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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (4 page)

»Cuando un tralfamadoriano ve un cadáver, todo lo que se le ocurre pensar es que la persona muerta se encuentra en malas condiciones en aquel momento particular; pero sabe que aquella misma persona puede encontrarse estupendamente en muchos otros momentos. Ahora, después de aquella experiencia junto a ellos, cuando oigo decir que alguien ha muerto, me encojo de hombros, simplemente, y digo lo que los tralfamadorianos dicen acerca de las personas muertas, esto es: "Así son las cosas".»

Y así sucesivamente.

Billy trabajaba en aquella carta en la habitación trasera del sótano de su vacía casa. Era el día libre de su ama de llaves. Y la razón por la que estaba escribiendo allí, y no en cualquier otra parte, era que la única máquina de escribir que tenía —un auténtico trasto viejo que pesaba tanto como un acumulador— no había fuerza humana que pudiera trasladarla fácilmente.

La calefacción de gas oil se había apagado —un ratón había roído el alambre que accionaba el termostato— y la temperatura de la casa había descendido hasta los diez grados centígrados. Pero Billy ni se había enterado. Y no es que fuera muy abrigado, pues iba con los pies descalzos y todavía vestía el pijama con un albornoz encima, a pesar de que era ya entrada la tarde.

Los pies desnudos de Billy estaban fríos y marmóreos. Pero las fibras de su corazón eran, a pesar de todo, como carbones ardientes. Lo que le hacía sentir tanto calor era la creencia de que iba a conseguir la felicidad de mucha gente al decir la verdad sobre el tiempo. El timbre de la puerta, en el piso de arriba, había estado llamando una y otra vez sin que él oyera nada. Era su hija Barbara, que al fin entró utilizando un llavín y recorrió la casa llamando: «¿Papá? ¿Papá, dónde estás?» Y otras cosas por el estilo.

Billy no le contestó, porque no la oía, de manera que ella fue poniéndose más y más histérica, esperando encontrar el cadáver de su padre de un momento a otro. De pronto se le ocurrió buscar en el último lugar que le quedaba por mirar: la habitación del sótano.

—¿Por qué no me has contestado cuando te llamaba? —preguntó Barbara, de pie en la puerta del sótano. Traía un ejemplar del periódico de la tarde, en el que Billy había descrito a sus amigos de Tralfamadore.

—No te había oído —contestó Billy.

La situación en aquel momento era ésta: Barbara tenía sólo veintiún años, pero creía que su padre era un viejo aun cuando éste no tuviera más que cuarenta y seis. Pensaba que su progenitor estaba senil a causa del daño sufrido por el accidente de aviación, y además se consideraba a sí misma el cabeza de familia, ya que había tenido que hacerse cargo de los funerales de su madre. También había tenido que preocuparse de encontrar un ama de llaves para Billy y todo lo demás. Aparte de esto, Barbara y su marido tenían que cuidar de los intereses comerciales de Billy, que eran considerables, ya que a él parecían importarle un comino sus negocios. En fin, que todas esas responsabilidades, a tan temprana edad, la habían vuelto un poco impertinente.

Y, entretanto, Billy persistía en mantener su dignidad persuadiendo a Barbara y a todo el mundo de que estaba muy lejos de ser un viejo caduco, y de que, por el contrario, se dedicaba fervientemente a responder a una llamada mucho más importante que la de los simples negocios.

Creía, nada menos, que su oficio era el de prescribir unos lentes correctores para las almas terrestres, ya que muchas de ellas estaban perdidas y afligidas porque, pensaba Billy, no tenían una visión de las cosas como la de sus pequeños amigos verdes de Tralfamadore.

—No me mientas, papá —dijo Barbara—. Sé perfectamente bien que me oíste cuando te llamé.

Era una muchacha bastante bonita, a excepción de las piernas, que parecían las patas de un gran piano eduardiano. Luego descargó su furor sobre él a causa de la carta del periódico. Le dijo que estaba haciendo de sí mismo y de cuantos le rodeaban el hazmerreír de la ciudad.

—Papá, papá, papá —concluyó Barbara—, ¿qué vamos a hacer contigo? ¿Vas a obligarnos a llevarte donde está tu madre?

La madre de Billy aún vivía. Estaba siempre en cama, en un asilo de ancianos llamado Pine Knoll y situado en un extremo de Ilium.

—¿Qué pasa con mi carta que te ha enfurecido tanto? —quiso saber Billy.

—Pues que es una locura. ¡Nada de eso puede ser verdad!

—Todo es verdad.

Estaba claro que Billy no iba a enfurecerse como su hija, pues él nunca se enfadaba por nada. En este aspecto era maravilloso.

—No hay ningún planeta llamado Tralfamadore —arguyó ella.

—Lo que sucede es que no puede ser detectado por la Tierra, si es que te refieres a eso —explicó Billy—. Tampoco la Tierra puede ser detectada desde Tralfamadore. Ambos son muy pequeños. Y están muy alejados el uno del otro.

—¿De dónde sacaste un nombre tan extraño como Tralfamadore?

—Es así como lo llaman las criaturas que lo habitan.

—¡Oh, Dios mío! —estalló Barbara, que desahogó su irritación volviéndose de espaldas a él y golpeándose los puños—. ¿Puedo hacerte una pregunta muy simple?

—Claro.

—¿Por qué nunca mencionaste nada de eso antes del accidente de aviación?

—Porque consideré que el mundo no estaba todavía maduro.

Y así sucesivamente. Billy dice que se alejó del tiempo por primera vez en 1944, mucho antes de su viaje a Tralfamadore. Los tralfamadorianos no tenían nada que ver con su alejamiento. Lo único que ocurrió es que fueron ellos quienes le hicieron comprender lo que realmente le sucedía.

Ocurrió durante el apogeo de la Segunda Guerra Mundial, siendo asistente de un capellán. El asistente del capellán es, por costumbre, objeto de risa y chanzas en el ejército americano. Y Billy no constituía una excepción. Era incapaz de hacer daño a sus enemigos o de ayudar a sus amigos. De hecho no tenía amigos. Simplemente hacía de camarero de un predicador; no esperaba ni promoción ni medallas, carecía de armas y tenía una fe mansa en un amoroso Jesús. Tan mansa que a la mayoría de los soldados les parecía putrefacta.

Mientras estuvieron de maniobras en Carolina del Sur, Billy tocaba los himnos que había aprendido en su infancia en un pequeño órgano negro a prueba de agua, que tenía treinta y nueve teclas y dos registros:
vox humana
y
vox celeste
. También se encargaba del mantenimiento de un altar portátil, constituido por una caja de madera de olivo de color pardo con unas patas empotradas y forradas de una llamativa felpa escarlata en la que anidaban una cruz de aluminio anodizado y una Biblia.

El altar y el órgano habían sido construidos por una fábrica de aspiradores de Camden, Nueva Jersey. Eso es.

En cierta ocasión, estando de maniobras, Billy tocaba «Nuestro Dios es una poderosa fortaleza» con música de Juan Sebastián Bach y letra de Martin Luther, cuando apareció un árbitro. Era domingo por la mañana y Billy y su capellán habían reunido una congregación de unos cincuenta soldados en una colina de Carolina. Aquel día había árbitros por todas partes, es decir, esos hombres que dicen quién gana o pierde una batalla teórica, y quién está muerto o vivo.

El árbitro traía una noticia la mar de cómica: la congregación había sido el blanco teórico de un teórico avión enemigo, y ahora todos estaban teóricamente muertos. Después de reír hasta casi reventar, aquellos cadáveres teóricos se dieron un atracón con una buena y abundante comida.

Años después, recordando ese incidente, Billy se sorprendía pensando en la aventura tralfamadoriana que había vivido con aquella muerte. Estuvo muerto y comió al mismo tiempo.

Hacia el final de las maniobras a Billy le dieron un permiso especial para que fuera a su casa, dado que su padre, el barbero de Ilium, Nueva York, había sido muerto por un amigo que le disparó mientras cazaban venados. Así fue.

Al regresar del permiso Billy se encontró con la orden de que debía atravesar el Atlántico. Lo necesitaban en los cuarteles de una compañía de un regimiento de infantería que luchaba en Luxemburgo: el asistente del capellán del regimiento había muerto en acción de guerra. Así fue.

Cuando Billy se unió al regimiento, éste sufría las consecuencias de un rápido proceso de destrucción bajo el fuego alemán. Era la famosa batalla de Bulge. Billy no llegó a encontrarse con el capellán al que debía acompañar, ni recibió nunca un casco de acero o unas botas de combate. Corría el mes de diciembre de 1944 y los alemanes realizaban el último ataque importante que hicieron en la guerra.

Billy sobrevivió pero se convirtió en un aturdido vagabundo, bastante alejado de los nuevos frentes alemanes. Otros tres vagabundos, no tan aturdidos como él, permitieron que les acompañara. Dos de ellos eran exploradores y el otro artillero antitanques. No poseían ni alimentos ni mapas, por lo que, para evitar a los alemanes, fueron penetrando en silenciosos bosques cada vez más profundos. Comían nieve.

Iban en fila india. En primer lugar caminaban los exploradores, listos, graciosos y silenciosos, provistos de sendos rifles. Después venía el artillero antitanques, torpe y aturdido, constantemente al acecho de los alemanes con un «Cok» 45 automático en una mano y un puñal de trinchera en la otra. El último era Billy Pilgrim, con las manos vacías, fríamente dispuesto a morir.

Billy tenía una figura insensata: metro ochenta y ocho de estatura y un pecho semejante a una caja de cerillas.

No tenía casco, no tenía guerrera, no tenía armas, no tenía botas. Llevaba los pies metidos en unos zapatos de calle baratos —los mismos que había calzado en los funerales de su padre— a uno de los cuales le faltaba el tacón, lo que le hacía andar oscilando arriba-y-abajo, arriba-y-abajo. Este baile involuntario, arriba-y-abajo, arriba-y-abajo, le producía escozor en la articulación de la cadera. Su indumentaria, consistía en una chaqueta deportiva delgada, una camisa, unos pantalones de lana de la que pica, y unos calzoncillos largos impregnados de sudor.

Era el único de los cuatro que llevaba barba, una barba erizada y escasa, algunos de cuyos erizados pelos ya eran blancos a pesar de que Billy tenía veintiún años. Además se estaba quedando calvo y el viento, el frío y el ejercicio violento habían dado a su rostro un color carmesí.

No se parecía en nada a un soldado. Semejaba un mugriento pajarraco.

Durante el tercer día de vagabundeo alguien les disparó cuatro tiros desde lejos mientras cruzaban una estrecha carretera adoquinada. El primer disparo fue para los exploradores y el siguiente para el artillero antitanques, cuyo nombre era Roland Weary.

La tercera bala iba dirigida al mugriento pajarraco, que se había quedado inmóvil en el mismo centro de la carretera. Cuando pasó zumbando junto a su oreja la mortal avispa, Billy permaneció allí, de pie, cortésmente, dando otra oportunidad al francotirador. Su interpretación personal de las reglas de la guerra suponía que al tirador
debía
concedérsele una segunda oportunidad. La siguiente bala pasó a unos centímetros de su rótula y se alejó hasta perderse el sonido.

Mientras tanto, Roland Weary y los exploradores se habían puesto a salvo en un hoyo. Fue Weary quien le gruñó a Billy. «¡Sal de la carretera, chulo de putas!» La última palabra constituía una verdadera novedad en el lenguaje de la gente blanca de 1944. Para Billy, que no había estado nunca con una puta, aquélla era una expresión fresca y sorprendente. Surtió efecto: le hizo despertar y apartarse de la carretera.

—Otra vez te he salvado la vida, necio bastardo —dijo Weary a Billy, en el hoyo.

Había estado salvándole la vida continuamente. Con aquel muchacho era absolutamente necesario echar mano de la crueldad pues él no hubiera dado un solo paso para salvarse. En efecto, Billy quería abandonar. Tenía frío, hambre, aturdimiento y era incompetente. Para él, en aquellos momentos apenas existían diferencias entre estar dormido o estar despierto; ya no distinguía entre andar o quedarse quieto.

Deseaba que todo el mundo le dejara solo. «Muchachos, continuad sin mí», repetía una y otra vez.

La guerra era una cosa tan nueva para Billy como para Weary. Porque también éste era un sustituto. Formaba parte de una batería de artilleros, pero solamente había ayudado a disparar un proyectil, en un cañón antitanque de 57 milímetros. El cañón hizo un ruido desgarrado, como si se hubiera abierto la cremallera de la bragueta del Dios Todopoderoso, y barrió la nieve llevándose por delante la vegetación. El disparo no dio en el blanco, pero la huella dejada en el suelo mostró con toda exactitud a los alemanes el camuflado escondrijo del arma.

El tanque «Tigre» a quien iba destinado el cañonazo giró lentamente su hocico de 88 milímetros, vio el rastro en el suelo y disparó. Murieron todos los de la batería menos Weary. Así fue.

Roland Weary tenía sólo dieciocho años cuando esto ocurría, y se encontraba al final de una desdichada infancia pasada en su mayor parte en Pittsburg, Pennsylvania. En su ciudad natal nadie le podía ver. Y no le podían ver porque era estúpido, gordo y tacaño, y porque olía como un cerdo por mucho que se lavase. La gente no quería ni verle y por eso se lo quitaban de encima.

A Weary le ponía malo eso de que se lo quitaran de encima. Cuando alguien se desembarazaba de él iba en busca de otra persona que todavía fuera menos popular, rondaba con ella durante algún tiempo simulando ser un buen amigo, y después buscaba cualquier pretexto para pelearse con ella y hacerle sacar las tripas por la boca.

Era un modelo en su género. Comenzó a mantener unas relaciones locas, sexuales y criminales con las personas a quienes había pegado alguna vez. Les hablaba de la colección de armas de fuego, de espadas, de instrumentos de tortura, de piernas metálicas y demás que tenía su padre. El padre de Weary, que era lampista, poseía una colección de cosas de éstas que estaba asegurada en cuatro mil dólares. Y no era él sólo quien se divertía con este
hobby
: pertenecía a un club compuesto por personas que coleccionaban tales objetos.

En cierta ocasión el padre de Weary regaló a la madre de Weary un retuerce-pulgares español que todavía funcionaba, para que lo utilizara como pisapapeles. Otra vez le hizo una lamparilla de mesa cuya base era una reproducción de treinta centímetros de altura de la famosa «Doncella de Hierro de Nuremberg». La verdadera «Doncella de Hierro» era un instrumento de tortura de la Edad Media que consistía en una especie de recipiente con forma de mujer por fuera y forrado con clavos por dentro, cuya mitad delantera estaba compuesta por dos puertas. La idea era poner dentro al criminal, y después cerrar las puertas lentamente. En el lugar de los ojos había dos clavos especiales, y en su base tenía un agujero para dejar salir la sangre. Así es.

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