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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (11 page)

BOOK: Matadero Cinco
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Guardaban todo eso en una habitación oscura que habían acondicionado a prueba de ratas. Estaba revestida interiormente con el cinc de las latas vacías.

Los alemanes les adoraban, pues creían que eran exactamente lo que los ingleses tienen que ser. Sabían transformar la guerra en una cosa elegante, razonable y divertida. Por eso les dejaban ocupar cuatro cobertizos, aun cuando todos juntos cabían perfectamente en uno solo. Además, a cambio de café, chocolate o tabaco, les daban pintura, lumbre, clavos y materiales para que pudieran instalarse cómodamente.

Doce horas antes se les había comunicado que estaban en camino unos huéspedes americanos. Y como hasta entonces jamás habían tenido huéspedes, en seguida se pusieron a trabajar como perfectas amas de casa, barriendo, lavando, cocinando, horneando, haciendo colchones de paja y sacos, y colocando mesas y distribuyendo y colocando regalos festivos para sus próximos compañeros.

Ahora, en el frío de aquella noche invernal, les cantaban la bienvenida. Sus ropas olían al festín que habían preparado. Iban vestidos mitad de soldados y mitad de jugadores de tenis o béisbol. Se sentían tan orgullosos de su propia hospitalidad y de todos los requisitos dispuestos en las mesas, que ni siquiera miraron a sus huéspedes recién llegados. Y se imaginaban que estaban recibiendo, con sus cantos, a compañeros oficiales venidos del mismo frente.

Condujeron a los americanos hacia el cobertizo afectuosamente, llenando la noche de gritos de alegría y gestos de fraternidad. Les llamaban «Yank», les hablaban de una «Buena fiesta», les prometían que «Jerry no molestaba nunca», etc.

Billy Pilgrim se preguntó quién sería Jerry.

Billy se encontraba ahora en el interior del cobertizo junto a una enorme estufa de hierro cuyo crepitante fuego hacía humear docenas de teteras. Algunas de éstas estaban provistas de silbatos que anunciaban el momento de la ebullición del agua. Y había calderos llenos de un dorado y espeso caldo. En la superficie de la sopa algunas burbujas permanecían en majestuoso letargo, mientras Billy Pilgrim las contemplaba.

También había unas mesas alargadas preparadas para un banquete. Encima de las mesas, latas de leche en polvo hacían de cuencos, otras latas más pequeñas servían de tazas y otras, en fin, más altas y delgadas, de vasos (cada vaso estaba lleno de leche caliente). Además, lotes de regalos compuestos por una máquina de afeitar con sus correspondientes paquetes de hojas y brocha, dos cigarros puros, una pastilla de jabón, una barra de chocolate, diez cigarrillos, una caja de cerillas, un lápiz y una vela.

Solamente las velas y el jabón eran de origen alemán. Tenían un aspecto opaco y fantasmagórico. Los ingleses no lo sabían, pero ambas cosas estaban hechas con grasa extraída de judíos, gitanos, comunistas y otros enemigos del Estado.

Así era.

La sala del banquete estaba iluminada con candelabros. Y dispuestas para ser servidas, se veían rebanadas de pan blanco recién hecho, pastillas de mantequilla, tarros de mermelada, fuentes llenas de carne de buey cortada en finos filetes, sopa, huevos revueltos y un pastel caliente relleno de mermelada.

En un extremo del cobertizo Billy vio unos arcos de color de rosa de los que colgaban unas cortinas azules, bajo las que se habían colocado un enorme reloj y dos tronos dorados, aparte de un cubo y un estropajo de fregar. Era el escenario donde tendría lugar el espectáculo, una versión musical de
La Cenicienta
, el cuento más popular de todos los tiempos.

Billy Pilgrim se estaba quemando sin darse cuenta. Se había acercado demasiado a la estufa y el borde de su cazadora se estaba consumiendo. Era un quemarse lento y tranquilo, que recordaba el consumirse de un brasero.

Se hizo un silencio. Los ingleses contemplaban paternalmente a las deseadas criaturas, con tanta ilusión esperadas y recibidas. Uno de los ingleses vio que Billy se estaba quemando.

—¡Eh muchacho! ¡Que te estás quemando! —exclamó apartando a Billy de la estufa y apagando el fuego a manotazos.

Como Billy no hizo ningún comentario, el inglés le preguntó:

—¿Puedes hablar? ¿Puedes oírme?

Billy asintió.

Entonces el inglés le tocó, palpándolo aquí y allá, lleno de compasión. Y dijo:

—Dios mío, ¿qué te han hecho, muchacho? Esto no es un hombre, es un espantapájaros. ¿Eres realmente americano?

—Sí —repuso Billy.

—¿Y tu graduación?

—Soldado.

—¿Qué se hizo de tus botas, muchacho?

—No recuerdo.

—Esa cazadora será una broma, ¿no?

—¿Cómo, señor?

—¿De dónde sacaste eso?

Billy tuvo que pensar un buen rato. Al fin dijo:

—Me la dieron.

—¿Te la dio Jerry?

—¿Quién?

—¿Te la dieron los alemanes?

—Sí.

A Billy comenzaba a disgustarle aquel interrogatorio. Era agotador.

—Ohhhh… Yank, Yank, Yank… —dijo el inglés—. Esa cazadora es un
insulto
.

—¿Cómo, señor?

—Ha sido una acción deliberada para humillarte. No debes dejar que Jerry te haga esas cosas.

Billy Pilgrim se desvaneció.

Volvió en sí en una silla frente al escenario. De una forma u otra había comido, y ahora estaba viendo
La Cenicienta
. Y por cierto que parte de su personalidad había estado disfrutando con el espectáculo, pues Billy se estaba riendo mucho.

Los personajes femeninos de la obra eran representados por hombres, claro. El reloj acababa de dar la medianoche, y Cenicienta se lamentaba:

«¡Cielos! El reloj ha sonado…

Maldición, y mi suerte se ha truncado.»

Billy encontró el verso tan cómico que no sólo se reía sino que chillaba. Continuó chillando hasta que lo sacaron del cobertizo y lo trasladaron a otro, el hospital. Era un hospital de seis camas. No había ningún otro paciente.

Metieron a Billy en la cama, lo ataron y le pusieron una inyección de morfina. Otro americano se presentó voluntario para vigilarle. Este voluntario era Edgar Derby, el maestro de la escuela superior que sería fusilado en Dresde. Así fue.

Derby se sentó en un taburete de tres patas. Le dieron un libro para leer:
La roja insignia del valor
, de Stephen Crane. Y aunque ya lo había leído antes, se puso a releerlo mientras Billy Pilgrim cruzaba la puerta del paraíso morfinal.

Bajo los efectos de la morfina, Billy había estado soñando con jirafas en un jardín. Las jirafas correteaban por un sendero abierto entre árboles, la mayoría de los cuales eran perales de los que colgaban apetitosos frutos. Billy era también una jirafa. Comió una pera. Estaba dura. La trituró entre los dientes y la pera crujió protestando.

Las jirafas aceptaban a Billy como a uno de los suyos, una inofensiva criatura tan absurdamente dibujada como ellas mismas. Se le acercaron dos que venían de direcciones opuestas, y le acariciaron el lomo. Tenían los labios superiores grandes y musculosos, y los ponían como el pabellón de una trompeta. Le besaron con esos labios. Eran jirafas hembras, de piel color crema y amarillo limón, que tenían unos cuernos como picaportes. Los cuernos estaban cubiertos de una piel aterciopelada.

¿Por qué?

La noche cayó sobre el jardín de las jirafas y Billy Pilgrim durmió durante un rato. No soñó más. Luego viajó por el tiempo. Y se despertó con la cabeza escondida bajo una manta, en una sala de pacientes mentales no-violentos de un hospital de veteranos sito en Lake Placid, Nueva York. Era la primavera de 1948, tres años después del fin de la guerra.

Billy sacó la cabeza de debajo de la manta. Las ventanas de la sala estaban abiertas. Afuera los pájaros lanzaban sus trinos. «Pío-pío-pi», dijo uno. El sol estaba alto. En la sala había otros veintinueve pacientes pero en aquel momento estaban todos fuera, disfrutando del día. Tenían libertad para ir y venir a su antojo, e incluso para marcharse a su casa si querían. También Billy Pilgrim. Todos ellos habían ido allí voluntariamente, alarmados por el mundo exterior.

Billy se había presentado en el hospital a mediados del último curso de la Escuela de Óptica de Ilium. Nadie sospechaba que estuviera volviéndose loco, todo el mundo le decía que tenía buen aspecto. Pero, ahora que se encontraba en el hospital, los médicos le habían dado la razón: se estaba volviendo loco.

No creyeron que tuviera nada que ver con la guerra. Todos los doctores coincidían en que Billy se estaba desmoronando por causa de su padre, que le había lanzado a las profundidades de la piscina de la YMCA cuando era pequeño y que le había llevado al borde del Gran Cañón.

El hombre que ocupaba la cama contigua a la de Billy era un antiguo capitán de infantería llamado Eliot Rosewater. Estaba agotado y enfermo por su continuo andar borracho por ahí.

Fue Rosewater quien inició a Billy en la ciencia ficción, en particular en los escritos de Kilgore Trout. El excapitán tenía una extraordinaria colección de libros baratos de ciencia ficción debajo de la cama. Se los había traído al hospital metidos en un baúl. Y cada uno de aquellos queridos y manoseados libros despedía un olor como de pijamas de franela que se han llevado un mes seguido, o de cocido irlandés, que impregnaba toda la sala.

Kilgore Trout se convirtió en el autor vivo favorito de Billy, y la ciencia ficción en la única clase de historia que podía leer. Rosewater era mucho más listo que Billy. Pero ambos pasaban por crisis similares y de forma semejante. Para ambos, la vida había llegado a carecer de sentido, en parte por culpa de lo que habían visto en la guerra. Rosewater, por ejemplo, había disparado sobre un muchacho de catorce años que hacía de bombero, confundiéndolo con un soldado alemán. Así fue. Y Billy había sido testigo de la mayor carnicería de la historia de Europa, el bombardeo de Dresde. Eso es.

Los dos intentaban rehacerse a sí mismos y rehacer el universo entero. Y por eso la ciencia ficción constituía una tan gran ayuda para ellos.

En cierta ocasión Rosewater dijo a Billy una cosa muy interesante sobre un libro que no era de ciencia ficción. Dijo que todo lo que podía saberse de la vida estaba en
Los hermanos Karamazov
, de Fedor Dostoievski. Y luego añadió:

—Pero eso ya no es suficiente.

Otra vez, Billy oyó que Rosewater le decía a un psiquiatra:

—Creo que ustedes, muchachos, van a tener que inventarse un buen montón de mentiras bien dichas, o la gente no querrá seguir viviendo.

Sobre la mesilla de noche de Billy había un bodegón: dos píldoras, un cenicero con tres colillas manchadas de lápiz de labios, un cigarrillo todavía encendido y un vaso de agua. El agua del vaso estaba muerta. Eso es. Y el aire intentaba salir de esa agua muerta. Las burbujas se pegaban a las paredes del vaso intentando subir para huir.

Los cigarrillos pertenecían a la madre de Billy, que fumaba uno tras otro. En aquel momento había ido al lavabo de señoras situado fuera de la sala. Estaría de vuelta en seguida.

Billy volvió a cubrirse la cabeza con la manta. Siempre se cubría la cabeza cuando su madre iba a verle a la sala general. Se ponía mucho más enfermo, y no se le pasaba hasta que se marchaba. No es que fuera fea o que tuviera mal aliento ni tampoco una personalidad desagradable. Al contrario, era muy simpática, de apariencia corriente, de pelo castaño… Una mujer blanca, en suma, con educación de escuela superior.

Lo que a Billy le disgustaba era el simple hecho de que fuera su madre. Le hacía sentirse avergonzado, desagradecido y débil por la sola razón de haber luchado tanto y haber tenido tantos problemas para darle la vida y mantenerlo vivo, cuando a él ya no le gustaba vivir.

Billy oyó que Eliot Rosewater entraba en la sala y se tumbaba. Lo supo por el rechinar de los muelles de su cama. Rosewater era un hombre sin fuerza pero de aspecto corpulento. Parecía capaz de cargar con el mundo entero.

Después, la madre de Billy regresó del tocador de señoras y se sentó en una silla entre Billy y Rosewater. Este la saludó con su cálida y melodiosa voz y le preguntó qué tal se encontraba. Pareció alegrarse muchísimo al saber que se sentía bien. Lo cierto es que desarrollaba una ardiente simpatía para con todas las personas que conocía. Pensaba que tal vez esto haría del mundo un lugar algo más agradable en el que vivir. A la madre de Billy la llamaba «querida». De un tiempo a esta parte, a todos les llamaba «queridos».

—Llegará el día —prometió ella a Rosewater— en que, cuando yo venga, Billy descubrirá su cabeza y… ¿sabe usted lo que va a decir ese día?

—¿Qué es lo que va a decir, querida?

—Dirá: «Hola, mami», y me sonreirá. Y añadirá: «¡Je, je! Me alegro de verte, mami. ¿Qué tal te ha ido?»

—Hoy podría ser ese día.

—Cada noche rezo para que así sea.

—Es una buena costumbre.

—La gente se sorprendería si supiera la gran cantidad de cosas que en este mundo han cambiado gracias a las oraciones.

—Nunca dijo usted nada tan acertado, querida.

—¿Viene su madre a verle a menudo?

—Mi madre murió —dijo Rosewater. Así era, en efecto.

—Lo siento.

—Al menos ella fue feliz mientras vivió.

—Esto sí que es un consuelo.

—Sí.

—El padre de Billy también murió —dijo la madre de Billy. Así había sido.

—Un muchacho necesita de un padre.

Y así continuó interminablemente el dúo entre la dama piadosa y necia y el deprimido hombrón capaz de comprender cualquier sentimiento de amor.

—Era el primero de la clase cuando eso sucedió —dijo la madre de Billy.

—Quizá trabajaba demasiado —dijo Rosewater.

Tenía un libro en la mano que deseaba leer, pero él era demasiado cortés para hacerlo y conversar al mismo tiempo, a pesar de lo fácil que le hubiera resultado responder satisfactoriamente a la madre de Billy. El libro era
Maníacos en la cuarta dimensión
, de Kilgore Trout. Hablaba de las personas cuyas enfermedades mentales no podían ser tratadas porque sus causas estaban todas en cuatro dimensiones, y los tridimensionales médicos terrícolas no podían ver esas causas, ni tan siquiera imaginarlas.

Trout defendía una teoría que encantaba a Rosewater. Decía así: tanto los vampiros como los brujos, los duendes, los ángeles, etcétera existían, pero en la cuarta dimensión. William Blake, el poeta de Rosewater, también estaba de acuerdo con Trout. ¿Y acaso no existían el cielo y el infierno?

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