Read Matadero Cinco Online

Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (12 page)

BOOK: Matadero Cinco
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Está prometido a una muchacha muy rica —comentó la madre de Billy.

—Esto sí que es una suerte —dijo Rosewater—. El dinero es a veces un gran consuelo.

—Realmente lo es.

—Claro que lo es.

—No es nada divertido tener que ganarse el sustento céntimo a céntimo, hasta reventar.

—No. Vivir desahogado sí que es agradable.

—El padre de ella es el propietario de la Escuela de Óptica a la que asistía Billy. También tiene seis tiendas. Pilota su propio avión y tiene una finca de veraneo en el Lago Georges.

—Es un lago maravilloso.

Billy se quedó dormido bajo la manta. Cuando de nuevo despertó estaba atado en una cama del hospital de la prisión. Abrió un ojo y vio al pobre viejo Edgar Derby leyendo
La roja insignia del valor
a la luz de una vela.

Billy volvió a cerrar el ojo y vio en el futuro al pobre viejo Edgar Derby, de pie ante un pelotón de ejecución sobre las ruinas de Dresde. El pelotón de ejecución lo componían cuatro hombres. Billy había oído decir que uno de ellos llevaba el rifle cargado con balas de fogueo. Pero Billy no creía que en un pelotón tan pequeño, y en una guerra tan vieja, hubiera ningún cartucho vacío.

El jefe de los ingleses entró en el hospital para examinar a Billy. Era un coronel de infantería capturado en Dunkerke. El mismo había inyectado la morfina a Billy. En la prisión no había ningún médico, de manera que él hacía de médico siempre que era necesario.

—¿Qué tal va el paciente? —le preguntó a Derby.

—Muerto para el mundo.

—Pero no es una muerte real.

—No.

—Qué hermoso… no sentir nada y poder acreditar que aún se está vivo.

De pronto, Derby se levantó y se cuadró.

—No, no, por favor, continúe como estaba. Con sólo dos hombres para cada oficial, y todos enfermos, creo que podemos suprimir esas manifestaciones obligadas entre soldados y oficiales.

Derby continuó en pie.

—Usted parece mayor que el resto —observó el coronel.

Derby le dijo que tenía cuarenta y cinco años, dos más que él. Luego el coronel dijo que los otros americanos se habían afeitado, y que él y Billy eran los únicos barbudos. Y añadió:

—¿Sabe usted? Nos hemos tenido que imaginar la guerra desde aquí, y nos la hemos imaginado librada por hombres como nosotros. Habíamos olvidado que la guerra la hacen los niños. Cuando vi esos rostros recién lavados y afeitados quedé sorprendido. «Dios mío, Dios mío —me dije a mí mismo—, ésta es la Cruzada de los Niños».

El coronel le preguntó al viejo Derby cómo había sido capturado, y éste le contó que había quedado atrapado en un bosquecillo junto con un centenar de soldados tan asustados como él. La lucha había durado cinco días. Cayeron en una emboscada y les rodearon los tanques.

Derby describió la increíble tormenta artificial que los terráqueos son capaces de crear, a veces, para que otros terráqueos vivan mejor cuando en realidad no quieren que esos otros continúen viviendo sobre la Tierra. Las bombas explotaban entre los árboles con un ruido terrible, lanzando una lluvia de cuchillos, agujas y hojas de afeitar. Pequeños bultos de plomo metidos en fundas de cobre se cruzaban continuamente en el espacio, bajo las explosiones, a una velocidad mucho mayor que el ruido que hacían.

Muchos murieron y otros fueron heridos. Así fue.

Finalmente cesaron las bombas y un alemán escondido tras un altavoz dijo a los americanos que soltaran sus armas y que salieran del bosquecillo con las manos sobre la cabeza, o de lo contrario continuaría el tiroteo… Hasta que todos hubieran muerto, aseguró.

Ante tal panorama los americanos depusieron las armas y salieron del bosque con las manos sobre la cabeza. Porque, a ser posible, querían continuar viviendo.

De nuevo Billy viajó por el tiempo hasta el hospital de veteranos. La manta aún le cubría la cabeza. Fuera de la manta todo era silencio.

—¿Se ha ido mi madre? —preguntó.

—Sí.

Billy asomó cuidadosamente los ojos por encima de la manta. Ahora era su prometida la que estaba allí sentada en la silla para los visitantes. Se llamaba Valencia Merble y era hija del propietario de la Escuela de Óptica de Ilium. Era rica. Era tan grande como una casa, pues nunca podía parar de comer. Se estaba comiendo una barra de caramelo «Los Tres Mosqueteros». Llevaba lentes trifocales con una montura de arlequín ribeteada con lentejuelas que hacían juego, por lo menos en el brillo, con el diamante de su anillo de prometida. El diamante estaba asegurado en mil ochocientos dólares. Billy lo había encontrado en Alemania: era su botín de guerra.

Billy no quería casarse con la fea Valencia. Ella era uno de los síntomas de su enfermedad. Supo que se estaba volviendo loco cuando se oyó a sí mismo pedir su mano, rogándole que tomara el anillo con el diamante y que fuera su compañera para toda la vida.

Billy le dijo:

—Hola.

Ella le preguntó si quería algún dulce.

—No, gracias.

Le preguntó qué tal se encontraba.

—Mucho mejor, gracias.

Luego le contó que en la Escuela de Óptica todo el mundo sentía que estuviera enfermo y esperaban que pronto se restableciera.

—Cuando les veas, diles «Hola» —dijo él.

Y ella prometió hacerlo.

Ella le preguntó si había algo que pudiera traerle del exterior.

—No, tengo todo lo que quiero.

—¿Y libros?

—Estoy junto a una de las mayores bibliotecas particulares del mundo —dijo Billy, refiriéndose a la colección de novelas de ciencia ficción de Eliot Rosewater.

Rosewater estaba leyendo en la cama contigua, y Billy le introdujo en la conversación, preguntándole qué era lo que estaba leyendo.

La respuesta fue
El Evangelio del Espacio
, de Kilgore Trout, donde se narraba la historia de un visitante del espacio —por cierto muy parecido a los tralfamadorianos, según la descripción— que había hecho un profundo estudio del Cristianismo para comprender, en lo posible, por qué los cristianos encontraban tan fácil la crueldad. Llegó a la conclusión de que, por lo menos en parte, el problema era debido a un desliz existente en el Nuevo Testamento. El suponía que la intención del Evangelio era enseñar a la gente, entre otras cosas, a ser compasiva, incluso con las personas más bajas y ruines.

Pero lo que el Evangelio enseñaba en realidad era esto:

Antes de matar a alguien, asegúrate de que no está bien relacionado
. Así es.

El defecto de las historias de Cristo, decía el visitante del espacio, estaba en que era en realidad el Hijo del Ser más Poderoso del Universo, aunque pareciera un don nadie. Y los lectores así lo veían, de manera que cuando llegaban al momento de la crucifixión pensaban (y Rosewater leyó en voz alta nuevamente) :

¡Esta vez han metido la pata al escoger a ese tío para lincharle!

Y ese pensamiento engendraba otro: Hay que saber escoger a las personas a las que se puede linchar. ¿Quiénes son? Las personas que no están bien relacionadas. Eso es.

El visitante del espacio regaló a los terrícolas un nuevo evangelio en el que Jesús era realmente un don nadie y un estorbo para muchas personas mejor relacionadas que él. No obstante, también decía todas las cosas encantadoras y confusas que dicen los demás evangelios.

Y, al igual qué en esos otros evangelios, un buen día la gente se divertía clavándole en una cruz que plantaban en la cima de un monte. No existían probabilidades de represalia, creían los linchadores. Y el lector pensaba lo mismo, ya que el nuevo evangelio insistía una y otra vez en lo poquita cosa que era Jesús.

Pero de pronto, poco antes de que el don nadie muriera, los cielos se abrían y caían rayos y truenos. La aplastante voz de Dios se dejaba oír. Decía a la gente que iba a adoptar al chico como hijo, dándole por toda la eternidad los poderes y privilegios del Hijo del Creador del Universo.


¡Y desde este momento
—añadía—
El castigará horriblemente a todo aquel que torture a cualquier golfo que no esté bien relacionado!

La prometida de Billy había terminado la barra de «Los Tres Mosqueteros», y ahora se enfrentaba con un pastel de nata.

—Olvida los libros —dijo Rosewater, echando el que tenía en la mano debajo de la cama—. Al infierno con ellos.

—Ese precisamente parece interesante —dijo Valencia.

—¡Jesús, si Kilgore Trout supiera tan sólo escribir! —exclamó Rosewater.

Creía que la falta de popularidad de Kilgore Trout era merecida. Porque su prosa era horrible, aunque sus ideas fueran buenas.

—No creo que Trout haya salido nunca del país —explicó Rosewater—. Dios mío, continuamente escribe sobre los terrícolas como si todos fueran americanos cuando prácticamente nadie en la Tierra es americano.

—¿Dónde vive? —preguntó Valencia.

—Nadie lo sabe —repuso Rosewater—. Creo que soy la única persona que ha oído hablar de él. No tiene ni dos libros publicados por un mismo editor y cada vez que le escribo a alguna editorial me devuelven las cartas porque el editor ha quebrado.

Cambió de tema y felicitó a Valencia por su anillo de prometida.

—Gracias —dijo ella, y extendió la mano para que Rosewater lo pudiera admirar más de cerca—. Billy consiguió ese diamante en la guerra.

—Eso es lo único que tiene de atractivo la guerra —afirmó Rosewater—. Todo el mundo consigue alguna cosilla.

Con respecto a Kilgore Trout, en realidad vivió en Ilium, la ciudad natal de Billy, sin amigos y despreciado. Billy llegaría a conocerle y le visitaría de vez en cuando.

—Billy… —dijo Valencia Merble.

—¿Eh?

—¿Te apetece hablar de nuestra cubertería de plata?

—Claro.

—De esas que he escogido, ¿cuál prefieres? ¿La Royal Danish o la Rambler Rose?

—La Rambler Rose —contestó Billy.

—Ten en cuenta que en esto no debemos precipitarnos —advirtió ella—. Quiero decir que, sea cual sea la que escojamos, tendremos que vivir con ella el resto de nuestras vidas.

Billy volvió a mirar las fotografías.

—La Royal Danish —dijo al fin.

—La colonial Moonlight también es bonita, ¿verdad?

—Sí, sí que lo es.

Y Billy viajó en el tiempo hasta el Zoo de Tralfamadore. Tenía cuarenta y cuatro años y le exhibían bajo una cúpula geodésica, echado en la misma silla que había utilizado durante el viaje a través del espacio. Iba desnudo. Los tralfamadorianos se interesaban por su cuerpo, por todo su cuerpo. Allí, frente a él, miles de ellos mantenían las manos en alto para que sus ojos pudieran verlo bien. Hacía seis meses terrestres que Billy estaba en Tralfamadore. Ya se había habituado a la muchedumbre.

La imposibilidad de fugarse estaba fuera de cuestión. La atmósfera en derredor de la cúpula era cianógena, y la Tierra estaba a 826.214.240.000.000.000 de kilómetros.

Billy estaba instalado en lo que quería ser una imitación de vivienda terrestre. La mayor parte del mobiliario había sido robado en los almacenes Sears & Roebuck de Iowa City, Iowa. Disponía de un aparato de televisión en color, un diván convertible en cama —a cada extremo del cual había una mesilla con lámpara y cenicero—, un pequeño bar con dos taburetes y una mesa de billar. El piso estaba alfombrado en color oro, a excepción de la cocina, el cuarto de baño y el centro de la estancia, donde había un agujero cubierto con una reja de hierro. Y encima de una mesa de café, ante el diván, distintas revistas estaban dispuestas en forma de abanico.

También había un tocadiscos estereofónico. El tocadiscos funcionaba, al contrario que el televisor, sobre cuya pantalla alguien había pintado la escena de un vaquero matando a otro. Así era.

En la estancia no existían paredes, como tampoco rincón alguno en el que Billy pudiera esconderse. Hasta los accesorios de color verde menta del cuarto de baño se encontraban a la vista del público. Billy se levantó de la silla, se dirigió al cuarto de baño y orinó. Entonces, la multitud no pudo contener su entusiasmo.

Ante la expectación general, Billy se cepilló los dientes, se colocó su media dentadura postiza y se dirigió a la cocina. La bombona del gas, la nevera y la vajilla eran también de color verde menta. Por cierto que, pintada sobre la puerta de la nevera, había otra escena que representaba a una alegre pareja de mil novecientos montados en un tándem. La nevera ya había llegado así.

Billy observó el cuadro, intentando pensar algo con respecto a la pareja. No se le ocurrió nada. Como si no hubiera nada que pensar sobre aquella pareja.

Billy se preparó un buen almuerzo a base de conservas. Tras haber comido, lavó el vaso, el plato, el cuchillo, el tenedor, la cuchara y el cazo, y los guardó en su sitio. Después hizo los ejercicios que había aprendido en el ejército: saltar a horcajadas, hacer flexiones sobre las rodillas y sentarse y levantarse rápida y alternativamente. La mayoría de tralfamadorianos no podían saber que el cuerpo y el rostro de Billy no eran hermosos. Creían que era un espléndido ejemplar humano, y esto influía de forma agradable en el estado de ánimo de Billy. Por primera vez en su vida disfrutaba de su cuerpo.

Después de los ejercicios se duchó, se cortó las uñas de los pies, se afeitó y se frotó las axilas con desodorante. Mientras tanto, fuera, un guía del zoológico instalado en una plataforma elevada explicaba lo que Billy hacía y el motivo de sus actos. El guía hablaba por telepatía, transmitiendo con su simple presencia las ondas de su pensamiento a la multitud. Sobre la plataforma en la que se encontraba el guía un pequeño instrumento le hacía posible transmitir a Billy las preguntas de la multitud.

Llegó la primera pregunta, de labios de un locutor de televisión:

—¿Es usted feliz aquí?

—Casi tanto como lo era en la Tierra —contestó Billy Pilgrim. Y era cierto.

En Tralfamadore existían cinco sexos, todos necesarios para la creación de un nuevo individuo. A Billy todos le parecían idénticos, dado que sus diferencias sexuales radicaban en la cuarta dimensión.

Una de las mayores sorpresas que Billy recibió de los tralfamadorianos estaba relacionada con el sexo terrestre. Decían ellos que las tripulaciones de sus platillos volantes habían identificado sobre la Tierra nada menos que siete sexos, todos esenciales para la reproducción. Pero Billy tampoco podía imaginar cuáles eran aquellos cinco sexos desconocidos relacionados todos con la creación de un niño, ya que su actividad se desarrollaba en la cuarta dimensión.

BOOK: Matadero Cinco
4.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Pain of Death by Adam Creed
Regency 02 - Betrayal by Jaimey Grant
Keepsake by Linda Barlow
The Second Life of Abigail Walker by Frances O'Roark Dowell
The Forgotten Fairytales by Angela Parkhurst
This River Awakens by Erikson, Steven
Cry of the Wolf by Juliet Chastain


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024