Al mismo tiempo se redujo drásticamente (en cerca del 90 %) el apoyo federal a las alternativas de los combustibles fósiles y la energía nuclear. Durante las administraciones Reagan y Bush se mantuvieron las cuantiosas ayudas oficiales (incluyendo grandes desgravaciones fiscales) a las industrias de combustibles fósiles y nucleares. En esta lista de prestaciones se puede incluir, en mi opinión, la guerra del Golfo Pérsico de 1991. Aunque en ese periodo hubo algunos progresos técnicos en las energías alternativas —a los que contribuyó bien poco el Gobierno estadounidense—, esencialmente perdimos 12 años. Dado que los gases invernadero se acumulan a gran velocidad en la atmósfera y sus efectos persistirán, no teníamos 12 años que perder. Hoy vuelve a aumentar la ayuda oficial a las fuentes de energía alternativas, pero con mucha parsimonia. Sigo esperando a que un presidente vuelva a colocar un convertidor de energía solar en el tejado de la Casa Blanca.
A finales de los años setenta se instauró una desgravación fiscal para fomentar la instalación de calentadores térmicos solares en los hogares. Incluso en zonas donde el cielo permanece nublado durante gran parte del año, los propietarios que se aprovecharon de la reducción cuentan ahora con agua caliente en abundancia por la que no tienen que pagar un solo centavo. La inversión inicial se amortizó en unos cinco años. La administración Reagan eliminó la desgravación fiscal.
Hay toda una gama de otras tecnologías alternativas. El calor terrestre genera electricidad en Italia, Nueva Zelanda y el estado de Idaho.
Siete mil quinientas turbinas accionadas por el viento producen electricidad en el puerto de Altamont, California. En Traverse City, Michigan, los consumidores pagan unos precios algo mas altos por energía eléctrica de origen eólico para evitar la contaminación ambiental de las centrales térmicas. Muchos otros residentes están en lista de espera para firmar esos contratos. Considerando los costes ambientales, la electricidad generada por el viento es ahora más barata que la producida quemando carbón. Se estima que la totalidad de la electricidad consumida en Estados Unidos podría provenir de turbinas emplazadas en la décima parte más ventosa de su superficie (principalmente en tierras de explotación ganadera y agrícola). Por añadidura, el combustible elaborado a partir de las plantas verdes («conversión de biomasa») podría sustituir al petróleo sin incrementar el efecto invernadero, porque la vegetación extraería CO
2
del aire antes de ser transformada en combustible.
Desde muchos puntos de vista, sin embargo, pienso que deberíamos desarrollar y apoyar la conversión directa e indirecta de la luz solar en electricidad. La energía solar es inagotable y ampliamente accesible (excepto en comarcas muy nubosas, como la parte alta del estado de Nueva York, donde resido); su conversión requiere pocas piezas móviles y un mantenimiento mínimo, y no genera ni gases invernadero ni desechos radiactivos.
Existe una tecnología solar empleada en todas partes: las centrales hidroeléctricas. El agua se evapora por la acción del calor del Sol, cae en forma de lluvia sobre las tierras altas, desciende en forma de río, llega a una presa y allí mueve una turbina que genera electricidad. El problema es que no hay en el planeta suficientes ríos rápidos, y en muchos países los que resultan accesibles no bastan para satisfacer las necesidades energéticas.
Los automóviles impulsados con energía solar han competido ya en carreras de larga distancia. La energía solar podría emplearse para producir hidrógeno a partir del agua; quemado, el hidrógeno sencillamente regenera agua. Existen desiertos muy grandes en el mundo que podrían aprovecharse de modo ecológicamente responsable para captar luz solar. La energía eléctrico-solar o «fotovoltaica» es utilizada de manera habitual desde hace décadas en las naves espaciales que orbitan en torno a la Tierra o surcan el sistema solar interior. Los fotones inciden sobre la superficie de la célula fotoeléctrica y despiden electrones cuyo flujo acumulativo crea una corriente eléctrica. Se trata de tecnologías prácticas ya en funcionamiento.
¿Cuándo, si es que llega ese momento, la tecnología eléctrico-solar o térmico-solar estará en condiciones de competir con los combustibles fósiles en la producción de electricidad para hogares y oficinas? Las estimaciones modernas, incluyendo las del Departamento de Energía estadounidense, indican que la tecnología solar se pondrá a la altura de los combustibles fósiles en la primera década del siglo que viene. Esto es lo bastante pronto para marcar una diferencia significativa. De hecho, la situación es mucho más favorable. Cuando se comparan costes, se manejan dos clases de libro de contabilidad: uno dedicado al consumo público y otro que revela los costes reales. El del petróleo crudo ha sido en los últimos años de unos veinte dólares por barril. Pero hay que tener en cuenta que se han destinado fuerzas militares norteamericanas para proteger las fuentes extranjeras de petróleo y se ha otorgado una considerable ayuda exterior a algunas naciones suministradoras. ¿Por qué pretender que esto no forma parte del coste? En razón de nuestro apetito de crudo, seguimos soportando vertidos petrolíferos ecológicamente desastrosos (como el del
Exxon Valdez).
¿Por qué empeñarnos en negar que eso no forma parte del coste del crudo? Si añadimos tales gastos adicionales, el precio estimado asciende a unos ochenta dólares por barril. Si sumamos los costes medioambientales que tanto a escala local como global supone el empleo de ese petróleo, el auténtico precio podría llegar a centenares de dólares por barril; eso sin contar cuando la protección del crudo suscita una guerra como la del Golfo Pérsico, pues entonces el coste asciende todavía más, y no sólo en dólares.
Siempre que se pretende una estimación justa de costes y beneficios, resulta evidente que para muchos fines la energía solar (junto con el viento y otros recursos renovables) es ya mucho más barata que el carbón, el petróleo o el gas natural. Estados Unidos y las demás naciones industrializadas deberían estar invirtiendo grandes sumas en el perfeccionamiento de la tecnología solar y en la instalación de grandes conjuntos de convertidores solares. Sin embargo, todo el presupuesto anual del Departamento de Energía para esta tecnología equivale al precio de uno o dos aviones de gran rendimiento destacados en el exterior para proteger fuentes de petróleo.
La inversión actual en la eficiencia de los combustibles fósiles o en fuentes alternativas de energía supondrá beneficios en los próximos años. El problema es que, como ya he mencionado, la industria, los consumidores y los políticos a menudo parecen pensar sólo en el aquí y ahora. Mientras tanto, empresas norteamericanas precursoras en el uso de la energía solar son vendidas a firmas extranjeras. En España, Italia, Alemania y Japón funcionan ya centrales eléctricas solares.
En contraste, la mayor central comercial norteamericana de energía solar, instalada en el desierto de Mojave, sólo genera unos pocos centenares de megavatios que vende a la Edison del sur de California. En todo el mundo, los planificadores de servicios rehuyen las inversiones en turbinas eólicas y generadores solares.
Hay, empero, algunos signos alentadores. Los pequeños electrodomésticos solares de fabricación norteamericana comienzan a dominar el mercado mundial. (De las tres empresas principales, dos son controladas por Alemania y Japón; la tercera por firmas petroleras estadounidenses.) Hay pastores tibetanos que emplean paneles solares para proporcionar energía a bombillas y aparatos de radio; en sus expediciones a través del desierto, algunos médicos somalíes disponen de paneles solares en sus camellos para mantener frías sus preciosas vacunas; en India, la energía solar suministra electricidad a 50.000 hogares. Puesto que estos sistemas están al alcance de la clase media baja de los países en vías de desarrollo y casi no exigen mantenimiento, el mercado potencial de la electrificación solar rural es enorme.
Podríamos y deberíamos hacer más. El Gobierno federal tendría que asumir un gran compromiso en el desarrollo de esta tecnología, y deberían existir incentivos para que científicos e inventores se adentraran en este campo semidespoblado. ¿Por qué se cita tan a menudo la «independencia energética» como justificación de los peligros para el medio ambiente que suponen las centrales nucleares o las perforaciones petrolíferas en aguas costeras pero rara vez a la hora de promover el aislamiento, automóviles más eficientes o la energía eólica y solar? Cabe, además, emplear muchas de estas nuevas tecnologías en el Tercer Mundo con el objeto de mejorar su industria y sus niveles de vida sin que se cometan los errores del mundo desarrollado. Si Norteamérica pretende situarse a la cabeza en nuevas industrias básicas, he aquí una a punto de despegar.
Tal vez sea posible desarrollar rápidamente estas alternativas dentro de una auténtica economía de libre mercado. De otro modo, cabría pensar en una pequeña imposición fiscal sobre los combustibles fósiles, destinada al desarrollo de tecnologías alternativas. Gran Bretaña estableció en 1991 un «gravamen en favor de combustibles no fósiles» equivalente al 11 % del precio de compra. Sólo en Estados Unidos, este impuesto equivaldría anualmente a muchos miles de millones de dólares anuales. Pero entre 1993 y 1996 el presidente Clinton ni siquiera consiguió que se aprobase una legislación que imponía un gravamen de 1,3 centavos por litro de gasolina. Tal vez las futuras administraciones logren hacerlo mejor.
Mi esperanza es que se introduzcan paulatinamente y a un ritmo respetable las tecnologías de paneles solares, turbinas eólicas, conversión de biomasa y empleo del hidrógeno como combustible, al tiempo que aumentamos considerablemente la eficiencia en el consumo de combustibles fósiles. Nadie habla de prescindir de éstos por completo. Es improbable que las necesidades energéticas de la industria pesada —para la fabricación de acero y aluminio, por ejemplo— puedan ser satisfechas por la luz solar o las centrales eólicas, pero si somos capaces de reducir en la mitad o más nuestra dependencia de los combustibles fósiles, habremos conseguido algo muy importante. Si bien no es verosímil que aparezcan pronto tecnologías muy distintas para hacer frente al calentamiento global, tal vez en algún momento del siglo XXI sea accesible una nueva tecnología barata y limpia que no genere gases invernadero, algo que pueda hacerse y mantenerse en países pequeños y pobres de todo el mundo.
Cabe preguntarse si no existe ningún medio de sacar de la atmósfera dióxido de carbono, de enmendar parte del daño que hemos infligido. La única forma de atenuar el efecto invernadero que parece al mismo tiempo segura y fiable consiste en plantar árboles. Al crecer, los árboles eliminan CO, del aire. Ahora bien, todo se vendría abajo si después los quemáramos, lo cual equivaldría precisamente a destruir el beneficio que buscábamos. Los árboles ya crecidos pueden servir, por ejemplo, para construir casas y muebles; o sencillamente pueden enterrarse. Sin embargo, la superficie del planeta que deberíamos repoblar para que los nuevos árboles representasen una contribución significativa es enorme, aproximadamente el área de Estados Unidos. Una tarea tal sólo es factible si toda la especie humana se pone a ello. Ésta, por el contrario, destruye cada segundo casi media hectárea de bosque. Cualquiera puede plantar árboles: individuos, naciones y corporaciones, pero sobre todo estas últimas. La empresa Applied Energy Services de Arlington, Virginia, ha construido en Connecticut una central térmica que quema carbón, pero también está plantando en Guatemala árboles que eliminarán de la atmósfera más dióxido de carbono del que la nueva central inyectará en toda su vida operativa. ¿Acaso las compañías madereras no deberían plantar más bosques —preferiblemente especies de crecimiento rápido y frondosas, más útiles para la atenuación del efecto invernadero— que los que talan? ¿Qué decir de las industrias del carbón, petroleras, del gas natural y automovilísticas? ¿No habría que exigir de cada empresa que vierta CO
2
en la atmósfera que también se encargue de paliar sus efectos? ¿No debería hacerlo cada ciudadano? ¿Por qué no plantar árboles en Navidad, o en los cumpleaños, bodas y aniversarios? Nuestros antepasados vinieron de los árboles, con los que tenemos una afinidad natural. Es perfectamente apropiado que plantemos más.
Al desenterrar y quemar sistemáticamente los cadáveres de antiguos seres, nos hemos creado un problema. Podemos aliviar el peligro mejorando la eficiencia de su uso, invirtiendo en tecnologías alternativas (como los combustibles biológicos y la energía eólica y solar) y dando vida a algunas de las mismas clases de seres cuyos restos, antiguos o modernos, quemamos (los árboles). Estas actuaciones nos proporcionarían toda una serie de ventajas adicionales: la purificación del aire, la reducción o eliminación de los vertidos petrolíferos, el desarrollo de nuevas tecnologías, nuevos puestos de trabajo y nuevos beneficios, la independencia energética, permitir a Estados Unidos y otras naciones industrializadas dependientes del petróleo que aparten del peligro a sus hijos e hijas bajo bandera, y la reorientación de buena parte de los presupuestos militares hacia la economía civil productiva.
Pese a la continuada resistencia de las industrias ligadas a los combustibles fósiles, un sector empresarial sí ha empezado a tomarse muy en serio el calentamiento global: las compañías de seguros. Las tormentas violentas y otros fenómenos meteorológicos extremos vinculados al efecto invernadero (inundaciones, sequías, etc.) pueden «llevarnos a la bancarrota», en palabras del presidente de la Asociación de Aseguradores Norteamericanos. En mayo de 1996, citando el hecho de que el 6% de los peores desastres naturales de la historia de Estados Unidos se produjo durante la pasada década, un consorcio de compañías de seguros patrocinó una investigación sobre el calentamiento global como causa potencial. Aseguradoras alemanas y suizas han promovido medidas para la reducción del vertido de gases invernadero. La Alianza de Pequeños Estados Isleños ha apelado a las naciones industrializadas para que hacia el año 2005 reduzcan sus emisiones de gases invernadero hasta un 20 % por debajo de los niveles de 1990 (entre 1990 y 1995 la emisión mundial de CO
2
se incrementó en un 12 %). En otras industrias existe una nueva inquietud, al menos teórica, acerca de la responsabilidad medioambiental, que refleja una abrumadora tendencia de la opinión pública en (y hasta cierto punto más allá de) el mundo desarrollado.