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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (13 page)

BOOK: Matadero Cinco
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Los tralfamadorianos intentaron dar a Billy una clave para que pudiera imaginar el sexo en la dimensión invisible. Le dijeron que no sería posible la existencia de bebés terrícolas si no hubiera homosexuales varones, pero que sí lo sería sin la existencia de homosexuales hembras; que no existirían los bebés sin mujeres de más de sesenta y cinco años, pero sí aunque no hubiera hombres de más de esa edad; que no podría haber bebés si otros no hubieran sobrevivido a su nacimiento más de una hora. Etcétera.

Nada de todo esto tenía sentido para Billy.

Muchas de las cosas que Billy decía tampoco tenían sentido para los tralfamadorianos. Por ejemplo, les era imposible imaginar lo que el tiempo representaba para él. Billy había renunciado a explicárselo y el guía se las arreglaba lo mejor que podía. Este pidió a la multitud que se imaginaran una cadena montañosa vista desde un desierto en un día despejado. Podrían ver un pico, una nube, un pájaro, una piedra e incluso un precipicio que estuviera tras las rocas. Pero con los pobres terrícolas no sucedía así. Ellos tenían la cabeza metida dentro de una dura coraza y no podían moverla. Sólo contaban con un pobre orificio por el que mirar, y aun de ese orificio partía un tubo de casi dos metros de longitud.

En tan triste comparación, todo lo narrado no era más que el principio de las desdichas de Billy. Así pues, vivía encerrado en una celosía de acero situada sobre un vagón y de la que sólo salía, bien encajado, aquel largo tubo. Todo lo que Billy podía ver eran las pequeñas porciones de espacio que recortaba el orificio exterior del tubo. Pero lo peor del caso era que él ignoraba dónde y cómo se encontraba, y ni siquiera se daba cuenta de que su situación era anormal.

El vagón corría, unas veces muy aprisa y otras más despacio, y a menudo se paraba, daba vueltas, subía, bajaba, volaba y seguía por los más extraños vericuetos. La única conclusión que Billy sacaba de sus experiencias tras el tubo era: «Así es la vida.»

Billy esperaba que los tralfamadorianos se sintieran desconcertados y alarmados ante las guerras y demás reacciones criminales de los terrícolas. Suponía que la ferocidad y el excesivo uso que se hacía en la Tierra de las armas les haría temer por la destrucción parcial o total del Universo. La ciencia ficción alentaba este pensamiento.

Pero el tema de la guerra nunca salió a la luz hasta que el mismo Billy habló de él. Alguien entre la multitud del zoo le preguntó, a través del guía, qué era lo más valioso que hasta entonces había aprendido en Tralfamadore, y Billy respondió:

—La manera en que todos los habitantes de un planeta han aprendido a vivir en paz. Ya saben ustedes que vengo de un planeta que se ha visto envuelto en insensatas carnicerías desde el principio de los tiempos. Yo mismo he presenciado cómo los cuerpos de jóvenes muchachitas eran abrasados por mis propios compatriotas, quienes por aquel entonces se sentían orgullosos de luchar contra el mal.

Y era cierto, Billy lo había visto en Dresde.

—Y estando prisionero —prosiguió— me he iluminado utilizando velas fabricadas con la grasa de los seres humanos que habían sido asesinados por los hermanos y los padres de esas muchachas abrasadas. ¡Los terrícolas deben de ser, sin duda alguna, el terror del Universo! Si los demás planetas aún no están en peligro por causa de la Tierra, pronto lo estarán. Así pues, les ruego me digan el secreto para llevarlo a la Tierra cuando regrese y conseguir nuestra salvación. ¿Cómo puede vivir en paz un planeta?

Billy se sentía como si hubiera hecho un gran discurso. Por lo tanto quedó desconcertado al ver que los tralfamadorianos cerraban sus manecitas visuales. Sabía ya, por experiencia, lo que ello significaba: que estaba diciendo estupideces.

—¿Le importaría… le importaría decirme —le preguntó al guía desanimado— qué es lo que hay de estúpido en esto?

—Conocemos el fin del Universo —contestó el guía—, y la Tierra no tiene nada que ver con él, a excepción de que también será su fin.

—¿Cómo… cómo será el fin del Universo? —preguntó Billy.

—Lo haremos estallar experimentando un nuevo combustible para nuestros platillos volantes. Un piloto de pruebas tralfamadoriano aprieta un botón de puesta en marcha, y todo el Universo desaparece.

Y así será.

—Si lo saben ustedes —insistió Billy—, ¿no pueden evitarlo de alguna forma? ¿No pueden evitar que el piloto apriete ese botón?


Siempre
lo ha presionado y
siempre
lo presionará.
Siempre
hemos dejado que lo hiciera y
siempre dejaremos
que lo haga. El momento ha sido
estructurado
así.

—Así pues… —dijo Billy despacio—, supongo que la idea de evitar una guerra sobre la Tierra es también estúpida.

—Claro.

—Pero ustedes viven en un planeta pacífico.

—Hoy sí. En otros tiempos hemos vivido guerras mucho más horribles de lo que pueda imaginarse. No hay forma de contarlas, de manera que nuestra reacción es no pensar en ellas. Las ignoramos. Nos pasamos la eternidad viviendo tan sólo los momentos agradables, como éste que disfrutamos hoy en el zoo. ¿No es en verdad un momento espléndido?

—Sí.

—Sólo existe una solución para los terrícolas, si se proponen de veras practicarla: ignorar los malos momentos y concentrarse en los buenos.

—Hum —dijo Billy Pilgrim.

Aquella noche, poco después de que se hubo acostado, Billy viajó por el tiempo hasta otro momento en el cual había sido bastante feliz. Su noche de bodas con Valencia Merble. Hacía seis meses que había salido del hospital para veteranos. Se encontraba bien. Y se había graduado en la Escuela de Óptica de Ilium, logrando el tercer lugar de su promoción, compuesta por cuarenta y siete alumnos.

Ahora se encontraba en la cama de un pequeño y delicioso apartamento situado en el extremo de un embarcadero de Cape Ann, Massachusetts, junto a Valencia. Sobre el agua se reflejaban las luces de Gloucester. Billy, montado encima de su esposa, le hacía el amor. Como consecuencia de aquel acto nacería Robert Pilgrim, que más tarde sería un problema para la escuela superior y, al fin, sentaría la cabeza alistándose en los famosos Boinas Verdes.

Valencia no viajaba en el tiempo, pero poseía una gran imaginación. Mientras Billy le hacía el amor ella soñaba que era un famoso personaje histórico. Se veía a sí misma como Isabel I de Inglaterra y a Billy le adjudicaba el papel de Cristóbal Colón.

Billy hizo un chasquido similar al que produce un gozne oxidado. Acababa de vaciar su vesícula seminal en Valencia y había contribuido con su granito de arena a la formación de los Boinas Verdes. Al fin y al cabo, según los tralfamadorianos, cada uno de los Boinas Verdes tenía siete padres en total.

Se separó de su enorme esposa, que a pesar de ello aún mantenía su expresión extasiada. Permaneció echado con los nudos de su espina dorsal siguiendo el borde del colchón y se puso las manos tras la nuca. Ahora era rico. Había sido recompensado por casarse con una muchacha que nadie en sus cabales hubiera aceptado. Su suegro le había regalado un Buick Roadmaster nuevo, una casa completamente equipada de electrodomésticos y le había nombrado director de su mejor tienda, la de Ilium, de la que Billy esperaba sacar por lo menos treinta mil dólares anuales. Todo era perfecto. ¡Y pensar que su padre tan sólo fue un pobre barbero!

Tal como opinaba su madre: «Los Pilgrim se están situando en el lugar que les corresponde.»

La luna de miel tuvo lugar durante el encantador y misterioso Verano Indio de Nueva Inglaterra. Una pared del apartamento estaba totalmente compuesta de cristaleras que daban a una terraza elevada sobre el grasiento puerto.

Un remolcador verde y naranja, que de noche parecía negro, pasó murmurando bajo su terraza, a menos de diez metros de su cama nupcial. Navegaba con solo las luces de situación encendidas. Su abombado casco resonaba, haciendo eco al canto del motor. El embarcadero también simpatizó con la canción, y finalmente ésta penetró con mil resonancias en la cabeza de los amantes que disfrutaban de su luna de miel. La continuaron oyendo y oyendo, hasta bastante después de que la barca se hubiera ido.

—Gracias —dijo al fin Valencia. Ahora su oído captaba la canción de un mosquito.

—Me recibiste bien.

—Me gustó.

—Me alegro.

Entonces empezó a llorar.

—¿Qué te pasa?

—Soy tan feliz…

—Dios mío.

—Nunca creí que nadie quisiera casarse conmigo.

—Hum —hizo Billy Pilgrim.

—Voy a adelgazar para gustarte —dijo ella.

—¿Qué?

—Haré régimen. Me volveré bella para ti.

—Me gustas tal como eres.

—¿Lo dices de veras?

—Claro que sí —sostuvo Billy Pilgrim.

Gracias a sus viajes por el tiempo había visto ya mucho de lo que sería su matrimonio, y sabía que a pesar de todo iba a soportarlo bien hasta el fin.

Luego pasó un yate a motor llamado
Scherezade
, deslizándose también bajo la cama nupcial. La canción que entonaba el motor era como una nota de órgano muy grave. Llevaba todas las luces encendidas.

Dos personas jóvenes y bellas, un hombre y una mujer en traje de noche, se balanceaban en popa, amándose entre sueños. También estaban en plena luna de miel. Eran Lance Rumfoord, de Newport, Rhode Island, y su esposa Cyntria Landry, que había sido un amor infantil de John F. Kennedy, en Hyannis Port, Massachusetts.

Existía una ligera coincidencia. Más tarde, Billy Pilgrim compartiría una habitación, en el hospital, con un tío de Rumfoord, el profesor Bertram Copelan Rumfoord, oficial de las fuerzas aéreas de Estados Unidos.

Cuando hubo pasado la feliz pareja, Valencia preguntó a su esposo, con viva curiosidad, algunas cosas sobre la guerra. Era natural, en una hembra terrícola, asociar el éxtasis sexual con la guerra.

—¿Piensas alguna vez en la guerra? —le preguntó, poniéndole una mano en el muslo.

—De vez en cuando —contestó Billy Pilgrim.

—A veces te observo —insistió Valencia—, y tengo la curiosa sensación de que estás lleno de secretos.

—No lo estoy —dijo Billy. Naturalmente mentía. Jamás había hablado con nadie de sus viajes en el tiempo, ni de Tralfamadore, ni de todo lo demás.

—Debes de tener algún secreto sobre la guerra. O quizá no sea un secreto, pero me parece adivinar que existen cosas de las que no quieres hablar.

—No.

—Sabes, estoy orgullosa de que fueras soldado.

—Bueno.

—¿Era terrible?

—A veces. —Un pensamiento loco cruzó en aquel momento por la mente de Billy: «La verdad me asombra». Habría sido un buen epitafio para Billy Pilgrim… y también para mí.

—¿Me hablarías ahora de la guerra si yo
quisiera
? —preguntó Valencia mientras, en una diminuta cavidad de su enorme cuerpo, comenzaba a mezclar los ingredientes necesarios para la creación de un Boina Verde.

—Te parecería un sueño —dijo Billy—. Y los sueños de los demás, por lo general, no son interesantes.

—En cierta ocasión te oí hablar con mi padre de un pelotón de ejecución alemán. —Se refería a la ejecución del pobre Edgar Derby.

—Sí.

—¿Tuviste que enterrarlo?

—Sí.

—¿Os vio él con los picos y las palas antes de que le fusilaran?

—Sí.

—¿Dijo algo?

—No.

—¿Estaba asustado?

—Le habían drogado. Tenía los ojos vidriosos.

—¿Y le colgaron una tarjeta?

—Un pedazo de papel.

De pronto, Billy saltó de la cama, pidió perdón y se dirigió a oscuras hacia el cuarto de baño para orinar. Buscó a tientas el interruptor, por las ásperas paredes, y entonces vio que había viajado hasta 1944.

TODO ES HERMOSO. NADA DUELE.

Nuevamente se encontraba en la enfermería de la prisión.

En la enfermería ya se había apagado la vela. El pobre Edgar Derby se había quedado dormido en un camastro contiguo al de Billy. Este había saltado de la cama e iba a tientas, buscando una salida a lo largo de la pared, puesto que tenía una imperiosa necesidad de orinar.

De pronto encontró una puerta, la abrió y penetró en la noche de la prisión. Estaba aturdido a causa del viaje por el tiempo y de la morfina. Fue a dar con una alambrada de púas, que le hirió en una docena de sitios. Intentó apartarse, pero las púas le tenían preso. Así pues, empezó a danzar locamente, con la alambrada por pareja, dando un pasito hacia aquí, otro hacia allá, y vuelta al compás.

Un ruso que también había salido a orinar vio el baile de Billy desde el otro lado de la alambrada y se acercó curioso para presenciar el espectáculo. Le habló amablemente, preguntándole de qué país era, pero el danzarín no le prestó atención alguna y continuó bailando. Entonces el ruso le ayudó a desprenderse de las púas, una por una y él se alejó, bailando en la noche, sin una palabra de agradecimiento.

El ruso hizo un ademán con la mano y le dijo «adiós» en su idioma.

Billy extrajo su instrumento y, en la noche de la prisión, meó sobre el suelo. Después guardó más o menos sus intimidades y se enfrentó a un nuevo problema: ¿de dónde había salido, y por dónde debía entrar?

En algún lugar de la noche se oían gritos lastimeros. Como no tenía nada mejor que hacer, Billy se dirigió hacia allí. Se preguntaba qué tragedia ocurriría para provocar tales lamentaciones fuera de los barracones.

Billy ignoraba que se estaba acercando a la parte posterior de las letrinas. Estas consistían en un cercado alrededor de doce cubos. La cerca la formaban tres paredes hechas de desperdicios de madera y latas aplastadas. El lado abierto daba a la negra tapia del barracón en donde había tenido lugar la fiesta.

Billy dio la vuelta a la cerca y llegó hasta un letrero recién pintado sobre la pared. Las palabras estaban escritas con la misma pintura rosa que había sido utilizada para decorar el escenario de
La Cenicienta
. La percepción de Billy era tan confusa que vio las palabras colgadas en el aire, como pintadas sobre un velo transparente y rodeadas de unas encantadoras manchitas plateadas. Estas no eran más que las chinchetas que mantenían el cartel pegado a la pared. Billy no podía imaginar cómo se sostenía solo aquel velo pintado y supuso que tanto la cortina mágica como las lamentaciones formaban parte de alguna ceremonia religiosa que él desonocía.

He aquí lo que decía el cartel:

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