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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (20 page)

BOOK: Matadero Cinco
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Y así seguidamente.

Uno de los libros que Lily le había traído a Rumfoord era
La destrucción de Dresde
, de un inglés llamado David Irving. Era una edición americana publicada por Holt, Rinehart & Winston en 1964. Lo que Rumfoord quería sacar de él era parte del prefacio, escrito por sus amigos Ira C. Eaker, teniente general retirado de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, y el mariscal de la Aviación Británica sir Robert Saundby.

«Me es difícil comprender a los ingleses y americanos que lloran por sus enemigos muertos y no son capaces de derramar una sola lágrima por nuestras valientes tropas perdidas en combate frente a tan cruel enemigo
—escribía su amigo el general Eaker—.
Creo que cuando el señor Irving se puso a escribir su descripción de la terrorífica matanza de civiles en Dresde debía haber recordado que las V-1 y las V-2 caían a su vez sobre Inglaterra, matando hombres, mujeres y niños sin discriminación, tal como era su intención
. Y
tampoco estaría nada mal que recordaran Buchenwald y Coventry.»

El prefacio de Eaker terminaba así:

«Lamento profundamente que las bombas británicas y estadounidenses mataran a 135.000 personas en el bombardeo de Dresde, pero, recordando quién empezó la última guerra, lamento mucho más la pérdida de más de 5.000.000 de vidas aliadas en un grandioso esfuerzo por destruir completa y definitivamente el nazismo.»

Así era.

En cuanto al mariscal del Aire Saundby, decía, entre otras cosas:

«El bombardeo de Dresde fue una gran tragedia, nadie puede negarlo. Que fuera necesidad militar, pocos, después de leer este libro, lo creerán. Fue uno de esos casos terribles que a veces ocurren en tiempos de guerra, y que se producen a causa de una combinación desafortunada de circunstancias. Los que lo decidieron no eran ni ruines ni crueles, a pesar de que posiblemente se encontraran muy lejos de la dura realidad de la guerra para poder comprender plenamente el sorprendente efecto destructor de este bombardeo aéreo de la primavera de 1945.

»Los abogados del desarme nuclear, que creen que la guerra se transformará en algo tolerable y decente si alcanzan su ideal, harán bien en leer este libro y en sopesar el destino de Dresde, donde 135.000 personas murieron como resultado de un ataque aéreo con armamento convencional. Durante la noche del día 9 de marzo de 1945, otro ataque sobre Tokio, efectuado por bombarderos pesados americanos que utilizaban bombas explosivas e incendiarias, causó la muerte de 83.793 personas. La bomba atómica que cayó sobre Hiroshima mató a 71.379 personas.»

Así era.

—Si alguna vez van ustedes a Cody, Wyoming —decía Billy Pilgrim desde el otro lado de los biombos blancos—, no tienen más que preguntar por Wild Bob.

Lily Rumfoord se estremeció y continuó intentando la lectura de Harry Truman.

La hija de Billy, Barbara, llegó al caer la tarde. Se mantenía en pie gracias a las drogas. Tenía los mismos ojos vidriosos que el pobre Edgar Derby antes de ser fusilado en Dresde. Los médicos le habían recetado algunas píldoras para que pudiera continuar trabajando, a pesar de que su padre estaba hecho añicos y de que su madre había muerto.

Así era.

La acompañaban un médico y una enfermera. Su hermano Robert estaba volando desde el campo de batalla del Vietnam hasta casa.

—¡Papá…! —dijo, probando—. ¿Papá…?

Pero Billy estaba a diez años de allí. Había retrocedido hasta 1958 y se encontraba examinando los ojos de un joven mongólico que necesitaba lentes correctoras adecuadas. La madre del idiota hacía de intérprete.

—¿Cuántas manchas ve usted? —le preguntaba Billy Pilgrim.

Y luego Billy viajó por el tiempo hasta que tenía dieciséis años y esperaba en la antesala de un consultorio médico. Se había infectado un pulgar. En la salita sólo había otro paciente esperando, un hombre viejo. El pobre anciano se sentía muy angustiado a causa de los tremendos gases que se le escapaban y de los eructos que echaba.

—Perdón —le dijo a Billy. Y volvió a hacerlo—. ¡Oh, Dios mío!, sabía que era malo volverse viejo. —Movió la cabeza—. Pero nunca imaginé que se tratara de esta clase de desgracia.

Billy Pilgrim abrió los ojos en el hospital de Vermont, sin saber dónde se encontraba. Su hijo Robert le observaba. Vestía el uniforme de los famosos Boinas Verdes. Llevaba el pelo corto y era del color del trigo. Robert iba limpio y aseado, guarnecido con un corazón púrpura, una estrella de plata y una doble estrella de bronce.

Este era el muchacho que había sido expulsado de la escuela superior, a los dieciséis años, por ser alcohólico y compañero de un puñado de gamberros que tumbaron cientos de lápidas en un cementerio católico. Ahora todo le iba bien. Tenía un porte excelente, sus zapatos brillaban, sus pantalones estaban bien planchados y era un dechado de virtudes.

—¿Papi…?

Billy Pilgrim cerró de nuevo los ojos.

Billy no pudo asistir a los funerales de su esposa porque todavía se encontraba muy débil. Pero sí estaba consciente cuando Valencia fue enterrada en el cementerio de Ilium. No había hablado demasiado desde que había recobrado el conocimiento, ni tampoco había reaccionado con viveza ante las noticias de la muerte de Valencia, de la vuelta a casa de Robert, de esas cosas. Así pues, todos creían que había quedado como un vegetal. Se habló de practicarle otra operación para mejorar la circulación del cerebro.

En realidad la apatía externa de Billy no era más que un velo. Con ella encubría las dotes de una mente llena de proyectos excitantes. Estaba preparando cartas y conferencias sobre los platillos volantes, la intrascendencia de la muerte y la verdadera naturaleza del tiempo.

El profesor Rumfoord, convencido de que Billy ya no tenía sesos, decía cosas terribles de él mientras éste le escuchaba.

—¿Por qué no le dejan morir? —preguntó a Lily.

—No lo sé —contestó ella.

—Esto ya no es un ser humano. Los médicos son para los seres humanos. Deberían confiarlo a un veterinario o a un jardinero, son los únicos que pueden saber lo que hay que hacer en estos casos. ¡Fíjate en él! Eso es vida según la profesión médica. ¿Te parece una bonita manera de vivir?

—No lo sé —dijo Lily.

En cierta ocasión, Rumfoord estaba hablando con Lily del bombardeo de Dresde y Billy les escuchaba. Rumfoord tenía un problema con Dresde. Su volumen de la historia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial pretendía ser un resumen más legible que los veintisiete tomos de la
Historia Oficial de las Fuerzas Aéreas en la Segunda Guerra Mundial
. Ahora bien, curiosamente, en aquellos veintisiete tomos casi no se hablaba del bombardeo de Dresde, a pesar de la importancia del suceso. El alcance de la catástrofe había sido, durante muchos años, un secreto para los americanos. Naturalmente no lo fue nunca, en cambio, para los alemanes, ni para los rusos, que ocuparon Dresde después de la guerra, y que todavía permanecen allí.

—Finalmente, los americanos se han enterado de lo de Dresde —decía Rumfoord, veintitrés años después del bombardeo—. Ahora empiezan a saber que fue mucho peor que lo de Hiroshima. Por lo tanto debo poner algo de ello en mi libro. Desde el punto de vista de las Fuerzas Aéreas, será completamente nuevo.

—¿Por qué lo han mantenido en secreto durante tanto tiempo? —preguntó Lily.

—Por temor a que muchos corazones se conmovieran —explicó Rumfoord—, y pudieran pensar que no todo lo que hicimos había sido tan maravilloso.

Fue entonces cuando Billy Pilgrim empezó a hablar coherentemente.

—Yo estuve allí —dijo.

A Rumfoord le era difícil tomarse en serio a Billy. Tanto tiempo le había considerado como un ser inexistente, al que más le hubiera valido estar muerto, que ahora que Billy hablaba con claridad, Rumfoord hubiera preferido ver sus palabras convertidas en una lengua tan extraña que ni valiera la pena entender.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Rumfoord.

Lily hizo de intérprete.

—Dice que él estuvo allí —explicó.

—¿Que él estuvo dónde?

—No lo sé. —Y Lily le preguntó a Billy—: ¿Dónde estuvo usted?

—En Dresde —contestó Billy.

—En Dresde —le transmitió Lily a Rumfoord.

—Está repitiendo simplemente lo que decimos —dijo Rumfoord.

—¡Oh! —suspiró Lily.

—Ahora tiene «ecolalia».

—¡Oh!

La ecolalia es una enfermedad, mental que consiste en repetir lo que se oye inmediatamente después de haberlo oído. Pero Billy no sufría tal enfermedad. Rumfoord insistía en ello para su propia comodidad. Prefería que Billy la tuviera. Rumfoord pensaba al estilo militar: toda persona que estorba, o que sería preferible ver muerta por razones prácticas, sufre una enfermedad repulsiva.

Rumfoord continuó insistiendo durante varias horas en que Billy tenía ecolalia. Y así se lo dijo a las enfermeras y al médico. Entonces le hicieron varios exámenes, intentando que Billy repitiera algunas cosas, pero no respondía a sus deseos.

—Ahora no lo hace —decía Rumfoord, malévolamente—. Pero inmediatamente después que ustedes se vayan volverá a las andadas.

Nadie tomó en serio el diagnóstico de Rumfoord. El personal tenía a Rumfoord por un hombre odioso, despreciable y cruel. A menudo les decía, de una forma u otra, que un hombre débil merecía la muerte. Se lo decía a ellos, a todo aquel personal que dedicaba por entero su vida a la idea de que las personas débiles son las que necesitan más ayuda, y de que nadie debe morir.

Allí, en el hospital, Billy estaba viviendo una aventura muy común entre la gente sin autoridad alguna en tiempos de guerra: estaba intentando probar a un enemigo voluntariamente ciego y sordo que él era alguien interesante de ver y escuchar. Se mantuvo en silencio hasta que apagaron las luces por la noche y entonces, cuando hubo pasado un largo rato de silencio, sin nada que repetir, le dijo a Rumfoord.

—Yo estuve en Dresde cuando fue bombardeada. Era prisionero de guerra.

Rumfoord suspiró con impaciencia.

—Palabra de honor —dijo Billy Pilgrim—. ¿Me cree usted?

—¿Debemos hablar de eso ahora? —dijo Rumfoord.

Le oía y no lo creía.

—No tenemos por qué hablar de eso nunca —repuso Billy—. Sólo quiero que lo sepa: que yo estaba allí.

Aquella noche no volvieron a hablar de Dresde. Billy cerró los ojos y viajó por el tiempo hasta una tarde de mayo, en Europa, dos días después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Billy y cinco prisioneros más, americanos, montaban en una carreta de color verde y en forma de ataúd que habían encontrado abandonada junto con dos caballos en un suburbio de Dresde. Atravesaban la ciudad siguiendo pequeños senderos abiertos entre aquellas ruinas que parecían la luna. Regresaban al matadero en busca de recuerdos de guerra. Billy recordó el sonido de los caballos del lechero, en su infancia en Ilium.

Iba sentado en la parte posterior de la carreta-ataúd con la cabeza echada hacia atrás y las fosas nasales dilatadas. Se sentía feliz. No tenía frío. En la carreta llevaba comida y vino, un aparato fotográfico, una colección de sellos, un mochuelo disecado y un reloj de pared que funcionaba por el efecto de las variaciones de la presión atmosférica. Los americanos habían saqueado las casas abandonadas de los suburbios, tomando todas esas cosas y muchas más.

Los propietarios de dichas casas, al saber que los rusos se acercaban matando, robando, violando y quemando, habían huido.

Pero los rusos no habían llegado todavía, aun cuando hacía ya dos días que había terminado la guerra. Y las ruinas de la ciudad estaban en paz. Billy solamente encontró una persona en su camino hacia el matadero. Era un viejo que empujaba un cochecito de niño, con botes, tazas, el armazón de un paraguas y alguna otra cosa que había encontrado.

Cuando llegaron al matadero Billy no bajó de la carreta. Prefirió tomar el sol. Los demás fueron a la caza de recuerdos. Más tarde, los tralfamadorianos enseñarían a Billy que lo importante era concentrarse tan sólo en los momentos felices de la vida ignorando los desdichados, disfrutar de las cosas bonitas puesto que no podían ser eternas. Si tal selección fuera posible —pensaría Billy muchos años después—, habría escogido como el momento más feliz de su vida aquel en que tomaba el sol dormitando en la parte trasera de una carreta de color verde y en forma de ataúd.

Billy Pilgrim iba armado por primera vez desde el período de instrucción. Sus compañeros habían insistido en que se proveyera de alguna arma, pues sólo Dios sabía con qué clase de asesinos se podría encontrar en aquella superficie lunar. Perros rabiosos, montones de ratas gordas e hinchadas de tantos cadáveres, locos y criminales fugados, soldados que no cesarían de matar hasta estar muertos…

Llevaba una pistola tremenda en su cinturón. Era una reliquia de la Primera Guerra Mundial. Tenía una anilla en el extremo del cañón y cargaba balas del tamaño de un huevo de petirrojo. La había encontrado sobre la mesa de una casa. Estas son las gangas que se encuentran al final de una guerra: todo aquel que quiere un arma puede conseguirla; sobran en todas partes. Billy también tenía un sable. Era un sable de ceremonias de la Luftwaffe cuyo mango estaba adornado con un águila que portaba una esvástica y miraba hacia abajo. Billy lo había encontrado clavado en un poste de teléfonos. Lo cogió al pasar a su lado con la carreta.

Empezaba a recobrar la conciencia y a despertar de su somnolencia cuando oyó a un hombre y a una mujer hablando alemán en tono lastimero. Estaban compadeciendo a alguien. Antes de abrir los ojos a Billy le pareció que aquel tono de voz podría haber sido el de los amigos de Jesús cuando desclavaron de la cruz su cuerpo destrozado.

Entonces abrió los ojos y vio a un hombre de mediana edad y a su esposa hablando a los caballos. Se habían dado cuenta de lo que los americanos ignoraban, a saber: que los pobres animales perdían sangre por la boca, tenían las pezuñas partidas —lo que hacía que cada paso fuera una agonía para ellos— y además estaban muertos de sed. Los americanos habían tratado a su medio de transporte como si no fuera más sensible que un Chevrolet de seis cilindros.

Las dos personas que se compadecieron de los caballos dieron la vuelta a la carreta hasta descargar sobre Billy todos sus reproches, precisamente sobre Billy, que era tan larguirucho y débil y que estaba tan ridículo con su toga azul celeste y sus botas plateadas. A él no le temían. De hecho, ya no le temían a nada. Ambos eran médicos, ginecólogos, que habían ayudado a traer hijos al mundo hasta que fueron incendiados todos los hospitales. Ahora se habían retirado a lo que anteriormente fuera su casa.

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