«El calentamiento global es un problema serio que probablemente plantea una amenaza grave a los cimientos mismos de la vida humana», ha declarado el estado japonés, anunciando que para el año 2000 se estabilizarían sus emisiones de gases invernadero. Suecia comunicó que para el año 2010 habrá reducido a la mitad su producción de energía nuclear, y en un 30 % las emisiones de CO
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de sus industrias mediante el incremento de la eficiencia y la introducción de nuevas fuentes de energía renovables; y espera ahorrar dinero en este proceso. John Selwyn Gummer, secretario británico de Medio Ambiente, declaró en 1996: «Aceptamos, como comunidad mundial, que tiene que haber reglas a escala global.» Sin embargo, existe una considerable resistencia. Las naciones de la OPEP siguen resistiéndose a la reducción de las emisiones de CO
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porque esto les privaría de una parte de sus ingresos. Rusia y muchos países en vías de desarrollo se oponen porque constituiría un gran impedimento a su industrialización. Estados Unidos es la única gran nación industrializada que no ha adoptado medidas significativas para contrarrestar el efecto invernadero; mientras otros países actúan, el gobierno estadounidense designa comisiones y apremia a las industrias afectadas a adoptar disposiciones voluntarias en contra de sus propios intereses a corto plazo. Obrar con eficacia en esta cuestión será, desde luego, más difícil que aplicar el Protocolo de Montreal y sus enmiendas sobre los CFC. Las industrias afectadas son mucho más poderosas, el coste del cambio es muy superior, y todavía no existe nada tan espectacular con respecto al calentamiento global como el agujero de la capa de ozono sobre la Antártida. Tendrán que ser los ciudadanos quienes eduquen a industrias y gobiernos.
Carentes de conciencia, las moléculas de CO
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son incapaces de comprender la profunda idea de soberanía nacional.
El viento sencillamente las arrastra. Pueden ser producidas en un sitio y acabar en otro. El planeta constituye una unidad. Sean cuales fueren las diferencias ideológicas y culturales, las naciones del mundo deben trabajar unidas; de otra manera no habrá solución para el efecto invernadero y los demás problemas medioambientales globales. Dentro de este invernadero estamos todos unidos.
En abril de 1993, el presidente Bill Clinton se comprometió al fin a que Estados Unidos hiciese algo a lo que se había negado la administración Bush: unirse a unas 150 naciones en la firma de los protocolos de la Cumbre de la Tierra celebrada el año anterior en Río de Janeiro. Más concretamente, Estados Unidos prometió que para el año 2000 reduciría su cota de emisión de dióxido de carbono y otros gases invernadero a los niveles de 1990 (ya de por sí bastante altos, pero al menos se trata de un paso en la dirección adecuada). No será fácil que esta promesa se cumpla. Estados Unidos se comprometió asimismo a dar algunos pasos para la protección de la diversidad biológica en una variedad de ecosistemas planetarios.
No podemos insistir sin riesgo en un insensato desarrollo tecnológico, desdeñando por completo las consecuencias. Tenemos el poder suficiente para encauzarlo, para orientarlo en beneficio de todo el mundo. Tal vez haya un lejano horizonte de esperanza en estos problemas medioambientales globales, porque nos obligan, querámoslo o no, a adoptar una nueva forma de pensar que antepone el bienestar del género humano a los intereses nacionales y empresariales. Somos una especie ingeniosa a la hora de abrirnos camino y sabemos qué hay que hacer. A menos que resultemos mucho más estúpidos de lo que creo, de las crisis medioambientales de nuestro tiempo debería surgir una integración de las naciones y las generaciones, e incluso el final de nuestra larga infancia.
Hacia el primer día, todos señalábamos a nuestros países. Hacia el tercero o el cuarto, señalábamos a nuestros continentes. Para el quinto día, ya éramos conscientes de que sólo hay una Tierra.
Príncipe sultán Bin Salmón Al-Saud,
Astronauta de Arabia Saudí
L
A INTELIGENCIA Y LA FABRICACIÓN DE ÚTILES CONSTITUYERON NUESTRA FUERZA DESDE EL PRINCIPIO
. Supimos emplear esos talentos para compensar la escasez de dotes naturales —velocidad, venenos, capacidad de vuelo y demás— otorgadas con generosidad a otros animales y que nos fueron cruelmente negadas (o al menos eso parecía). Desde la época del dominio del fuego y la fabricación de herramientas de piedra se hizo obvio que nuestras destrezas podían ser empleadas para el mal tanto como para el bien, pero sólo en época muy reciente hemos caído en la cuenta de que incluso la utilización benigna de nuestra inteligencia y nuestras herramientas puede ponernos en peligro, porque no somos lo bastante listos para prever todas las repercusiones.
Ahora ocupamos toda la Tierra. Tenemos bases en la Antártida, visitamos las profundidades oceánicas, incluso 12 de nosotros se han paseado por la Luna. Somos ya 6.000 millones y nuestro número aumenta el equivalente de la población de China cada década. Hemos sometido a los demás animales y las plantas (aunque hayamos tenido menos éxito con los microbios). Hemos domesticado y sometido muchos organismos. Según ciertos criterios, nos hemos convertido en la especie dominante de la Tierra.
Casi a cada paso, sin embargo, hemos prestado más atención a lo local que a lo global, más a lo inmediato que a las consecuencias a largo plazo. Hemos destruido los bosques, erosionado la superficie del planeta, alterado la composición de la atmósfera, debilitado la capa protectora de ozono, trastornado el clima, emponzoñado el aire y las aguas y conseguido que los más depauperados padecieran más que nadie la degradación ambiental. Nos hemos convertido en predadores de la biosfera, poseídos de arrogancia, siempre dispuestos a conseguir todo sin dar nada a cambio. Ahora mismo somos un peligro para nosotros mismos y para los seres con los que compartimos el planeta.
La agresión al entorno global no es responsabilidad exclusiva de empresarios empujados por el afán de lucro y de políticos miopes y corruptos. Todos tenemos parte de culpa.
La comunidad de los científicos ha desempeñado un papel crucial. Muchos ni siquiera nos detuvimos a reflexionar sobre las consecuencias a largo plazo de nuestras invenciones. Nos mostramos harto dispuestos a entregar poderes devastadores en manos del mejor postor y de los funcionarios de cualquier nación de residencia. Desde sus mismos comienzos, la filosofía y la ciencia siempre se revelaron ansiosas, según palabras de Rene Descartes, de «hacernos dueños y poseedores de la naturaleza», de emplear la ciencia, como dijo Francis Bacon, para colocar toda la naturaleza «al servicio del hombre». Bacon se refirió al «hombre» como ejerciente de un «derecho sobre la naturaleza». Aristóteles escribió que «la naturaleza ha creado todos los animales en beneficio del hombre». Immanuel Kant, por su parte, afirmó que «sin el hombre la creación entera sería un simple yermo, algo en vano». No hace mucho aún oíamos hablar de «conquistar» la naturaleza y de la «conquista» del espacio, como si la naturaleza y el cosmos fuesen enemigos a vencer.
La comunidad religiosa también ha desempeñado un papel crucial. Las confesiones occidentales mantuvieron que, al igual que debemos someternos a Dios, así debe someterse a nosotros el resto de la creación. Especialmente en la época moderna, parece ser que nos hemos consagrado más a este segundo empeño que al primero. En el mundo real y palpable, tal como se revela en lo que hacemos y no en lo que decimos, muchos seres humanos parecen aspirar a ser los señores de la creación (con una ocasional reverencia, tal como exigen las convenciones sociales, a los dioses del momento). Descartes y Bacon fueron influidos profundamente por la religión. La noción de «nosotros contra la naturaleza» es un legado de las tradiciones religiosas. En el Libro del Génesis, Dios otorga a los seres humanos «el dominio [...] sobre todo ser vivo» e infunde en «cada bestia» el «espanto» y «el temor» hacia nosotros. Se apremia al hombre a «someter» la naturaleza, y ese término es traducción de una palabra hebrea con fuertes connotaciones militares. Hay mucho más en esta línea dentro de la Biblia y la tradición cristiana medieval de la que emergió la ciencia moderna. El Islam, por el contrario, no se muestra inclinado a declarar enemiga a la naturaleza.
Claro está que tanto la ciencia como la religión son estructuras complejas y de múltiples capas que abarcan muchas opiniones diferentes e incluso contradictorias. Fueron científicos los que descubrieron y denunciaron las crisis medioambientales, y ha habido científicos que, a un precio muy alto para sí mismos, se negaron a trabajar en invenciones que pudieran perjudicar a sus semejantes. Por otra parte, fue la religión la primera en expresar el imperativo de reverenciar a los seres vivos.
Cierto que no hay en la tradición judeo-cristiano-musulmana nada que se aproxime al aprecio por la naturaleza de la tradición hindú-budista-jainista o de los indios norteamericanos. Tanto la religión como la ciencia occidentales insistieron en afirmar que la naturaleza no es la historia sino el escenario, y que constituye un sacrilegio considerar sagrada la naturaleza.
Existe, sin embargo, un claro contrapunto religioso: el mundo natural es una creación de Dios, cuyo propósito no es la glorificación del hombre y que, en consecuencia, merece respeto y atención por sí mismo y no simplemente porque nos resulte útil. En tiempos recientes ha surgido, además, la patética metáfora de la «administración», la idea de que los seres humanos son los celadores de la Tierra, que ésa es su misión y que deben rendir cuentas ante el «propietario» ahora y en un futuro indefinido.
Durante 4.000 millones de años la vida en la Tierra se las arregló bastante bien sin «celadores». Trilobites y dinosaurios, que permanecieron aquí durante más de 100 millones de años, tal vez encontrarían graciosa la idea de que una especie que sólo lleva aquí una milésima de ese tiempo decida autoerigirse en guardiana de la vida en la Tierra. Esa especie se encuentra en peligro. Se necesitan celadores humanos para proteger a la Tierra de los hombres.
Los métodos y el carácter de la ciencia y de la religión son profundamente diferentes. Con frecuencia la religión nos exige creer sin dudar, incluso (o sobre todo) en ausencia de una prueba concluyente. Ésta es la significación crucial de la fe. La ciencia, en cambio, nos exige que no aceptemos nada como artículo de fe, que desconfiemos de nuestra inclinación al autoengaño, que rechacemos las pruebas anecdóticas. La ciencia considera el escepticismo como virtud fundamental. La religión suele verlo como una barrera a la iluminación. Así, durante siglos ha existido un conflicto entre los dos campos: los descubrimientos de la ciencia planteaban retos a los dogmas religiosos, y la religión trataba de suprimir hallazgos inquietantes o hacer caso omiso de ellos.
Pero los tiempos han cambiado. Muchas religiones aceptan ahora de buen grado la idea de una Tierra que gira alrededor del Sol y que cuenta con 4.500 millones de años de edad, de la evolución y otros descubrimientos de la ciencia moderna. El papa Juan Pablo II ha dicho: «La ciencia puede purificar la religión del error y la superstición; la religión puede purificar la ciencia de la idolatría y los falsos absolutos. Cada una es capaz de conducir a la otra a un mundo más amplio, un mundo donde ambas puedan florecer... Es preciso alentar y alimentar los ministerios integradores.»
En nada resulta esto tan evidente como en la actual crisis medioambiental. Sea de quien fuere la responsabilidad principal, no hay manera de superarla sin comprender los peligros y sus mecanismos, y sin una dedicación profunda al bienestar a largo plazo de nuestra especie y de nuestro planeta; es decir, sin la intervención crucial de la ciencia y de la religión.
He tenido la suerte de participar en una extraordinaria sucesión de reuniones entre dirigentes de las diversas religiones del planeta, científicos y legisladores de muchas naciones para tratar de abordar la cada vez más seria crisis medioambiental global.
Representantes de casi cien naciones acudieron a Oxford en abril de 1988 y a Moscú en enero de 1990 para asistir a las conferencias del «Foro Global de Líderes Espirituales y Parlamentarios». De pie bajo una enorme fotografía de la Tierra vista desde el espacio, contemplé una abigarrada y variopinta representación de la maravillosa variedad de nuestra especie: la madre Teresa y el cardenal arzobispo de Viena, el arzobispo de Canterbury, los grandes rabinos de Rumania y Gran Bretaña, el Gran Mufti de Siria, el metropolitano de Moscú, un anciano de la nación onondaga, el sumo sacerdote del Bosque Sagrado de Togo, el Dalai Lama, clérigos jainistas resplandecientes en sus blancos hábitos, sijs tocados con turbantes, swamis hindúes, monjes budistas, sacerdotes sintoístas, protestantes evangélicos, el primado de la Iglesia armenia, un «Buda viviente» de China, los obispos de Estocolmo y Harare, los metropolitanos de las iglesias ortodoxas y el jefe de jefes de las seis naciones de la Confederación Iroquesa; y con ellos el secretario general de Naciones Unidas, el primer ministro de Noruega, la fundadora de un movimiento feminista para la repoblación forestal de Kenya, el presidente del World Watch Institute, los dirigentes de la UNICEF, el Fondo para la Población y la UNESCO, el ministro soviético de Medio Ambiente y parlamentarios de docenas de naciones, incluyendo senadores, miembros de la Cámara de Representantes y un futuro vicepresidente de Estados Unidos. Estas reuniones fueron fundamentalmente organizadas por una sola persona, Akio Matsumura, ex funcionario de Naciones Unidas.
Recuerdo los 1.300 delegados congregados en el salón de San Jorge del Kremlin para escuchar un discurso de Mijáil Gorbachov. Abrió la sesión un venerable monje védico, representante de una de las tradiciones religiosas más antiguas de la Tierra, invitando a la multitud a entonar la sílaba sagrada «om». Creo que el entonces ministro de Asuntos Exteriores soviético, Eduard Shevardnadze, lo hizo, pero Mijáil Gorbachov se abstuvo (cerca se alzaba una imponente estatua de Lenin, de color lechoso y con la mano extendida).
Al anochecer de aquel mismo viernes 10 delegados judíos que se encontraban en el Kremlin celebraron un servicio, el primero de la religión mosaica que tenía lugar allí. Recuerdo al Gran Mufti de Siria recalcando, para sorpresa y satisfacción de muchos, la importancia en el Islam de «un control de la natalidad para el bienestar mundial, sin explotarlo a expensas de una nacionalidad sobre otra». Varios oradores citaron este proverbio de los indios norteamericanos: «No hemos heredado la Tierra de nuestros antepasados, la tenemos en préstamo de nuestros hijos.»