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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (16 page)

Entonces el inglés les contó que cuando le capturaron se hizo el propósito, y lo había cumplido, de cepillarse los dientes dos veces al día, afeitarse cada mañana, lavarse la cara y las manos antes de cada comida, y después de acudir a las letrinas, limpiarse las botas, hacer por lo menos media hora diaria de ejercicio, evacuar los intestinos cada día y mirarse al espejo con frecuencia para valorar con franqueza su aspecto y cuidar particularmente sus gestos.

Billy Pilgrim le escuchaba, echado en su nido, sin mirarle la cara; observaba sus tobillos. Tras una pausa, el inglés dijo:

—Les envidio a ustedes, muchachos.

Alguien se echó a reír. Billy se preguntó qué habría dicho de gracioso, pero ya el oficial británico lo explicaba:

—Esta tarde, muchachos, van a salir hacia Dresde, una bella ciudad, según me han dicho. Y no permanecerán encerrados como nosotros. Vivirán al aire libre entre la gente, seguramente con comida más abundante que aquí… Si me permiten una nota personal, les diré que desde hace cinco años no sé lo que es un árbol, una flor, una mujer, un niño…, ni he visto un perro, un gato, un lugar de diversión ni ningún ser humano que hiciera algo útil para la sociedad. Por eso les he dicho que les envidio. Además, no tendrán que preocuparse por las bombas. Dresde es una ciudad abierta, sin defensas. No tiene industrias bélicas, ni tampoco ninguna concentración importante de tropas.

Luego, y de forma más bien extraña, Edgar Derby fue elegido jefe americano. El inglés solicitó el voto de todos los que estaban echados en el suelo, pero nadie lo dio. De manera que, teniendo en cuenta su madurez y su larga experiencia en el trato con la gente, nombró a Derby, y así finalizaron los nombramientos y las elecciones.

—¿Todos de acuerdo?

—Sí —dijeron dos o tres voces débilmente.

Entonces el pobre Derby hizo un discurso. Agradeció al inglés sus buenos consejos, y prometió seguirlos al pie de la letra. Añadió que estaba convencido de que todos los americanos harían lo mismo, y que en aquel momento su principal responsabilidad consistía en asegurarse de que todo el mundo regresara a su hogar sano y salvo. Pero antes de que terminara de hablar, Paul Lazzaro murmuró, desde su lecho azul celeste:

—¡Vamos, por qué no te largas volando en un buñuelo! ¡Anda, vete a joder a otro a la Luna!

Aquel día la temperatura había subido de una manera sorprendente. El mediodía era cálido. Los alemanes trajeron sopa y pan en dos carros tirados por rusos. Los ingleses mandaron café de verdad, azúcar, mermelada, cigarrillos y cigarros. Dejaron las puertas del teatro abiertas para que entrara el sol.

Los americanos empezaron a sentirse mucho mejor; incluso podían retener la comida. Después, a la hora de partir hacia Dresde, salieron del sector británico casi con marcialidad. De nuevo, Billy Pilgrim encabezaba la formación, llevando ahora sus botas plateadas, el manguito y un trozo de cortinaje azul celeste a modo de toga. Billy todavía iba sin afeitar, al igual que el pobre Edgar Derby, que le seguía. Este ya meditaba otra carta a su hogar, que tampoco llegaría a enviar, y sus labios se movían temblorosos:

«Querida Margaret: Hoy hemos partido hacia Dresde. No te preocupes. Nunca será bombardeada. Es una ciudad abierta. Este mediodía ha habido elecciones y, ¿a que no adivinas…?»
Etcétera.

Llegaron de nuevo a la estación del ferrocarril. Habían venido metidos en dos vagones e iban a marchar, mucho más cómodamente, en cuatro. El cadáver del vagabundo aún se encontraba en el mismo sitio. Tenía la rigidez del hielo y estaba tirado sobre la hierba, junto a las vías, en posición fetal, intentando, incluso después de muerto, acurrucarse en forma de bebé entre los demás. Pero los demás, para él, ya no existían. Sólo le rodeaban las cenizas y el aire. Alguien le había quitado las botas. Sus píes desnudos eran azules y marmóreos. Ciertamente era mejor que estuviera muerto.

El viaje a Dresde fue una diversión. Tan sólo tardaron un par de horas en llegar. Y sus antes vacías tripas ahora estaban llenas y tranquilas. A través de los respiraderos se filtraban el sol y el aire. El vagón estaba lleno de humo de cigarrillos.

Los americanos llegaron a Dresde a las cinco de la tarde. Se abrieron las puertas de los vagones y vieron la más bella ciudad que jamás hayan visto parte de los americanos. El panorama era voluptuoso, encantador y absurdo a la vez. A Pilgrim le pareció un cuadro celestial, como el que había en la escuela dominical.

Tras él, alguien suspiró:

—¡Oh!

Era yo. Sí, aquél fui yo. Estaba deslumbrado. La única ciudad que había visto hasta entonces era Indianápolis, Indiana.

Todas las demás ciudades importantes de Alemania habían sido bombardeadas y ferozmente destruidas. Dresde no había sufrido más daños que la rotura de algún cristal. Las sirenas funcionaban a diario, la gente acudía a los refugios subterráneos, donde escuchaban la radio. Pero los aviones siempre se dirigían a otro lugar, Leipzig, Chemnitz, Plauen o ciudades semejantes. Así era.

Por Dresde aún silbaban alegremente las sirenas de vapor, y los tranvías transitaban por las calles. Cuando los teléfonos sonaban, se contestaba enseguida. Y cuando alguien hacía funcionar un interruptor las luces se apagaban o se encendían. Había varios restaurantes y hasta un zoo. Las principales industrias de la ciudad eran laboratorios farmacéuticos, marcas alimenticias y manufacturadoras de tabaco.

Y, al finalizar cada jornada, la gente regresaba del trabajo, para descansar tranquilamente durante la noche.

Ocho ciudadanos de Dresde cruzaron las vías de la estación del ferrocarril, en dirección a los americanos. Vestían uniformes nuevos. Habían ingresado en el ejército el día anterior. Unos eran chicos y los otros hombres en avanzada madurez; solamente dos de ellos eran veteranos del ejército: habían sido malheridos en Rusia. Su misión era custodiar aquel centenar de americanos prisioneros de guerra que iban a ser subastados como obreros. En el pelotón había un abuelo y su nieto. El abuelo era arquitecto. A medida que se acercaban a los vagones que contenían su mercancía, aquellos ocho hombres adquirían un aspecto cada vez más siniestro. Eran conscientes de su propia apariencia de soldados enfermizos e inútiles. Uno de ellos tenía una pierna artificial, y además del rifle cargaba con su bastón. Pero, con todo, esperaban que aquellos americanos robustos, bien criados, asesinos de infantería que acababan de llegar de las matanzas del frente, les depararan una pronta obediencia y respeto.

Con lo primero que se encontraron fue con el barbudo Billy Pilgrim y su toga azul, sus zapatos plateados y sus manos metidas en un manguito, como una señora. Les pareció que debía tener, por lo menos, sesenta años. Junto a él iba Paul Lazzaro, con un brazo roto y rebosante de rabia. Al lado de Lazzaro, el pobre y viejo profesor de escuela superior, Edgar Derby, tristemente repleto de añejo patriotismo y de sabiduría imaginaria. Y así todos.

Los ocho ridículos ciudadanos de Dresde se aseguraron de que aquellas cien ridículas criaturas eran realmente combatientes americanos recién llegados del frente, sonrieron y acabaron riéndose a carcajadas. Su terror se evaporó. No había nada que temer. En realidad, no eran más que un puñado de estúpidos y enfermos como ellos mismos. Aquello parecía una opereta.

Así pues, la opereta se puso en marcha. Partieron de la estación, comenzaron a recorrer las calles de Dresde. Billy Pilgrim era la estrella, y encabezaba la formación.

En las aceras se encontraron con miles de trabajadores que regresaban a sus hogares después de la jornada laboral. Eran gente pálida y fofa, con aspecto de no haber comido durante los últimos dos años otra cosa que patatas. No habían esperado del día más bendición que pasarlo medianamente bien. Y de pronto se reían.

A Billy le pasaron desapercibidos la mayoría de los ojos que le encontraban tan divertido. Estaba maravillado por la arquitectura de la ciudad. Sobre las ventanas, alegres
amaretti
entrelazaban alegres guirnaldas. Rudos faunos y ninfas desnudas atisbaban desde las festoneadas cornisas. Y monos de piedra retozaban entre volutas, conchas y bambúes.

Billy, puesto que conocía el futuro, sabía que la ciudad sería hecha añicos e incendiada al cabo de unos treinta días. Y también que la mayoría de las personas que ahora le miraban muy pronto estarían muertas. Y así fue.

Mientras caminaban, Billy no paraba de mover las manos dentro del manguito. Con las puntas de los dedos tanteaba la cálida oscuridad de la improvisada prenda, intentando descubrir qué eran los dos pequeños bultos que se escondían bajo el forro de la cazadora. Por fin, las yemas de sus dedos llegaron a palpar los bultos, el objeto en forma de guisante y el objeto en forma de herradura. En aquel momento, el pelotón se detenía en un cruce muy concurrido. Había un semáforo rojo.

Sobre la acera, en la primera hilera de peatones, se encontraba un cirujano que había estado operando todo el día. Era un civil, aunque su postura le hiciera parecer un militar. Había servido en las dos guerras. El aspecto de Billy le ofendió, especialmente después de enterarse por los guardias de que era americano. Le pareció que Billy tenía un gusto abominable y supuso que le habría costado una infinidad de problemas tontos el llegar a vestir de tal forma.

El cirujano, que hablaba inglés, se dirigió a Billy:

—Debo entender que usted encuentra la guerra una cosa muy cómica.

Billy le lanzó una vaga mirada. Momentáneamente había perdido el hilo de la vida y no sabía dónde se encontraba, ni cómo había ido a parar allí. Ignoraba totalmente que la gente estaba tomándolo por un payaso. El Destino le había vestido; el Destino, y una débil voluntad de sobrevivir.

—¿Esperaba hacernos reír? —le preguntó el cirujano.

El hombre le pedía una especie de satisfacción. Pero Billy se sentía místico. Quería ser amable y facilitar las cosas todo lo posible, pero sus recursos eran insuficientes. Sus dedos sujetaban ya los dos objetos del forro de la cazadora. Entonces decidió mostrárselos al cirujano.

—¿Cree usted que nos gusta ser burlados? —decía el cirujano—. ¿Se sentiría orgulloso de poder representar este papel en América?

Billy retiró la mano del interior del manguito y la tendió bajo las narices del cirujano. Sobre su palma había un diamante de dos quilates y un fragmento de dentadura postiza que más bien parecía un pequeño artefacto obsceno, con sus dientes de plata y su color rosado. Billy sonrió.

El pelotón caminó dando rodeos, hasta dirigirse definitivamente hacia la verja del matadero de Dresde. Una vez dentro se dieron cuenta de que allí no había movimiento. La razón era que la mayoría de animales con pezuñas de Alemania habían sido ya muertos, comidos y excretados por seres humanos, en especial soldados. Así era.

Los americanos fueron conducidos al quinto edificio del matadero. Era un bloque de cemento de un solo piso, con puertas corredizas en las partes delantera y trasera, que fue construido para alojar a los animales que iban a ser sacrificados. Ahora serviría como vivienda a un centenar de prisioneros de guerra americanos sin hogar. Estaba provisto de literas, un lavadero y dos estufas. Detrás había una letrina formada a base de un tablón agujereado y varios cubos debajo.

Sobre la puerta del edificio había un número inmenso. Era el número
cinco
. Antes de que los americanos entraran, el único guarda que hablaba inglés les recomendó que se acordaran de su nueva dirección para el caso de que se perdieran en la gran ciudad. La dirección era: «Schlachthof-fünf».
Schlachthof
significa
matadero. Fün
, el viejo y querido número
cinco
.

7

Veinticinco años más tarde, Billy Pilgrim subía a un avión fletado en Ilium. Sabía que iba a estrellarse, pero no quería quedar como un necio pronosticándolo. El avión debía llevar a Billy y a veintiocho ópticos más a Montreal, para asistir a una convención.

Su esposa, Valencia, fue a despedirles a él y a su padre, Lionel Merble, que ocupaba el asiento contiguo al suyo.

Lionel Merble era una verdadera máquina. Claro que los tralfamadorianos opinan que todas las criaturas y plantas del universo son máquinas; les divierte que tantos terrícolas se sientan ofendidos ante la idea de ser máquinas.

Fuera del avión, otra máquina, llamada Valencia Merble Pilgrim, estaba comiendo un dulce «Peter-Paul-Mound» y diciendo adiós con la mano.

El avión despegó sin incidentes. El momento estaba estructurado así. A bordo viajaban un cuarteto vocal, compuesto también por ópticos, que se llamaba Los Bacos, contracción de Los Bastardos de Cuatro Ojos.

Cuando el avión hubo despegado la máquina que era el suegro de Billy pidió al cuarteto que cantara su canción favorita. Ellos ya sabían cuál quería, y la cantaron. Decía así:

Estoy sentado en mi celda de la cárcel,

Con los calzoncillos llenos de mierda.

Y mis pelotas rebotan contra el suelo,

Y veo el miembro sangriento.

Debido al mordisco que ella me dio,

¡Oh!, jamás volveré a follar con una polaca.

El suegro de Billy se reía descontroladamente, y rogó al cuarteto que cantara la otra canción polaca que tanto le gustaba. Así pues, cantaron la canción de los mineros de Pennsylvania, que empieza así:

Mike y yo trabajamos en la mina.

¡Santa mierda, qué bien nos lo pasamos!

Una vez a la semana nos dan nuestro salario

¡Santa mierda, y al otro día no trabajamos!

Hablando de polacos: a los tres días de haber llegado a Dresde, Billy Pilgrim vio casualmente cómo colgaban públicamente a un polaco. Billy iba por la calle hacia el trabajo con algunos compañeros poco después de la salida del sol, cuando se encontraron con una horca rodeada de una gran multitud. El polaco era obrero de una granja e iba a ser colgado por haber tenido relaciones sexuales con una alemana. Así fue.

Billy, a sabiendas de que el avión pronto iba a estrellarse, cerró los ojos y viajó por el tiempo hasta 1944. Volvía a estar en el bosque de Luxemburgo, con los «Tres Mosqueteros». Roland Weary le estaba sacudiendo y golpeando su cabeza contra un árbol.

—Muchachos, continúen sin mí —decía Billy Pilgrim.

El cuarteto estaba cantando
Espera basta que brille el sol, Nelly
, cuando el avión se empotró en la cima del monte Sugarbush, en Vermont. Murieron todos menos Billy y el copiloto. Así fue.

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