Una vez que varios jugadores emplean la regla de tal para cual, progresan juntos. Para triunfar, los estrategas de tal para cual tienen que encontrar otros dispuestos a hacer lo mismo y con los que puedan cooperar. Tras un primer torneo en el que inesperadamente ganó la regla de bronce, algunos expertos creyeron que la estrategia era demasiado clemente. En el torneo siguiente trataron de explotarla desertando más a menudo. Siempre perdieron. Incluso estrategas experimentados tendían a subestimar el poder del perdón y la reconciliación. La estrategia de tal para cual supone una mezcla interesante de inclinaciones: amistad inicial, disposición a perdonar y represalia audaz. Axelrod ha descrito la superioridad de la regla de tal para cual en tales torneos.
Cabe hallar algo semejante en todo el reino animal, y ha sido estudiado en nuestros parientes más próximos, los chimpancés. Esta conducta recibe el nombre de «altruismo recíproco», y ha sido descrita por el biólogo Robert Trivers. Los animales pueden hacer favores a otros ante la expectativa de que se los devuelvan (no siempre, pero sí con la frecuencia suficiente para que resulte útil). No puede decirse que se trate de una estrategia moral invariable, pero tampoco resulta infrecuente. No es necesario, pues, debatir la antigüedad de las reglas de oro, plata y bronce o la de tal para cual, y la prioridad de las prescripciones morales del
Levítico.
Las normas éticas de este género no fueron inventadas por algún legislador humano iluminado. Se remontan a un tiempo muy remoto en el pasado evolutivo. Estaban presentes en nuestro linaje ancestral desde antes que fuéramos humanos.
El dilema del preso es un juego muy simple. La vida real resulta considerablemente más compleja. ¿Es más probable que mi padre consiga una manzana si entrega la nuestra al hombre de los lápices? No la conseguirá de ese individuo, al que jamás volveremos a ver. Ahora bien, ¿es posible que la multiplicación de actos de caridad mejore la economía y que mi padre consiga así un aumento de sueldo? ¿O entregamos la manzana buscando gratificaciones emocionales y no económicas? Además, y a diferencia de los participantes en una partida ideal del dilema del preso, los seres humanos y las naciones entablan sus interacciones con ciertas predisposiciones, tanto hereditarias como culturales.
Las lecciones cruciales en un torneo no demasiado prolongado del dilema del preso tienen que ver son su claridad estratégica, con la naturaleza autodestructiva de la envidia, con la primacía de los objetivos a largo plazo sobre los beneficios a corto plazo, con los peligros tanto de la tiranía como de la demagogia, y, sobre todo, con el tratamiento experimental de la cuestión de las normas de conducta. La teoría de juegos sugiere también que un amplio conocimiento de la historia constituye una herramienta clave para la supervivencia.
CUADRO DE REGLAS DE COMPORTAMIENTO PROPUESTAS
Este discurso fue pronunciado el 3 de julio de 1988, ante unas 30.000 personas, con motivo del 125.° aniversario de la batalla de Gettysburg y la nueva consagración del cementerio de la Paz de la Luz Eterna, en el Parque Militar Nacional de Gettysburg, Pennsylvania. Cada cuarto de siglo, el cementerio de la Paz es objeto de una nueva dedicatoria; los presidentes Wilson, Franklin Roosevelt y Eisenhower fueron los oradores anteriores.
De
Lend Me Your Ears: Great Speeches in History,
seleccionados y presentados por William Safire, Nueva York, W. W. Norton, 1992
Aquí murieron o fueron heridos 51.000 seres humanos, antepasados de algunos de nosotros, hermanos de todos. Éste fue el primer ejemplo de una guerra plenamente industrializada, con armas producidas por máquinas y transporte ferroviario de hombres y equipos. Representó el primer atisbo de una época que había de llegar, la nuestra; un indicio de lo que podía ser capaz la tecnología con fines bélicos. Aquí se empleó el nuevo fusil Spencer de repetición. En mayo de 1863, un globo de reconocimiento del ejército del Potomac detectó movimientos de tropas confederadas al otro lado del río Rappahannock, el comienzo de la campaña que condujo a la batalla de Gettysburg. Ese globo era un precursor de las fuerzas aéreas, los bombarderos estratégicos y los satélites de reconocimiento.
En los tres días que duró la batalla de Gettysburg se emplearon unos cuantos centenares de piezas de artillería. ¿Qué podían hacer? ¿Cómo era entonces la guerra? He aquí las palabras de un testigo ocular, Frank Haskel, de Wisconsin, que combatió en las fuerzas de la Unión, acerca de la pesadilla de las granadas que caían del cielo. Están tomadas de una carta dirigida a su hermano:
Con frecuencia no podíamos ver la granada hasta que estallaba, pero en ocasiones, cuando mirábamos hacia el enemigo por encima de nuestras cabezas, su aproximación era anunciada por un silbido prolongado que siempre se me antojaba como una línea de algo tangible terminada en una esfera negra, tan peculiar al ojo como había sido su sonido al oído. La granada parecía detenerse y quedar suspendida en el aire durante un instante para luego desaparecer entre el fuego, el humo y el ruido [...]. A menos de diez metros de nosotros estalló una entre unos matorrales donde aguardaban sentados tres o cuatro asistentes que cuidaban de los caballos. Mató a dos de los hombres y una cabalgadura.
Éste fue un hecho típico de la batalla de Gettysburg. Algo semejante se repetiría miles de veces. Aquellos proyectiles balísticos, lanzados por cañones que ahora se ven por doquier en este cementerio tenían, en el mejor de los casos, un alcance de pocos kilómetros. La cantidad de explosivo en la más temible de aquellas granadas era de 10 kilos aproximadamente, una centésima de tonelada de TNT. Bastaba para matar unas cuantas personas.
Los explosivos químicos más potentes, empleados 80 años más tarde durante la Segunda Guerra Mundial, fueron las bombas rompe manzanas, así llamadas porque podían destruir todo un bloque de edificios. Lanzadas desde aviones, tras un viaje de centenares de kilómetros, contenían 10 toneladas de TNT, mil veces más que el arma más poderosa de la batalla de Gettysburg. Una rompe manzanas era capaz de matar unas cuantas docenas de personas.
Justo al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos empleó las primeras bombas atómicas para aniquilar dos ciudades japonesas. Cada una de esas armas, lanzadas tras un vuelo de más de 1.500 kilómetros, tenía una potencia equivalente a la de unas 10.000 toneladas de TNT, suficiente para matar a unos cuantos centenares de miles de personas. Una sola bomba.
Pocos años más tarde Estados Unidos y la Unión Soviética desarrollaron las primeras armas termonucleares, las bombas de hidrógeno. Algunas poseían una potencia explosiva equivalente a la de 10 millones de toneladas de TNT, suficientes para matar unos cuantos millones de personas. Una sola bomba. Ahora es posible lanzar armas nucleares estratégicas hacia cualquier lugar del planeta. Toda la Tierra es ya un potencial campo de batalla.
Cada uno de esos triunfos tecnológicos hizo progresar el arte de la muerte en masa en un factor de mil. De Gettysburg a la rompe manzanas, una energía explosiva mil veces mayor, de la rompe manzanas a la bomba atómica, mil veces más, y de la atómica a la bomba de hidrógeno, otras mil veces más. Mil veces mil veces mil son mil millones; en menos de un siglo el arma más temible se ha hecho mil millones de veces más mortal. Sin embargo, nuestra prudencia no ha progresado mil millones de veces en las generaciones desde Gettysburg hasta ahora.
Las almas de los que aquí perecieron juzgarían indecible la carnicería de la que ahora somos capaces. Estados Unidos y la Unión Soviética han minado ya nuestro planeta con casi 60.000 armas nucleares. ¡Sesenta mil! Incluso una pequeña fracción de los arsenales estratégicos podría indiscutiblemente aniquilar a las dos superpotencias contendientes, probablemente destruir la civilización global y quizás hasta extinguir la especie humana. Ninguna nación ni hombre alguno debe tener tal poder. Distribuimos por todo nuestro frágil mundo esos instrumentos del Apocalipsis y lo justificamos diciendo que nos dan seguridad. Es un negocio de locos.
Las 51.000 bajas de Gettysburg representaron un tercio del ejército de la Confederación y una cuarta parte del de la Unión. Todos los que murieron, con una o dos excepciones, eran soldados. La excepción más conocida es la de una mujer que, dentro de su propia casa, se disponía a cocer pan y fue muerta por una bala que atravesó dos puertas; se llamaba Jennie Wade. En una guerra termonuclear global, en cambio, casi todas las bajas serían civiles, hombres, mujeres y niños, incluyendo un vasto número de ciudadanos de naciones que no habrían participado en el enfrentamiento previo a la contienda, muy alejadas de la «zona diana» en la latitud media septentrional. Habría miles de millones de Jennie Wade. Todo el mundo corre ahora ese riesgo.
En Washington hay un monumento dedicado a los norteamericanos que murieron en la más reciente de las grandes guerras estadounidenses, la del Sureste asiático. Allí perecieron 58.000 norteamericanos, cifra no muy diferente de la de las bajas de Gettysburg (ignoro, como con harta frecuencia hacemos, a uno o dos millones de vietnamitas, laosianos y camboyanos que también perecieron en esa contienda). Pensemos en ese monumento oscuro, sombrío, bello, emotivo, impresionante. Piensen en su longitud; en realidad, no mucho mayor que la de una calle suburbana. 58.000 nombres. Imaginemos ahora que seamos tan estúpidos o negligentes como para permitir que haya una conflagración nuclear y que después se construye un monumento similar. ¿Qué longitud debería tener para acoger los nombres de todos los que morirían en una gran guerra nuclear? Cerca de 1.500 kilómetros. Llegaría desde aquí, en Pennsylvania, hasta Missouri. De todas formas, es seguro que no habría nadie para construirlo y pocos quedarían para leer la lista de los caídos.
En 1945, al concluir la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética eran virtualmente invulnerables. Estados Unidos, limitado al este y al oeste por océanos vastos e infranqueables, al norte y al sur por vecinos débiles y amigos, tenía las fuerzas armadas más eficaces y la economía más sólida del planeta. No había nada que temer. Después, construimos armas nucleares junto con sus sistemas de lanzamiento. Iniciamos y alentamos vigorosamente una carrera de armamento con la Unión Soviética. Una vez desencadenada, todos los ciudadanos estadounidenses pusieron sus vidas en manos de los dirigentes de la Unión Soviética. Incluso ahora, tras el final de la guerra fría, tras el final de la Unión Soviética, si Moscú decide que debemos morir, estaremos muertos en 20 minutos. En una simetría casi perfecta, la Unión Soviética poseía en 1945 el mayor ejército en pie de guerra del mundo y carecía de amenazas militares que la inquietaran. Se sumó a Estados Unidos en la carrera nuclear, de manera que en la Rusia de hoy la vida de todos se encuentra en manos de los dirigentes de Estados Unidos. Si Washington decide que deben morir, estarán muertos al cabo de 20 minutos. La existencia de cada norteamericano y de cada ruso depende ahora de una potencia extranjera. Ya dije que éste es un negocio de locos. Nosotros —estadounidenses, rusos— hemos invertido 43 años y un vasto tesoro nacional en hacernos perfectamente vulnerables a un aniquilamiento instantáneo. Lo hemos hecho en nombre del patriotismo y de la «seguridad nacional», así que nadie está al parecer autorizado a discutirlo.
Dos meses antes de Gettysburg, el 3 de mayo de 1863, la Confederación logró una victoria en la batalla de Chancellorsville. En la noche de luna que siguió al choque, cuando el general Stonewall Jackson y su estado mayor regresaban a las líneas de los confederados fueron confundidos con la caballería de la Unión. Jackson resultó herido de muerte por dos balas debido a un error de sus propios soldados.
Cometemos errores. Matamos a los nuestros.
Hay quienes afirman que, puesto que no se ha producido todavía una guerra nuclear accidental, tienen que ser adecuadas las precauciones adoptadas para evitarla. Sin embargo, aún no hace tres años fuimos testigos de los desastres del transbordador espacial
Challenger y
de la central nuclear de Chernobil, dos sistemas de alta tecnología, uno norteamericano, otro soviético, en los que se habían invertido enormes cantidades de prestigio nacional. Había razones apremiantes para prevenir esos desastres. En los años anteriores, funcionarios de ambas naciones afirmaron con seguridad que no podían suceder accidentes de ese tipo. No temamos por qué preocuparnos. Los expertos no permitirían que se produjera un accidente. Desde entonces hemos aprendido que esas seguridades no valen gran cosa.
Cometemos errores. Matamos a los nuestros.
Éste es el siglo de Hitler y de Stalin, prueba —si es que se requiere alguna— de que unos locos pueden apoderarse de las riendas del poder en los modernos estados industriales. Si admitimos un mundo con casi 60.000 armas nucleares, estamos apostando nuestra vida a la afirmación de que ningún dirigente presente o futuro, militar o civil de Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia, China, Israel, India, Pakistán, Sudáfrica y cualesquiera otras potencias nucleares que pueda haber, se apartará de las normas más estrictas de prudencia. Nos fiamos de su cordura y sobriedad, incluso en momentos de gran crisis personal y nacional; de las de todos y cada uno, para siempre. Creo que es pedirnos demasiado. Porque cometemos errores. Matamos a los nuestros.
La carrera de las armas nucleares y la concomitante guerra fría cuestan algo. No nos salen gratis. ¿Cuál ha sido el precio de la guerra fría, aparte de privar a la economía civil de inmensos recursos fiscales e intelectuales, y del coste psíquico de vivir bajo la espada de Damocles?
Entre el comienzo de la guerra fría en 1946 y su final en 1989, Estados Unidos invirtió más de 10 billones de dólares (de 1989) en su enfrentamiento global con la Unión Soviética. De esta suma, una tercera parte, como mínimo, fue gastada por la administración Reagan, que incrementó la deuda nacional más que todos los anteriores gobiernos desde la época de George Washington. Al comienzo de la guerra fría, y en cualquier aspecto significativo, la nación resultaba intocable para cualquier fuerza militar extranjera. Ahora, tras el gasto de este inmenso tesoro nacional (y a pesar de que haya concluido la guerra fría), Estados Unidos es vulnerable a un aniquilamiento virtualmente instantáneo.