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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (5 page)

Weary había hablado a Billy Pilgrim de la «Doncella de Hierro», del agujero que tenía en la base y de su utilidad. También le había hablado de los dum-dum y de la pistola «Derringer» de su padre, que podía llevarse en el bolsillo del chaleco y aun así agujerear a un hombre y «atravesarlo limpiamente».

Una vez apostó a que Billy no sabía siquiera lo que era un canalón de sangre. Billy creyó adivinar que se trataba del desagüe de la «Doncella de Hierro», pero estaba equivocado. Un canalón de sangre, según supo después, es el ligero surco que existe en la hoja de una espada o una bayoneta.

También le habló Weary a Billy de las torturas sobre las que había leído o visto en el cine, o que había oído por la radio, y de otras torturas que él mismo había inventado. Una de sus invenciones consistía en meter un taladro de dentista por los oídos de un individuo. Un día le preguntó a Billy cuál creía que era la peor forma de ejecución. Y como éste no tuviera opinión al respecto, la respuesta correcta resultó ser: «Se ata al tío en un hormiguero del desierto boca arriba, se le unta el escroto con miel y se le cortan los párpados para que tenga que mirar al sol hasta que muera.» Así es.

Ahora, echados en el hoyo después de los fallidos disparos, Weary obligó a Billy a echar una detenida ojeada a su cuchillo de trinchera. No formaba parte del equipo que había recibido del gobierno. Era un regalo de su padre. Tenía una hoja de diez centímetros que adquiría una forma triangular al unirse al puño. Este consistía en un mango de bronce provisto de cinco anillas soldadas, en las cuales Weary introducía sus dedos regordetes. Las anillas no eran lisas, sino que estaban cubiertas de púas en su parte externa.

Weary rozó las mejillas de Billy con las púas y, reprimiendo su instinto salvaje, le preguntó:

—¿Qué te parecería si te dieran con eso, eh? ¿Hum?

—No me parecería nada —repuso Billy.

—¿Sabes por qué la hoja es triangular?

—No.

—Pues porque produce una herida que no se cierra jamás.

—¡Ah!

—Hace un agujero de tres bordes. Si le clavas a un tío un cuchillo ordinario le haces un corte, ¿no? Y esa raja se cierra rápido y bien, ¿no?

—Sí.

—Mierda. ¿Qué es lo que sabes tú? ¿Qué diablos te han enseñado en la escuela?

—No he estado allí mucho tiempo —dijo Billy.

Y era cierto. Sólo había ido durante seis meses a una escuela especializada, la Escuela de Óptica de Ilium, y aun ésa había sido una escuela nocturna.

—¡Quiero decir la Escuela del Arroyo! —explicó Weary duramente.

Billy se encogió de hombros, y Weary concluyó:

—La vida es mucho más de lo que se lee en los libros. Ya lo verás algún día.

Allí, en el hoyo, Billy tampoco replicó a eso. No tenía ganas de entablar una conversación innecesaria. Estuvo tentado de decir que sí, que sabía un par de cosas sobre cuchillos. Pero calló. Después de todo, Billy había contemplado torturas y horribles heridas desde su infancia, al principio y al final de casi todos los días. Pues en la pared de su pequeño dormitorio de Ilium tenía un crucifijo extremadamente espantoso. Un cirujano militar hubiera sabido admirar la fidelidad clínica del artista al representar las heridas de Cristo: el
lanzazo
, las espinas, los agujeros de los clavos… El Cristo de Billy había muerto de una forma horrible. Era digno de lástima.

Así es.

Billy no era católico, a pesar de que creció soportando la visión del fantasmagórico crucifijo colgado en la pared de su habitación. Su padre no tenía religión alguna y su madre solamente era sustituta de organista en varias iglesias de la ciudad. Se llevaba a Billy con ella a todos los lugares donde tocaba, e incluso le enseñó a tocar un poquito. Solía decir que se haría de alguna religión tan pronto decidiera cuál era la verdadera.

Pero nunca lo decidió. Sin embargo tenía una terrible obsesión por los crucifijos. Compró uno en una tienda de regalos de Santa Fe, durante un viaje de recreo que la pequeña familia hizo al Oeste durante la Gran Depresión. Como muchos otros americanos, la mujer intentaba construirse una vida que tuviera sentido basándose en los objetos que encontraba en las tiendas de regalos.

Y el crucifijo fue a parar a la pared de la habitación de Billy Pilgrim.

Dentro del hoyo, acariciando el mango de nogal de sus fusiles, los dos exploradores dijeron en un murmullo que era el momento de moverse otra vez. Habían pasado diez minutos y nadie había acudido para ver si les habían dado y rematarlos. Quienquiera que fuese, el que había disparado estaba muy lejos y probablemente solo.

Nuestros cuatro vagabundos salieron del agujero a gatas. Nadie volvió a disparar. Fueron avanzando por el bosque, siempre a gatas y lentamente, como desdichados mamíferos que eran. El bosque era oscuro y viejo, con pinos plantados en hilera y sin rastro de maleza. El suelo estaba cubierto de un manto de nieve virgen de unos diez centímetros de espesor. No tenían otro remedio que dejar sus huellas sobre la nieve, tan claras como los diagramas de los libros de baile de salón:
adelante-de-lado-descanso, adelante-de-lado-descanso
.

—¡Acércate de una vez y no te alejes más! —advirtió Roland Weary a Billy Pilgrim mientras avanzaban.

Weary parecía un fardo de lana. Era bajo y grueso y llevaba encima todo lo que había constituido su equipo, así como todos los regalos que había recibido de su casa: casco, forro del casco, gorro de lana, bufanda, guantes, camiseta de algodón, camiseta de lana, camisa de algodón, camisa de lana, jersey, chaqueta, guerrera, calzoncillos de algodón, calzoncillos de lana, pantalones de lana, calcetines de algodón, calcetines de lana, botas de combate, máscara de gas, cantimplora, estuche para la comida, estuche-botiquín, puñal de trinchera, manta, impermeable con capucha, una Biblia a prueba de balas, un folleto titulado
Conozca a su enemigo
, otro titulado
¿Por qué luchamos?
y un tercero de frases alemanas escritas según la fonética inglesa. Este último le permitiría preguntar a los alemanes, llegado el caso, cosas como éstas: «¿Dónde están vuestros cuarteles?» «¿De qué armas disponéis?», o decirles: «Rendíos, vuestra situación es desesperada», etcétera.

Además, tenía un trozo de madera de balsa que le servía de almohada, una cajita profiláctica que contenía dos preservativos («¡Solamente para prevenir la enfermedad!»), un silbato que no quería enseñar a nadie hasta que lo ascendieran a cabo y una sucia fotografía de una mujer intentando consumar el acto sexual con un potrillo de Shetland. Había enseñado esa fotografía a Billy Pilgrim varias veces.

La mujer y el potrillo habían posado sobre un fondo de cortinajes de terciopelo atestados de globos, y estaban flanqueados por sendas columnas dóricas, ante una de las cuales había una palmera en un tiesto. La foto de Weary era de las más antiguas en la historia de la fotografía pornográfica. La palabra
fotografía
fue utilizada por primera vez en 1839, año en que Louis J. M. Daguerre reveló a la Academia Francesa que una imagen fijada sobre una placa de metal cubierta con una fina película de yoduro de plata podía revelarse en presencia de vapor de mercurio.

En 1841, sólo dos años después de eso, un ayudante de Daguerre, André Le Fèvre, era arrestado en los Jardines de las Tullerías —en el mismo lugar, precisamente, donde Weary compró su foto— por intentar vender a un caballero la fotografía de la mujer y el potrillo. Le Fèvre se defendió diciendo que la fotografía era arte puro y que su intención era hacer revivir la mitología griega. Argumentó que la columna y la palmera lo demostraban, y cuando le preguntaron qué mito intentaba representar, Le Fèvre replicó que había miles de mitos como ése de la mujer-mortal y el potrillo-dios…

Le condenaron a seis meses de prisión. Y murió allí, de pulmonía. Así fue.

Billy y los exploradores no eran ya más que piel y huesos. En cambio a Roland Weary le quedaba aún grasa para quemar. Era un verdadero horno ardiente, bajo todo aquel montón de lana, correas y lonas que cargaba. Tenía tanta energía que se pasaba el tiempo recorriendo la distancia que separaba a Billy de los exploradores, portando mensajes que nadie había enviado y que a nadie gustaba recibir. Además empezó a creerse que, puesto que andaba mucho más ocupado que los demás, le correspondía ser el jefe de la expedición.

Se sentía tan ardiente y tan arrojado que, de hecho, no tenía sensación de peligro. Su visión del mundo exterior se limitaba a lo que podía ver por la estrecha rendija que separaba el borde de su casco del de la bufanda que le habían mandado de su casa, y que escondía su rostro desde el puente de la nariz hasta el cuello. Iba tan abrigado que incluso podía imaginar que estaba en su hogar, sano y salvo, superviviente de la guerra, contando a su hermana y a sus padres una verdadera historia de guerra. Pero la verdadera historia de la guerra estaba aún sin terminar.

La versión de Weary de la verdadera historia de la guerra era algo así: hubo un gran ataque germano y Weary y sus camaradas antitanques lucharon como demonios hasta que todos murieron, menos Weary. Eso es. Después, Weary se unió a dos exploradores, e inmediatamente se hicieron muy amigos. Decidieron intentar la vuelta a su propio frente. Tenían que andar aprisa, pues estarían perdidos si los cogían. Se estrecharon las manos y se llamaron a sí mismos los «Tres Mosqueteros».

Pero entonces, aquel condenado colegial, tan débil que no debía haber ido nunca al ejército, les pidió que le dejaran ir con ellos. No tenía siquiera una pistola o un cuchillo, ni tampoco casco, ni gorro. Además, no podía andar derecho; iba meneándose continuamente arriba-y-abajo, arriba-y-abajo, volviendo loco a todo el mundo y abandonando su posición. Era digno de lástima. Los «Tres Mosqueteros» empujaron, cargaron y arrastraron al colegial todo el camino de vuelta a sus líneas. Y salvaron su maldito pellejo.

Entretanto, en la realidad, Weary volvía sobre sus pasos, intentando averiguar qué le había sucedido a Billy. Les había dicho a los exploradores que esperaran mientras él iba a buscar al colegial. En el camino, al pasar por debajo de una rama baja, ésta chocó con su casco emitiendo un
clone
que él no oyó. Luego, en algún lugar, un gran perro ladró pero él tampoco lo oyó. ¿Qué le sucedía? Simplemente que su historia estaba en un momento muy excitante: veía a un oficial felicitando a los «Tres Mosqueteros» y diciéndoles que les impondría la medalla de bronce.

—¿Puedo hacer algo más por ustedes, muchachos? —preguntaba el oficial.

—Sí, señor —respondía uno de los exploradores—. Nos gustaría estar juntos hasta que terminase la guerra, señor. ¿Puede usted conseguir de alguna forma que nadie separe a los «Tres Mosqueteros»?

Billy se había detenido en el bosque. Estaba apoyado contra un árbol con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y las aletas de la nariz dilatadas. Parecía un poeta en el Partenón.

Esta fue la primera vez que Billy se alejó del tiempo. Primero su atención empezó a recorrer el arco iris completo de su vida y llegó hasta la muerte, que era una luz violeta. No había nadie ni nada, sólo aquella luz violeta y un zumbido.

Después Billy volvió a sumergirse en la vida retrocediendo hasta el momento antes de nacer, donde todo era luz roja y sonido de burbujas. Luego regresó nuevamente a la vida y se detuvo. Se vio de jovencito, tomando una ducha en compañía de su peludo padre, en el YMCA de Ilium. Olía el cloro de la piscina que había en la sala contigua y oía el ruido de las palancas del trampolín.

El jovencito Billy estaba aterrorizado, porque su padre le había dicho que iba a aprender a nadar por el método de hundirse-o-nadar. Le echaría a las profundidades, le explicaba, y Billy nadaría perfectamente.

Aquello sería como una ejecución. Billy se sentía entumecido mientras su padre le llevaba desde las duchas hasta la piscina. Tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió se encontró en el fondo de la piscina, oyendo por todas partes una música maravillosa. Perdió el conocimiento, pero la música continuó. Casi no se dio cuenta de que alguien lo rescataba. Y Billy lo lamentó.

Desde allí viajó por el tiempo hasta 1965. Tenía cuarenta y un años y se dirigía a visitar a su decrépita madre en Pine Knoll, un asilo de ancianos adonde la había llevado el mes anterior. Estaba enferma de pulmonía y no se esperaba que sobreviviera. Sin embargo, todavía vivió muchos años después de aquello.

La anciana casi no tenía voz, de manera que Billy tuvo que pegar su oreja derecha a los apergaminados labios para oírla. Evidentemente tenía algo muy importante que decir.

—¿Cómo…? —empezó. Y calló. Estaba demasiado cansada.

Esperaba no tener que terminar la frase, confiaba en que Billy lo haría por ella.

Pero Billy no tenía ni idea de lo que quería decir.

—¿Cómo… qué, madre? —preguntó.

Ella tragó saliva con dificultad, e incluso derramó alguna lágrima. Después reunió toda la energía que quedaba en su arruinado cuerpo, incluida la de las puntas de los dedos de los pies, y al fin pudo acumular la suficiente para murmurar la frase completa.

—¿Cómo me he vuelto tan vieja?

La madre de Billy perdió el conocimiento, y una linda enfermera sacó a Billy de la habitación. En el preciso momento en que Billy salía al pasillo pasaron unos sanitarios transportando el cuerpo de un anciano cubierto con una sábana. El hombre, en su tiempo, había sido un famoso corredor de maratón… Por cierto que esto fue antes de que Billy se rompiera la cabeza en el accidente de aviación, y antes de que se convirtiera en conferenciante y propagador del tema de los platillos volantes y de los viajes por el tiempo.

Billy estaba sentado en una sala de espera. Aún no era viudo. Estaba sentado, como decíamos, en un confortable sillón y notó algo duro debajo del cojín tapizado. Lo sacó y vio que se trataba del libro
La ejecución del soldado Slovik
, de William Bradford Huie. Era un relato histórico de la muerte, ante un pelotón de ejecución, del soldado Eddie D. Slovik, placa 36.896.415, el único soldado americano que hubo de ser fusilado por cobardía desde la Guerra Civil. Así fue.

En aquel libro, Billy leyó la opinión de un abogado que revisó el caso Slovik, y que concluía así:
«Había desafiado directamente la autoridad del gobierno, y una futura disciplina se basa en una decidida réplica a este desafío. Si la pena de muerte debe imponerse en las deserciones también debió ser impuesta en ese caso no como una medida de castigo ni de venganza, sino para mantener esta disciplina, que es lo único que
puede poner a un ejército en condiciones de vencer a su enemigo. Nadie pidió demencia en aquel caso, ni tampoco este libro intenta comprensión.»
Así fue.

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