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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (14 page)

BOOK: Matadero Cinco
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«POR FAVOR, DEJA ESTA LETRINA TAN LIMPIA COMO LA ENCONTRASTE»

Billy miró dentro de las letrinas y comprobó que los lamentos procedían de allí. El lugar estaba abarrotado de americanos con los pantalones bajados. El festín de bienvenida les había transformado en volcanes. Los cubos estaban llenos e incluso rebosaban.

Un americano que estaba cerca de Billy se lamentaba de que lo había defecado todo menos el cerebro. Momentos después decía:

—¡Ahí va! ¡Ahí va! —refiriéndose al cerebro.

Este era yo. Este era yo en persona. El autor de este libro.

Billy huyó de aquella visión infernal. Pasó cerca de tres ingleses que contemplaban el festival de mierda, desde un lugar distante y enfermos de asco.

—¡Abróchate los pantalones! —le gritó uno de ellos cuando pasó.

Así pues, Billy se abrochó los pantalones. Accidentalmente llegó a la puerta de la enfermería. Traspasó la puerta y se encontró de nuevo en Cape Ann, en plena luna de miel, regresando del cuarto de baño.

—Te he echado de menos —dijo Valencia.

—Te he echado de menos —repitió Billy Pilgrim.

Billy y Valencia se durmieron encogidos como un par de bebés y él viajó por el tiempo hasta llegar a un viaje en tren que hizo en 1944, cuando regresaba de las maniobras de Carolina del Sur e iba a los funerales de su padre, en Ilium. Aún no había visto ni la guerra ni Europa. En aquellos tiempos todavía se utilizaban máquinas de vapor.

Billy tuvo que hacer muchos transbordos. Todos los trenes iban despacio. Los vagones olían a carbón quemado, a tabaco de racionamiento y a pedos de personas alimentadas con la única comida existente en tiempos de guerra. La tapicería de los asientos metálicos era tan áspera que Billy apenas pudo dormir. Sólo cuando faltaban tres horas para llegar a Ilium se quedó profundamente dormido, con las piernas tendidas hacia la puerta del vagón restaurante.

El revisor le despertó al llegar el tren a Ilium. Billy asió la bolsa, bajó tambaleándose y permaneció de pie, en el andén de la estación, al lado del revisor, mientras intentaba despertar.

—Echaste una buena siesta, ¿eh? —dijo el revisor.

—Sí —admitió Billy.

—Muchacho —añadió el revisor—, esta vez la agarraste fuerte.

A las tres de la madrugada, dos ingleses ingresaron un nuevo paciente en la enfermería de la prisión. Era un hombre pequeñajo, Paul Lazzaro, el ladrón de coches de Cicero, Illinois. Lo habían atrapado robando cigarrillos de debajo de la almohada de un inglés. Este, medio dormido, le había roto el brazo derecho, dejándolo inconsciente.

El agresor era uno de los que traía a Lazzaro. Su pelo era rojísimo y no tenía cejas. Había representado el papel de Hada Madrina en
La Cenicienta
. Ahora mantenía el cuerpo de Lazzaro con una mano, mientras cerraba la puerta tras de sí con la otra.

—No pesa mucho más que un pollo —comentó.

El inglés que sostenía a Lazzaro por los pies era el coronel que había inyectado el tranquilizante a Billy.

El Hada Madrina estaba confuso y enojado.

—Si hubiera sabido que me la estaba viendo con una gallina —dijo—, no le hubiera dado tan fuerte.

El Hada Madrina hablaba con convicción de lo desagradables que eran los americanos.

—Débiles, malolientes, quejicas… Un puñado de ladrones desgraciados, sucios y comediantes —dijo—. Son peores que los moribundos rusos.

—Realmente, son folloneros —añadió el coronel.

En aquel momento entró un oficial alemán. Consideraba a los ingleses como buenos amigos. Les visitaba casi diariamente, jugaba con ellos, les instruía sobre la historia de Alemania, tocaba en su piano y les daba lecciones de conversación en alemán. A menudo les había dicho que, de no ser por su compañía de personas civilizadas, ya se habría vuelto loco. Hablaba un inglés perfecto.

Se excusó con los ingleses de que tuvieran que compartir su vivienda con los americanos. Y les prometió que el inconveniente no se alargaría más que un par de días, pues los americanos serían trasladados a Dresde para trabajar. Traía con él un librito publicado por la Asociación Alemana de Oficiales de Prisión. Era un reportaje sobre el comportamiento de los prisioneros de guerra americanos en Alemania. Estaba escrito por un americano que había conseguido una gran reputación en el Ministerio de Propaganda alemán. Su nombre era Howard W. Campbell, Jr., y más tarde se colgaría mientras esperaba juicio como criminal de guerra.

Así sucedió.

Al tiempo que el coronel británico reparaba el brazo roto de Lazzaro y preparaba el yeso para el escayolado, el oficial alemán tradujo en voz alta algunos párrafos del libro de Howard W. Campbell, Jr. Campbell había sido un escritor teatral bastante conocido en otro tiempo. Decía así:

«América es la nación más rica de la Tierra, pero sus habitantes son extremadamente pobres. Esta condición hace que los americanos estén destinados a odiarse a sí mismos. Según nos decía el humorista americano Kin Hubbatd: "Ser pobre no es ninguna desgracia, pero puede serlo." De hecho es un crimen que haya un solo americano pobre, a pesar de lo cual América es una nación de pobres. Cualquier nación tiene como tradición popular algunas historias de hombres pobres, pero extremadamente sabios y virtuosos, que por ello eran más apreciados que sus congéneres ricos y poderosos. Entre los americanos no sucede así. Se burlan de sí mismos y se envanecen de sus hazañas. Es normal que el más pobre propietario de cualquier bar o restaurante tenga en la pared de su establecimiento un cartel que interpele con crueldad: "Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?"; pero también lo es que a su vez tenga una bandera americana plantada sobre un pisapapeles junto a la caja registradora.»

El autor del libro había nacido en Schenectady, Nueva York, y se decía de él que tenía el coeficiente de inteligencia más alto de todos los criminales de guerra que se enfrentaron con la horca. Y así era.

«El americano, como todo ser humano, cree muchas cosas que obviamente son falsas
—continuaba el librito—.
De ellas, la más destructiva es su convencimiento de que cualquier americano puede hacer dinero con facilidad. Ignoran lo difícil que es hacerse rico, y, por lo tanto, aquellos que no lo consiguen no cesan de culparse. Y este sentimiento de culpabilidad ha sido de gran utilidad para los ricos y poderosos, que lo han considerado como una excusa para no tener que ayudar en absoluto a los pobres, llegando su desinterés a extremos que quizá no habían sido superados desde los tiempos de Napoleón
.

»América es una nación de novedades. La más sorprendente de todas, que además no tiene precedentes, es su gran masa de pobres indignos, que no se aman los unos a los otros porque tampoco se aman a sí mismos.

»Una vez comprendido todo lo anterior, el desagradable comportamiento de los americanos en las prisiones alemanas deja de ser un misterio.»

A continuación, Howard W. Campbell, Jr., se refería al informe de los americanos que tomaron parte en la Segunda Guerra Mundial:

«A lo largo de la historia, cualquier ejército, próspero o no, ha intentado vestir incluso a sus elementos más humildes de una forma impresionante, tanto para sí mismos como para los demás, presentándolos como hombres rudos, expertos en la bebida y el amor y siempre dispuestos a matar o a morir. Por el contrario, el ejército americano envía a sus hombres a luchar y a morir con un traje civil algo modificado, evidentemente hecho para otro hombre; un lote esterilizado y sin planchar, que muy bien podría ser el regalo de las ancianas damas caritativas a los borrachos y desgraciados.

»Cuando un oficial americano vestido sin esmero alguno se dirige a uno de sus chicos tan indignamente uniformado, también le grita, al igual que cualquier oficial de cualquier ejército. Ahora bien, su enojo no es, como sucede en otros ejércitos, puramente teatral. Es una reacción de odio hacia los pobres, que no pueden echar las culpas a nadie más que a sí mismos.

»Así pues, advierto a los administradores de las prisiones que tengan que tratar por primera vez con soldados americanos prisioneros de guerra que no esperen de ellos amor fraternal, ni siquiera entre hermanos. No existe cohesión alguna entre estos individuos. Se comportan como niños mimados, que a menudo desearían morir por despecho.»

Campbell hablaba de distintas experiencias alemanas con cautivos americanos. En todos los campos se les conocía como los prisioneros de guerra más quejicas, más sucios y menos fraternales. Eran incapaces de concertar una acción para su propio bienestar. Y despreciaban a sus propios superiores, negándose a obedecerles e incluso a escucharles, bajo el pretexto de que se encontraban en su misma situación y por lo tanto no tenían por qué darse importancia. Y así todo.

Billy Pilgrim se durmió y despertó viudo en su casa de Ilium. Su hija Barbara le estaba reprochando el que escribiera cartas ridículas a los periódicos.

—¿Oíste lo que dije? —preguntó Barbara.

—Claro —repuso Billy, que había estado dormitando. Se encontraba nuevamente en 1968.

—Si vas a portarte como un niño, quizá tengamos que tratarte como a tal.

—Esto no es lo que toca suceder ahora —dijo Billy.

—Ya veremos qué es lo que toca suceder. —La corpulenta Barbara se cruzó de brazos—. Hace un frío terrible aquí. ¿Es que no hay calor?

—¿Calor?

—La caldera… la cosa esa que hay en el sótano, ese aparato que calienta agua y reparte el vapor por toda la casa. Me parece que no funciona.

—Quizá no.

—¿Y no tienes frío?

—No me había dado cuenta.

—¡Oh, Dios mío!, eres un niño. Si te dejáramos solo aquí te morirías de frío, y de hambre.

Y siguió la retahíla. A ella le resultaba muy excitante poderle destrozar la dignidad en nombre del amor.

Barbara llamó a un operario para que reparase la calefacción, metió a Billy en la cama y le hizo prometer que mantendría funcionando la manta eléctrica en tanto no estuviese arreglado lo del calor. Puso el control de la manta al máximo, con lo que la cama de Billy adquirió una temperatura ideal para cocer pan, y luego se marchó cerrando la puerta con un trompazo.

Entonces Billy viajó nuevamente por el tiempo, hasta el zoo de Tralfamadore. Le acababan de traer una pareja de la Tierra. Era Montana Wildhack, estrella de cine.

Montana se encontraba bajo los efectos de un fuerte sedante. Los tralfamadorianos, provistos de caretas antigás, la entraron y la dejaron sobre el diván amarillo de Billy; luego se retiraron. La multitud de fuera disfrutaba de lo lindo. Las estadísticas de afluencia al zoo se estaban superando ampliamente. Todos los habitantes del planeta querían ver a la pareja terrícola.

Montana iba desnuda, al igual que Billy, claro. De repente sintió un fuerte tirón. Uno nunca sabe cuándo va a sufrir uno.

Ella empezaba a mover los párpados. Sus pestañas parecían alas de insecto.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Todo va bien —dijo Billy suavemente—. Por favor, no tema.

Montana había permanecido inconsciente durante todo el viaje. Los tralfamadorianos no habían hablado con ella, ni tan siquiera se le habían mostrado. Lo último que recordaba era haber estado tomando el sol en una piscina de Palm Spring, California. No tenía más que veinte años. Alrededor del cuello llevaba una cadena de plata, con un medallón en forma de corazón que pendía entre sus senos.

Volvió la cabeza y vio a varios millares de tralfamadorianos fuera de la cúpula. La estaban aplaudiendo en un rápido cerrar y abrir de sus manitas verdes.

Montana chilló y chilló.

Todas las manitas se encogieron. El terror de Montana era muy desagradable para ellos. Por eso, el jefe encargado del zoo ordenó a un empleado que cubriera la cúpula con una lona azul marino, para ocultar a sus inquilinos y simular la noche terrestre en su interior. Allí, en el zoo de Tralfamadore, la verdadera noche sólo caía durante una hora cada sesenta y dos horas (terrestres, naturalmente).

Billy encendió la lámpara de pie y al iluminarse la estancia el cuerpo de Montana destacó su relieve. Entonces él recordó la fantástica arquitectura de Dresde, antes de que fuera bombardeada.

Pasado algún tiempo, Montana llegó a querer y a confiar en Billy Pilgrim. El no la tocó hasta que ella le hubo demostrado claramente que así lo deseaba. Después de haber permanecido en Tralfamadore el tiempo correspondiente a una semana terrestre, una noche ella le pidió tímidamente que durmieran juntos. Y así lo hicieron. Fue paradisíaco.

Billy viajó por el tiempo, desde esta deliciosa cama hasta 1968. Estaba en su cama de Ilium, y la manta eléctrica calentaba al máximo. El sudor le empapaba, y tenía el vago recuerdo de que su hija le había acostado, ordenándole que permaneciera allí hasta que la calefacción funcionara.

Alguien llamaba con los nudillos a la puerta de su dormitorio.

—¿Sí? —dijo Billy.

—Soy el operario.

—¿Sí?

—La calefacción ya funciona. Empieza a calentar.

—Bien.

—Un ratón se había comido la protección del termostato.

—Lo tendré en cuenta.

El día siguiente a su sueño, por la mañana, Billy decidió volver al trabajo en su consultorio de la tienda de la plaza. El negocio marchaba como siempre, y sus empleados se portaban bien. Se sorprendieron al verle. Su hija les había dicho que quizá no volviera a trabajar jamás.

Se dirigió al consultorio y pidió que le pasaran al primer paciente. Le tocó a un muchacho de doce años, que venía acompañado de su madre viuda. Eran forasteros, recién llegados a la ciudad. Después de algunas preguntas, Billy supo que el padre del muchacho había muerto en Vietnam, durante la famosa batalla de los cinco días, en la
Cota
875, cerca de Dakto. Así era.

Mientras examinaba los ojos del muchacho, Billy habló como por casualidad de sus aventuras en Tralfamadore, y aseguró al huérfano que su padre aún estaba vivo y que podría verlo una y otra vez.

—¿No es reconfortante? —preguntó Billy.

De pronto, la madre del muchacho salió y le dijo al recepcionista que era evidente que aquel señor se estaba volviendo loco. Billy fue llevado a su casa. Y de nuevo su hija le dijo:

—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá! ¿Qué vamos a hacer contigo?

6

Escuchad:

Billy Pilgrim cuenta que, la noche siguiente a su ingreso en el sector británico del campo de exterminio de prisioneros de guerra rusos, fue destinado a Dresde, Alemania.

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