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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (27 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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El eminente científico no daba con demasiada alegría ese tímido paso en dirección a la epidemia. Aquel verano corrían los más exagerados rumores sobre el peligro que representaba la manipulación de un virus tan misterioso. Él sabía que algunos centros de investigación habían visto a sus efectivos fundirse como la nieve al sol desde la llegada de las primeras muestras sanguíneas contaminadas. Incluso en su laboratorio, las ofertas de empleo para algunos puestos técnicos se quedaron sin candidatos en cuanto se difundió el rumor de que su equipo iba a trabajar sobre el sida. Sabía también que las condiciones de seguridad ofrecidas por sus instalaciones no respondían a las normas óptimas, pero eran muy pocos los laboratorios norteamericanos que poseían entonces los costosísimos equipamientos de confinamiento máximo P4 reservados a la manipulación de vastos concentrados de virus considerados como fuertemente contaminantes. Mientras llegaba algo mejor, su equipo y él mismo se verían, pues, obligados a contentarse con sus viejas campanas de trabajo con flujo de aire estéril. Sin embargo, Robert Gallo tomó una precaución. Ordenó que nadie utilizase jeringas ni ningún instrumento de vidrio, porque el pinchazo de una aguja o un ínfimo corte podían producir una contaminación fatal. Sólo se utilizaría el plástico.

Por una razón que él atribuiría más tarde «a la carencia de una real motivación» que le paralizaba aquel verano, Robert Gallo confió la operación
Sida
a un tímido bioquímico de cincuenta y dos años, de origen indio, más bien especializado en cuestiones administrativas. Lanzado por su jefe a un camino que resultaría erróneo, incapaz de presentir el genio diabólico del adversario que debía detectar, casi totalmente dependiente de sí mismo, el infortunado Prem S. Sarin iba, a pesar suyo, a conducir al famoso laboratorio americano de virología al más humillante de los fiascos.

25

París, Francia — Otoño de 1982-invierno de 1983
Un estilista de moda socorre a los científicos

Aunque el enérgico médico de melena de carnero merino bregaba como un diablo, los investigadores franceses mostraban tanta indiferencia como sus colegas americanos en lo referente a «aquella extraña epidemia de maricas». Sin embargo, el doctor Willy Rozenbaum mantenía una vigorosa cruzada con la intención de movilizar la atención de los responsables de la salud en el país de Louis Pasteur. En cuanto se enfrentó con el drama del ayudante de vuelo de Air France —el primer caso oficial de sida en Francia—, tomó la iniciativa de crear un rudimentario centro de vigilancia en su pabellón del hospital Claude-Bernard, que parecía el barracón de un
stalag
. Comenzó por alertar a todos los especialistas en enfermedades infecciosas que conocía: neumólogos, dermatólogos e inmunólogos. Después se dirigió a los responsables de la Asociación de Médicos Gays de París. Esta gestión le dejaría un recuerdo más bien amargo. «Los facultativos homosexuales me recibieron con desconfianza —relata—. Temían la utilización política del fenómeno sida. ¿No amenazaban los "bien pensantes" con coaligarse una vez más contra la homosexualidad? ¿Cómo podía explicarles que no se podía jugar más tiempo al juego del avestruz, que nos encontrábamos frente a una enfermedad mortal y que había que hacer circular la información a cualquier precio? Mi alegato acabó, felizmente, arrancando la colaboración activa de aquellos que habían sido muy a menudo los primeros en comprobar los estragos de la nueva epidemia».

Paralelamente, el imaginativo Willy Rozenbaum organizó una especie de
brain-trust
antisida con un pequeño grupo de expertos, entre ellos varios cancerólogos. Una de las figuras más dinámicas de aquel equipo era Jacques Leibowitch, el joven inmunólogo que fue a los Estados Unidos a convencer a Robert Gallo para que se lanzase al fin tras las huellas del virus del sida. Convertido en íntimo amigo del ilustre virólogo, Jacques Leibowitch proporcionaba a sus colegas parisienses un vínculo muy valioso con la investigación médica norteamericana, que disponía del mejor potencial humano y del material capaz de atacar un problema tan complejo. En Francia, los grandes laboratorios especializados en retrovirus humanos se contaban con los dedos de una mano. Willy Rozenbaum y Jacques Leibowitch se pusieron en contacto con todos ellos. Pero, pretextando otros trabajos en curso, uno tras otro los rechazaron.
[11]

El primer médico francés del sida no se desanimó. La invitación que recibió para ir a hablar de la epidemia ante unos cuarenta clínicos, virólogos e inmunólogos del Instituto Pasteur no era, propiamente dicho, la manifestación de un interés súbito del prestigioso centro de investigación por esa enfermedad. El encuentro había sido organizado por un benévolo antiguo compañero de internado. Willy Rozenbaum aprovechó la ocasión para sensibilizar a los investigadores franceses. Con su fogosidad juvenil, describió las sombrías realidades de la misteriosa plaga y cargó las tintas sobre sus peligros de extensión. Guardando para el final la información con la que esperaba convencer al auditorio, expuso detalladamente las razones que permitían incriminar, casi con toda seguridad, a un culpable. En aquel famoso lugar donde se habían librado, desde hacía casi un siglo, tantas batallas contra los microbios y sus estragos, pensaba que sólo tendría que pronunciar la palabra «retrovirus» para crear la expectación necesaria.

—¿Hay algún retrovirólogo en la sala? —preguntó, desafiando a los asistentes.

No se levantó ninguna mano. Los tres principales especialistas que habrían podido responder a la llamada no habían sido informados de la conferencia del doctor Rozenbaum.

Uno de aquellos ausentes, con su aire campechano, sus mejillas sonrosadas y su voz lenta y tranquila, más bien hacía pensar en un notario de provincias que en un científico movido por la pasión de investigar. Jefe de la unidad de oncología vírica del Instituto Pasteur de París, el profesor Luc Montagnier, de cincuenta años, era la viva antítesis del americano Robert Gallo. Sólo una convicción unía a los dos científicos: Montagnier, lo mismo que Gallo, estaba convencido de que los retrovirus eran responsables de numerosas enfermedades humanas, especialmente en el terreno del cáncer.

Desde 1975 el profesor había montado en el centro de su unidad un laboratorio de investigación dedicado al estudio de los retrovirus humanos. Con dos investigadores, dos técnicos y unas instalaciones modestas, la empresa era el pariente pobre al lado del centro de Robert Gallo en Bethesda. Partiendo de retrovirus implicados en las leucemias y en otros cánceres de los ratones, el pequeño equipo buscaba agentes patógenos idénticos en el hombre, especialmente en los cánceres de mama. Hasta ahora, sus trabajos no habían dado resultado.

La irrupción del sida en el escenario de la virología mundial no llamó en seguida la atención de aquel puñado de investigadores franceses. Los rostros desfigurados por las pústulas moradas del sarcoma de Kaposi, los pulmones devorados por los
Pneumocystis
carinii
, los cerebros destruidos por las toxoplasmosis, todo el horror que obsesionaba día y noche a Willy Rozenbaum y a sus colegas, sólo eran para el personal de los laboratorios una vaga y lejana abstracción.

Pero a mediados de noviembre de 1982, dos llamadas telefónicas proyectarían a Luc Montagnier y a sus colaboradores al mismo centro de la tragedia. La primera llamada fue un SOS de Paul Prunet, responsable de la fabricación y de la venta de las vacunas y los sueros producidos por el Institut Pasteur Production. Prunet estaba alarmado por la posible contaminación de sus productos por el agente del sida. La vacuna contra la hepatitis B, recientemente puesta a punto por el Instituto, se fabricaba, en efecto, a partir de grandes cantidades de plasma sanguíneo comprado en los Estados Unidos y en África, dos zonas donde el virus asesino firmaba cada día más crímenes. A Montagnier no se le escapaba lo que estaba en juego. Prometió reflexionar sobre el problema.

Breve fue su reflexión, puesto que le llegó una nueva llamada que esta vez procedía de una bonita muchacha que antes había sido su alumna. Françoise Brun-Vézinet, de treinta y cuatro años, hija de un médico internista, era jefe de los trabajos del laboratorio de virología del hospital Claude-Bernard, un puesto en el que tenía que manipular a lo largo del año la mayor parte de los virus responsables de las patologías infecciosas que eran la especialidad del establecimiento. Desde hacía dieciocho meses, uno de sus más activos proveedores de muestras sanguíneas y de tejidos infectados resultó ser su vecino de hospital Willy Rozenbaum. Ningún enfermo que presentase los síntomas del sida salía de la consulta de este último sin que un poco de su sangre, de su piel o de sus ganglios fuese enviado en seguida a Françoise Brun-Vézinet. A lo largo de aquel año de 1982, ambos se obstinaron en buscar la responsabilidad de diferentes virus en la iniciación de la enfermedad. Con resultados tan escasos, que la joven había propuesto a su colega recurrir a Luc Montagnier, cuyas clases sobre los retrovirus habían sido seguidas por ella en el Instituto Pasteur. Porque le parecía sensato asociar a los médicos en contacto directo con la enfermedad, con un laboratorio de investigación fundamental que trabajaba sobre los retrovirus.

Por consiguiente, la suerte estaba echada: ocho semanas más tarde que los Estados Unidos, Francia hacía una tímida entrada en la competición por el descubrimiento del agente responsable del sida.

Aquel final del año 1982, las noticias del otro lado del Atlántico no incitaban mucho al optimismo entre los investigadores franceses. Los médicos-detectives del CDC de Atlanta no habían podido incriminar a ningún virus conocido. En cuanto al virólogo indio del pabellón 37 de Bethesda, seguía sin encontrar nada que confirmase una posible culpabilidad del HTLV descubierta por su jefe. Sin embargo, el equipo del Instituto Pasteur siguió la misma pista. Pero al contrario que el investigador indio que, por orden de su jefe, se había lanzado ciegamente a las complejas manipulaciones de ese tipo de búsqueda, los franceses decidieron avanzar a pasos cortos. Primero quisieron tener un conocimiento más amplio de su adversario. Una preocupación que haría germinar una idea original de consecuencias incalculables. Dado que la particularidad del virus incriminado era la de introducirse en los linfocitos para reproducirse en su seno antes de destruirlos y perecer con ellos en el mismo holocausto, era preferible buscarlo al comienzo de la infección y no en la fase aguda de la enfermedad. Es decir, cuando tenía todas las posibilidades de estar vivo y bien activo, y por lo tanto en un momento en que sería más fácilmente localizable.

Algunos días antes de Navidad, un muchacho vestido con pantalón y cazadora de cuero se presentó en la consulta que el doctor Rozenbaum había abierto en el hospital Pitié-Salpêtrière. Por su profesión, el estilista de moda Christian Brunetto había viajado numerosas veces a Nueva York. Reconoció de buen grado su homosexualidad, así como la importante cantidad de sus compañeros y los frecuentes accidentes venéreos que había sufrido. Pero fue al desatar su pañuelo de seda cuando el médico comprendió el motivo de su visita. Brunetto temía estar afectado por el sida. Tenía, en la base del cuello, un ganglio del tamaño de un huevo de paloma. Un examen a fondo reveló otros ganglios hipertrofiados en el resto de su cuerpo. Los temores de aquel paciente parecían justificados.

—Sería conveniente proceder a la biopsia de este nódulo —le dijo el clínico mientras le palpaba el cuello—. Cuanto antes, mejor.

Al pronunciar estas palabras, Willy Rozenbaum comprendió que en aquel depósito de células recién infectadas se hallaba la herramienta ideal de investigación que podía ofrecer a Luc Montagnier y al equipo del Instituto Pasteur; una herramienta que tal vez les permitiría llevar a cabo lo que Robert Gallo y su superlaboratorio no habían podido realizar todavía: aislar al agente responsable de la epidemia mortal.

26

Calcuta, India — Otoño de 1982-invierno de 1983
Una antecámara de pináculos hacia la Casa del Padre

Ningún virus conocido o desconocido, ninguna epidemia nueva justificaban la presencia de los ciento setenta hombres y mujeres que yacían allí, en la luz transparente del viejo edificio de pináculos. El frío que había seguido al horno tropical del verano y a las cataratas del monzón aportaba sin cesar nuevos moribundos, víctimas de la plaga más antigua del mundo: la miseria. En Calcuta eran trescientos mil los que vivían en la calle, privados de todo abrigo, alimentándose de peladuras o de detritos encontrados en los montones de basura. A los que ya no tenían familia, el «moridero» de la Madre Teresa les brindaba la última esperanza de no dejar este mundo como un animal, de recibir cuidados, de oír palabras de compasión.

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