento global y, al menos al principio de su producción, resultan más caros. Pero responden a una necesidad inmediata: la protección de la capa de ozono. Los HCFC fueron desarrollados por DuPont, si bien después de los descubrimientos efectuados en la bahía de Halley, o eso jura la empresa.
El bromo es, átomo por átomo, al menos cuarenta veces más activo en la destrucción del ozono estratosférico que el cloro. Por fortuna, resulta mucho más raro que éste. Llega a la atmósfera en halones empleados como extintores de incendios, y en el bromuro de metilo, empleado para fumigar la tierra y el grano almacenado. Entre 1994 y 1996 las naciones industrializadas acordaron reducir progresivamente la producción de estas sustancias a partir de este último año, pero sin suprimirla del todo hasta el 2030. Dado que no existen sustitutos para los halones, puede surgir la tentación de seguir empleándolos, prohibidos o no. Mientras tanto, un importante reto tecnológico consiste en hallar una solución a largo plazo mejor que los HCFC, quizás otra brillante síntesis de una nueva molécula, o bien algo completamente distinto (por ejemplo, frigoríficos acústicos carentes de fluidos portadores de peligros sutiles). Aquí hay sitio para la invención y la creatividad. Tanto las ventajas económicas como el beneficio a largo plazo para las especies y el planeta serían considerables. Me gustaría ver empeñada en afán tan meritorio la enorme destreza técnica invertida en los laboratorios de armas nucleares, ahora moribundos tras el final de la guerra fría. Me gustaría saber de ayudas generosas y premios irresistibles para la invención de maneras convenientes, seguras y razonablemente baratas de producir acondicionadores de aire y frigoríficos cuya fabricación resulte accesible también a las naciones en vías de desarrollo.