La tragedia hundió a la familia Gallo en tal abismo de desesperación, que el padre casi perdió la razón. Abandonando su fábrica metalúrgica donde, durante la guerra, había ensamblado las planchas de armazón de los Liberty Ships que transportaban a Europa los soldados y las armas de la victoria, fue a acampar durante semanas junto a la tumba de su hija. Cuando regresó a casa, pasaba noches enteras de habitación en habitación, besando los retratos de Judith que había colocado en todas partes. Abrumado por un sentimiento de culpabilidad, trató de trasladar a su hijo el afecto que no tuvo tiempo de dar a su hija, mimándole más allá de lo razonable.
Nada podía aliviar el pesar del muchacho, ni menos su rebeldía. «Había visto morir a mi hermana rodeada de todos aquellos personajes que se inclinaban sobre ella —dice, indignado—, de todos aquellos científicos que venían de sus laboratorios a observarla como a un objeto experimental. Les había visto inyectarle frascos enteros de sangre y de sus famosas medicaciones. A pesar de todo su saber, no habían podido curarla.
No sabían lo suficiente
».
Consciente de aquella frustración, un íntimo de la familia lanzaría al joven Gallo a un camino que nunca había soñado. El doctor Marcus Cox ejercía las funciones de anatomo-patólogo en el hospital de Saint-Mary de la pequeña ciudad de Waterbury, en Connecticut, donde los padres de Gallo se habían establecido cuando llegaron de Italia. Era él quien había descubierto en sus tubos de ensayo el implacable mal del que Judith había muerto. Con la mente siempre alerta, tan curioso como desconfiado ante las novedades de la ciencia, aquel diablo de hombre lo ponía todo en entredicho. De un cinismo contundente, no salvaba a nadie de sus críticas. En resumen: era un maestro ideal para un muchacho dotado pero cruelmente decepcionado por su primer contacto con el mundo de los médicos.
Robert Gallo pasó sus vacaciones de bachiller siguiendo devotamente al doctor Cox en sus tareas cotidianas en el hospital Saint-Mary. Su especialidad confería a éste una posición excepcional para juzgar la competencia de sus colegas: era quien examinaba las extracciones patológicas y quien practicaba las autopsias. «Nada se le escapaba a aquel Sherlock Holmes del bisturí y del microscopio —asegura Robert Gallo—. Podía decir instantáneamente si un determinado médico había tratado correctamente o no a un paciente. Mi vocación se desarrolló durante aquel aprendizaje. Mucho antes de franquear la puerta de la universidad, ya había decidido ser médico. Pero el feroz enjuiciamiento al que Marcus Cox sometía a la profesión me desvió del deseo de curar. La cólera contra aquellos que no habían sido capaces de salvar a mi hermana seguía ardiendo dentro de mí. Lo que yo quería era investigar, saber más, para ayudar a la ciencia a vengar a Judith».
Vengar a Judith. Una exaltadora ambición de la que el joven Robert Gallo, sin embargo, tendría que alejarse al comienzo de sus estudios de medicina. «Estaba todavía demasiado impresionado por la muerte de mi hermana para interesarme de entrada por el universo de las células. Sólo oír la palabra “leucemia” me ponía la carne de gallina». Por lo tanto, se orientó al principio hacia una disciplina desprovista de toda resonancia emocional: los trastornos del metabolismo. Su encuentro con uno de los más grandes biólogos de la época, el danés Allan Preslav, le volvería a conducir en seguida hacia su primer objetivo. Allan Preslav dirigía un instituto de biología celular en la Universidad de Filadelfia. Al conocer las dotes de aquel brillante estudiante le hizo entrar en su equipo.
Robert Gallo se pegó a aquel nuevo maestro, «de apariencia tan poco escandinava, con un carácter volcánico, hirviente, apasionado». Un verano, el investigador le confía un experimento sobre células de médula ósea. Es un fracaso. El joven Robert se muere de vergüenza. Sin embargo, el primer paso se ha dado. Ha tenido el primer contacto con el universo de las centrifugadoras y de los tubos de ensayo. Para hacerse perdonar, Gallo propone investigar las razones por las cuales los enfermos pulmonares crónicos no fabrican suficientes glóbulos rojos. Este original estudio le proporciona el orgullo de ver por primera vez su firma al pie de un artículo científico. Persuadido de que su discípulo lo tiene todo para triunfar, Allan Preslav le envía a hacer su internado en la Universidad de Chicago, un centro famoso por la enseñanza de la biología celular, un semillero de premios Nobel.
El hospital de esta universidad recogía los casos más extraños y más desesperados de toda América, lo cual permitió al joven interno entablar relaciones de amistad con personalidades tan diversas como Jesse Owens, el atleta negro que ganó los cien metros en los Juegos Olímpicos de Berlín en presencia de Adolf Hitler, y como la turbadora cantante de
gospels
Mahalia Jackson; y conocer a la viuda de Enrico Fermi, uno de los pioneros de la bomba atómica. Por las tardes y los domingos, Robert Gallo dejaba a su joven esposa Mary-Jane y a su bebé Marcus (llamado así en homenaje al muy querido doctor Marcus Cox) para encerrarse en un laboratorio y continuar sus investigaciones sobre las células de la sangre. Obstinación que iba a valerle muy pronto un espectacular cambio: una plaza de investigador en el NCI, el Instituto Nacional del Cáncer, en Bethesda, cerca de Washington. Sus dientes blancos y puntiagudos de lobezno iluminaron su rostro mate de mediterráneo con una sonrisa triunfal; acababa de cumplir veintiocho años.
Como no se contaba con una vacante inmediata en un laboratorio de biología, Robert Gallo fue destinado a un lugar donde hacía años juró que nunca volvería a poner los pies: el servicio de niños leucémicos del hospital, agregado al instituto de investigación. Dieciséis años habían transcurrido desde la muerte de su hermana; dieciséis años durante los cuales numerosas terapéuticas inventadas en el propio
campus
de Bethesda habían podido frenar la hecatombe de los cánceres de la sangre. Por un extraño azar, uno de los artesanos de aquellos progresos era una mujer que antaño había cuidado a Judith. Tenía en sus archivos una sorpresa para el recién llegado. Un día le proyectó una serie de diapositivas que mostraban los linfocitos enfermos de su hermanita fulminada por la leucemia.
Aquello fue un choque y una revelación. Después de años de intimidad con los glóbulos rojos, Robert Gallo decidió dedicar sus esfuerzos a desvelar los misterios de los glóbulos blancos, los defensores de la vida cuyos fallos condenan a muerte a los hombres.
Esta elección coincidía con el advenimiento de una nueva era en la investigación médica. Dos acontecimientos daban a los investigadores nuevos instrumentos de conquista. Por una parte, los gigantescos presupuestos disponibles para la lucha contra el cáncer, después de la erradicación de las enfermedades infecciosas gracias a los antibióticos. Por otra parte, la revolución acaecida recientemente en la conducta de la biología celular. Desde finales de los años 50, se conocían casi todos los secretos de la vida de las células. Se sabía hacerlas crecer, cultivarlas y reproducirlas en el laboratorio. Y sobre todo el dominio de un material vulgar, el plástico, ofrecía a los investigadores de la facultad la posibilidad de equiparse con instrumentos capaces de multiplicar las experiencias y de extender hasta el infinito el campo de sus conocimientos. La materia plástica y la biología celular se habían unido para dar vida a una industrialización de los equipos de investigación, abriendo así nuevos terrenos de estudio a un mayor número de técnicos y de laboratorios.
El año que Robert Gallo pasó entre los niños leucémicos del Instituto Nacional del Cáncer fue una experiencia decisiva. «En la facultad de Chicago —recuerda—, sólo había trabajado con células fisiológicamente normales; y de repente me encontré enfrentado con células absolutamente locas, con células en pleno delirio, con células suicidas». Desde su nombramiento para un laboratorio de investigación, Robert Gallo se organizó: «Tenía la suerte de encontrarme en el centro de una cantera de cerebros empeñados en una competición frenética. Me apresuré a aprovechar esas ventajas para tejer una red de relaciones profesionales. Un partido de tenis con un investigador chino ex colaborador de un premio Nobel de biología molecular iba a abrirme nuevos horizontes. “Escucha, Bob —me aconsejó un día el chino entre dos
sets
—, la mejor manera de estudiar las células cancerosas humanas es utilizar como modelos los tumores animales producidos por virus.”»
¡Virus! El chino había pronunciado la palabra mágica que obsesionaba a tantos cancerólogos. Robert Gallo, por su parte, se encogió de hombros. «Yo nunca había sentido ningún interés por la virología —confiesa candorosamente—. Nunca había trabajado con virólogos. No tenía la más mínima noción sobre esos pequeños demonios malditos, y me parecían muy ingenuos aquellos que se habían atrevido a hacer de ellos su especialidad».
Sin embargo, ¡cuántas esperanzas había suscitado la hipótesis de un origen vírico en la aparición de numerosos cánceres! Desde que en 1910 un americano llamado Francis Peyton Rous anunció que había podido inocular tumores cancerosos en unos pollos, la imaginación de los investigadores no había cesado de inflamarse. Cuarenta años después, el descubrimiento de un virus que producía leucemia en los ratones ratificó la hipótesis del posible origen vírico de ciertos cánceres. Hipótesis sostenida por las más altas autoridades. En 1962, el responsable del departamento de enfermedades infecciosas del Instituto Americano de la Salud no vaciló al informar que «los cánceres humanos también pueden ser causados por virus» y que, en tal caso, éstos «deben ser considerados como simples enfermedades infecciosas». Esta convicción dio nacimiento a un programa especial de investigaciones financiado con medios considerables.
A partir de entonces, toda una generación de científicos iba a tratar de identificar esos microscópicos agentes de muerte ¡para poder combatirlos después con unas vacunas adecuadas! El ejemplo de Jonas Salk, el vencedor de la poliomielitis, estimulaba todas las ambiciones. Se produjo una competencia encarnizada entre los diferentes centros de investigación, engendrando a lo largo de los años 60 una lluvia de presuntos descubrimientos sobre el papel de los virus en los cánceres humanos. Aquellas seudovictorias sólo fueron humo de paja. Todo lo más, se consiguió poner en evidencia el limitado papel de cofactor de algunos virus en el desarrollo de ciertos tumores. Por ejemplo, el virus responsable de las mononucleosis infecciosas, descrito por los médicos ingleses Michael A. Epstein e Y. Barr, se reveló también implicado en la formación de linfomas o de cánceres de rinofaringe. Igualmente, los papilomavirus estaban implicados en los tumores de cuello de útero, y el virus de la hepatitis B en el cáncer de hígado.
Nadie había podido demostrar, en cambio, la más mínima culpabilidad directa de una familia muy especial de virus —los retrovirus— que no había dejado de intrigar a los científicos desde el descubrimiento, en 1910, del primer retrovirus en un tumor canceroso de pollo. El modo de actuar de los retrovirus viola, en realidad, todas las leyes de la biología. Estas leyes, que rigen los mecanismos de la reproducción de la vida, siguen un proceso inmutable perfectamente conocido. En el centro del núcleo de cada célula se encuentra un ácido nucleico llamado ADN
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que transmite la información genética de la que es soporte a otro ácido nucleico llamado ARN
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que, por su parte, convierte la información en proteínas específicas necesarias para la vida y la actividad de las células. Como los virus convencionales están dotados de un sistema biológico análogo, su ADN puede mezclarse con el ADN de las células agredidas por ellos. Al multiplicarse, las células huéspedes reproducen automáticamente esos virus que albergan. Como no poseen ácido ADN, sino únicamente ácido ARN, los retrovirus, por su parte, se ven obligados a recurrir a un intermediario exterior para hacerse aceptar por el ADN de las células que quieren invadir, con el fin de hacerse reproducir por ellas.