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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Matadero Cinco (21 page)

BOOK: Matadero Cinco
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La mujer era delicadamente hermosa, casi transparente por haber comido patatas durante mucho tiempo. El hombre llevaba un traje de calle con pajarita y todo, era tan alto como Billy y tenía un aspecto macilento, obra de las patatas sin duda, y llevaba lentes de montura metálica trifocales. Esta pareja tan relacionada con los bebés no se había reproducido, a pesar de que tenía todas las facilidades para hacerlo. En realidad, su punto de vista con respecto a la procreación en general era muy curioso e interesante…

Entre los dos hablaban nueve lenguas. Primero intentaron hablar a Billy en polaco, basándose en que iba vestido como un payaso (los desdichados polacos fueron los payasos involuntarios de la Segunda Guerra Mundial). Pero el americano no entendió nada.

Luego fue Billy quien les preguntó, en inglés, qué era lo que querían. Al momento ambos le reprendieron, también en inglés, por las condiciones en que se encontraban los caballos. Le hicieron bajar de la carreta para que los viera, y se quedaron sorprendidos cuando le vieron echarse a llorar ante el estado de su medio de transporte. Durante toda la guerra, nada había conseguido hacerle llorar.

Años más tarde, cuando Billy era ya un óptico de mediana edad, lloraría muchas veces, silenciosa e íntimamente. Por ello, el epígrafe de este libro bien podría ser la cuarteta de un famoso villancico. Porque Billy lloraba suavemente, aunque a veces el motivo de su pena bien mereciera un buen llanto. Era en este aspecto, por lo menos, en lo que se parecía al Cristo del villancico:

El ganado muge,

El niño se agita,

Pero Jesusito,

Ni llora ni grita.

Billy viajó por el tiempo hasta el hospital de Vermont. Acababa de almorzar y ya habían retirado las bandejas vacías. El profesor Rumfoord empezaba a interesarse por él como ser humano, aunque con escepticismo. Rumfoord le hacía preguntas de forma grosera pero satisfecho en el fondo de que Billy hubiera estado realmente en Dresde. Le preguntó qué aspecto tenía aquello y Billy le habló de los caballos y del matrimonio que deambulaba por aquella luna.

La historia terminó de esta forma. Billy, ayudado por los médicos, despojó a las bestias de sus guarniciones. Pero los caballos no hicieron ni un solo paso para huir. Las patas les dolían demasiado. Entonces llegaron los rusos y arrestaron a todo el mundo menos a los caballos.

Dos días después Billy fue entregado a las autoridades americanas, que le embarcaron hacia casa en un lento mercante llamado
Lucretia A. Mott
. Lucretia A. Mott había sido una famosa sufraguista americana. Por entonces ya estaba muerta. Así era.

—Tenía que hacerse —le dijo Rumfoord a Billy refiriéndose a la destrucción de Dresde. —Lo sé —dijo Billy. —Es la guerra.

—Lo sé. No me quejo.

—Aquello debió de ser el infierno en la tierra.

—Lo fue.

—Compadezco a los hombres que tuvieron que hacerlo.

—Yo también.

—Sus sentimientos debían de ser muy complejos cuando se encontraba allí.

—No, todo estaba bien —concluyó Billy—. Todo está bien, y todo el mundo tiene que hacer exactamente lo que hace. Aprendí eso en Tralfamadore.

Aquel mismo día su hija se lo llevó a casa, lo metió en la cama y le enchufó los dedos mágicos. Iba a cuidarle una enfermera titulada. Billy no podría trabajar, ni salir de su casa, durante cierto tiempo. Estaba bajo observación.

Pero, aprovechando un momento de distracción de la enfermera, Billy se escapó. Se fue a la ciudad de Nueva York en su coche, confiando en aparecer ante las cámaras de televisión. Sentía necesidad de hablar al mundo de las lecciones aprendidas en Tralfamadore.

Al llegar a Nueva York Billy Pilgrim se hospedó en el Hotel Royalton, sito en la calle Cuarenta y Cuatro. Por casualidad le dieron una habitación que mucho antes había pertenecido a George Jean Nathan, crítico y editor que, según el concepto terrestre del tiempo, había muerto en 1958. Sin embargo, según el concepto tralfamadoriano, Nathan estaba todavía vivo en alguna parte, y siempre lo estaría.

La habitación era pequeña y sencilla, pero, como estaba en el último piso, tenía unas cristaleras que daban a una terraza tan espaciosa como la misma habitación. Y más allá de la barandilla de la terraza, la espesa atmósfera de la calle Cuarenta y Cuatro ascendía al cielo. Billy se asomó y contempló a la gente que se movía de un lado para otro, allí abajo. Parecían pequeñas tijeras saltarinas. Era muy divertido.

La noche era fría. Al cabo de un rato, Billy entró y cerró las puertas tras de sí. Al hacer este gesto se acordó de su luna de miel. También había cristaleras en su nidito amoroso de Cape Ann. Todavía estarían allí. Siempre estarían allí.

Billy conectó el televisor haciendo girar el selector en busca de un programa al que le fuera permitido presentarse. Pero aún era temprano para los programas en los que se permitía hablar a las personas con ideas extravagantes. Habían sonado las ocho de la tarde y todos los programas hablaban de tonterías o asesinatos. Así era.

Billy abandonó su habitación, bajó en el ascensor, anduvo hasta Times Square y se detuvo ante el escaparate de una librería. Tras el cristal había cientos de libros, desde novelas pornográficas y policíacas hasta una guía urbana de Nueva York y una réplica de la Estatua de la Libertad con un termómetro encima. También se encontraban en el escaparate, metidas entre toda aquella porquería, cuatro ediciones baratas de las novelas del amigo de Billy, Kilgore Trout.

Detrás de él, en la fachada de un edificio, iban apareciendo, en luces de colores, las noticias del día. El cristal del escaparate reflejaba los letreros. Hablaban de política, de deportes, de pleitos y de muertes. Así era.

Billy entró en la librería.

Al fondo del establecimiento había una puerta, y sobre ella un cartel indicaba que sólo se permitía la entrada a los adultos. En el interior de aquella trastienda, unas máquinas proyectaban películas de jóvenes de ambos sexos, desnudos. Un minuto de espectáculo costaba veinticinco centavos. También vendían fotos de personas desnudas para que uno se las pudiera llevar a casa. Las fotos eran mucho más tralfamadóricas que el cine, ya que podían mirarse en cualquier momento y sin que se alterara su imagen. Dentro de veinte años las muchachas allí representadas aún estarían jóvenes y sonrientes, o quizá simplemente mirarían con expresión estúpida, con sus piernas abiertas de par en par. Algunas comían caramelos o plátanos, y siempre los estarían comiendo. Y los sexos de los muchachos continuarían por siempre semierectos; y sus músculos abultarían como balas de cañón.

Pero a Billy no le atraía la trastienda de la librería. A él le excitaban las novelas de Kilgore Trout. Los títulos eran nuevos para él, o al menos así lo creyó. Abrió uno. Le pareció que podía hacerlo, allí todo el mundo manoseaba a sus anchas. El título del libro era
El gran tablero
. Leyó algunos párrafos y descubrió que ya lo había leído, hacía cosa de un año. Trataba de un hombre y una mujer terrícolas que habían sido raptados por seres extraterrestres y exhibidos en un zoo de un planeta llamado Zircon-212.

La ficticia pareja disponía en el zoo del lejano planeta de un gran tablero que contenía las fluctuaciones de los precios del mercado, las alzas y las bajas de todos los valores de la Bolsa, un receptor de noticias y un teléfono, todo ello aparentemente conectado con la Tierra. Las criaturas del Zircon-212 habían regalado a sus cautivos un millón de dólares para que, desde allí, lo invirtieran en la Tierra, asegurándoles que les sería permitido manejarlos a su antojo, de modo que podrían ser fabulosamente ricos cuando volvieran a su planeta.

Naturalmente, el teléfono, el tablero y el receptor de noticias eran falsos. Eran simples estimulantes para que los terrícolas se mostraran más vivos y animados ante las multitudes del zoo. Así pues, tan pronto saltaban de alegría como chillaban, se tiraban de los pelos, se morían de miedo o se sentían contentos y satisfechos como un bebé en brazos de su madre.

Los terrícolas hacían muy bien su papel. Y como, naturalmente, todo formaba parte del espectáculo, la religión también estaba mezclada en ello. Recibían noticias de que el Presidente de Estados Unidos había declarado una Semana Nacional de Oración solicitando que todo el mundo rezara. Hacía poco que los terrícolas habían perdido una pequeña fortuna en aceite de oliva. Por lo tanto se dedicaron a rezar con gran fervor. Surtió efecto y el aceite de oliva subió.

Otro de los libros de Kilgore Trout que estaba en el escaparate trataba de un hombre que construyó una máquina del tiempo para retroceder hasta poder ver a Jesús. La máquina funcionó y vio a Jesús cuando éste tan sólo tenía doce años. Su padre le enseñaba el oficio de carpintero.

Un día, dos soldados romanos entraron en el taller y le mostraron el plano dibujado en papiro de un trabajo que necesitaban a la mañana siguiente. Era una cruz que tenían que utilizar para la ejecución de un rebelde.

Jesús y su padre la construyeron. Estaban contentos de tener trabajo. Y el rebelde fue ejecutado sobre ella.

Así fue.

Los que atendían la librería parecían quintillizos. Eran cinco hombres bajitos y calvos, que mordían otras tantas colillas apagadas y húmedas. Nunca sonreían. Permanecían sentados en sus taburetes y se enriquecían con su negocio de prostitutas de papel y celuloide. Ellos no buscaban diversión alguna. Billy Pilgrim tampoco. En cambio, todos los demás sí. Era una tienda ridícula: sólo comerciaba con el amor y la reproducción.

De vez en cuando los dependientes le decían a alguien que comprara o se largara, que ya bastaba de mirar y sólo mirar, de manosear y nada más que manosear. Había personas que se observaban las unas a las otras en lugar de mirar la mercancía.

Un dependiente se acercó a Billy y le aconsejó que fuera a la trastienda, que todo lo bueno estaba allí y que los libros que Billy miraba no eran más que una fachada para el escaparate.

—¡Por Dios, eso no es lo que usted desea! —le dijo a Billy—. Lo que usted busca está allí detrás.

Así pues, Billy se dirigió hacia el fondo de la librería pero no llegó a penetrar en el reservado para adultos. Su mente estaba ausente, se había movido tan sólo por cortesía, llevándose consigo el libro de Trout, el que hablaba de Jesús y la máquina del tiempo.

En dicho libro el viajero del tiempo retrocedía hasta los tiempos bíblicos para averiguar una cosa en concreto: si Jesús había muerto en realidad sobre la cruz o bien lo habían bajado todavía vivo y se había recuperado. El héroe se llevaba consigo un estetoscopio.

Billy pasó las páginas hasta llegar al final del libro, cuando el héroe se mezclaba con la multitud que bajaba a Jesús de la cruz. El viajero del tiempo era el primero en subir la escalerilla, vestido con un traje de la época. Y al llegar arriba se pegaba a Jesús para que la gente no le viera usar el aparato, y le auscultaba.

En el interior de la macilenta cavidad de aquel pecho no se oía nada. El Hijo de Dios estaba tan muerto como un picaporte.

Así era.

Entonces, el viajero del tiempo, cuyo nombre era Lance Corwin, aprovechaba para medir el cuerpo de Jesús. Medía un metro sesenta centímetros. El peso no pudo averiguarlo.

Otro dependiente se acercó a Billy para preguntarle si deseaba comprar el libro o no, y éste contestó que sí. Estaba de espaldas a una estantería de libros sobre la historia de los contactos oral-genitales desde el antiguo Egipto hasta nuestros días, cosas de ésas. Así pues, el dependiente supuso que Billy había estado leyendo alguno de estos libros. Pero quedó estupefacto cuando vio cuál era el libro que tenía entre las manos.

—¡Dios mío! ¿De dónde sacó esto? —exclamó.

Y cosas así.

Y fue y les dijo a los demás dependientes que aquel pervertido quería comprar uno de los elementos de camuflaje del escaparate. Los otros, que ya lo habían notado, le observaban como a un bicho raro.

La caja registradora ante la que Billy esperaba que le devolvieran el cambio estaba cerca de un montón de revistas femeninas. Miró de reojo una de ellas y leyó en la cubierta la siguiente frase:
«¿Qué ha sido de Montana Wildhack?»

El, Billy, sabía con certeza dónde estaba Montana Wildhack. Se había quedado en Tralfamadore, cuidando del bebé.

Leyó la revista, que se titulaba
Garitos de Medianoche, y
se sorprendió ante la afirmación de que Montana se encontraba sumergida a cincuenta metros de profundidad en las salobres aguas de la bahía de San Pedro, vistiendo un chaleco de cemento.

Así era.

Pero él no lo creyó. Es más, estuvo a punto de echarse a reír. La revista, que estaba editada totalmente por hombres, alargaba la historia buscando tema para incluir algunas fotos de las películas que Montana había rodado en sus primeros años de estrella. Billy no las vio bien. Eran unas fotos grises y confusas. Podrían haber sido de cualquier mujer.

De nuevo le orientaron hacia la trastienda, y esta vez entró. Un marinero se alejaba de una máquina de cine que todavía estaba en marcha. Billy miró y allí se encontró con Montana Wildhack, sola en una gran cama, pelando un plátano. Billy no deseaba ver la continuación, por lo que aprovechó la invitación de un dependiente que le importunaba para que se acercara a ver algo realmente bueno que tenía escondido bajo el mostrador.

Billy sintió algo de curiosidad por ver qué podían esconder en un lugar semejante. Y el dependiente se lo mostró. Era una fotografía con una mujer y un potrillo de Shetland. Intentaban realizar el acto sexual entre dos columnas dóricas, frente a una cortina de terciopelo llena de globitos colgantes.

Billy no se presentó ante las cámaras de la televisión aquella noche, pero sí que acudió a un programa radiofónico abierto al público. Cerca de su hotel había una emisora de radio. Vio un rótulo muy llamativo sobre la puerta del edificio y entró. Subió al estudio en un ascensor automático y allí pensaron que Billy era uno de los convocados para hablar de si la novela era o no una cosa muerta. Así era.

Billy se sentó, como los demás, alrededor de una mesa de roble. Frente a su nariz tenía un micrófono para él sólo. El locutor le preguntó su nombre y el periódico que representaba. Billy dijo que era de la
Ilium Gazette
.

Se sentía nervioso y feliz. «Si alguna vez vas por Cody, Wyoming —se dijo—, pregunta por Wild Bob.»

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