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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (19 page)

Cada noche, antes de ir a acostarse, los enviados del CDC reunían en una caja isotérmica llena de hielo triturado los tubos de sangre y las diferentes muestras pacientemente recogidas. A la mañana siguiente, se presentaban con su valioso paquete en la taquilla de la oficina de correos más próxima. A la pregunta del cartero sobre el valor mercantil de su envío, ellos respondían invariablemente: «Nulo». ¿Cómo valorar en dólares unos tubos y unas placas de cristal que tal vez contenían al culpable de una tragedia cuya magnitud nadie evaluaba todavía?

18

Calcuta, India — Invierno de 1981
«En cualquier parte donde los hombres sufren»

54-A Lower Circular Road. Sólo una modesta placa de madera señala la entrada del cuartel general de la empresa fundada por la Madre Teresa. El caserón gris de tres plantas situado en el centro de Calcuta se ha convertido en uno de los edificios más conocidos de la ciudad, en uno de los más visitados por los que llegan en peregrinación a las fuentes de la obra de la celebre religiosa. Sus ventanas, permanentemente abiertas, dan al río rugiente de tranvías sobrecargados, de camiones, de coches y de
rickshaws
, esos carritos tirados por los últimos hombres-caballo del planeta. En las aceras llenas de baches vive todo un pueblo de gentes sin hogar, envueltas en su
dhoti
como en un sudario, revendedores de chatarra y de piezas de automóviles. Delante de las bocas de riego racimos de niños desnudos chapotean en los arroyos, mientras que, en cada esquina de la calle, mercaderes de té, de buñuelos y de arroz inflado venden a los más pobres su pitanza cotidiana.

Al interior del edificio se entra por una puerta de madera que da a una estrecha calle constantemente atestada por una muchedumbre de mendigos, de leprosos y de mujeres que llevan en sus brazos descarnados a unos niños famélicos. Un simple cordel atado a una campanilla sirve de llamador. A cada llamada aparece el rostro de una joven religiosa india con sari blanco orlado de azul. Un pequeño patio ornamentado con una gran imagen de la Virgen que abre los brazos conduce a una escalera. En el primer piso se encuentra la capilla, una vasta sala solamente amueblada con un altar, pero siempre vibrante por la presencia de la fe y de la oración. Como en la de la leprosería de Benarés, en la pared del fondo, al lado del crucifijo de madera, una inscripción proclama: «
I THIRST
» (Tengo sed).

La que apaga en la India y en otras muchas partes la sed de Jesús crucificado, viene varias veces al día a arrodillarse aquí, sobre un viejo saco de yute remendado, para pedirle a Dios fuerza e inspiración con el fin de continuar en su cruzada en favor de los más desprovistos, de los abandonados, de los leprosos, de los desesperados, de los parias, de los rechazados de todas las razas, de todas las castas, de todas las creencias. Es aquí, en este lugar que sirve también de dormitorio y de sala de estudios, donde la Madre Teresa ha formado en su sacerdocio de amor, al servicio de los más pobres, a millares de muchachas venidas de todos los puntos de la India y del mundo para tomar el velo blanco orlado de azul de las Misioneras de la Caridad. El caserón del 54-A Lower Circular Road alberga a más de un centenar de novicias. Cada mañana, muy temprano, después de haber recibido la Eucaristía y cantado los salmos, salen del convento de dos en dos, con el rosario en la mano, para dirigirse en tranvía, en autobús, en tren o más a menudo a pie, a los morideros, a las escuelas, a los orfelinatos y a los dispensarios de la congregación. Cuando sus frágiles siluetas se dispersan por toda la ciudad, se diría que una ola de generosidad y de amor se propaga a su paso, una vibración portadora de esperanza que anuncia a los menesterosos de la inhumana ciudad: «Nosotras estamos aquí, os amamos, no tengáis miedo».

En el invierno de 1981 se cumplían veintinueve años desde que la Madre Teresa se instaló en aquel edificio con algunas alumnas del antiguo convento en el que ella enseñaba geografía. El propietario del inmueble, un magistrado musulmán, lo había vendido por nada después de una larga meditación en la mezquita vecina. El santo varón del Islam se limitó a explicarle al sacerdote encargado de la transacción por la religiosa: «Es Dios el que me ha dado esta casa. Y a Dios se la devuelvo».

Unas semanas después, una pequeña procesión encabezada por la Madre Teresa salió del convento para dirigirse a pie a la catedral católica de Nuestra Señora del Rosario. Allí, en la nave iluminada por los cirios, ante el arzobispo de Calcuta y todos los dignatarios del clero local, las dieciocho primeras novicias pronunciaron sus votos, comprometiéndose solemnemente a «buscar en las ciudades y en los pueblos de todo el mundo, hasta en el centro de la más extrema abyección, a los más pobres de los pobres, para cuidarlos, llevarles ayuda, visitarles asiduamente, vivir el amor que Cristo les profesa y despertar su respuesta a Su inmenso amor».

De aquel juramento nació la orden de las Misioneras de la Caridad, que hoy cuentan con más de tres mil hermanas que actúan en unos cuatrocientos centros establecidos en noventa y dos países, incluidos Cuba, la Unión Soviética, y pronto China y Albania. Desde entonces, el 8 de diciembre de cada año, festividad de la Inmaculada Concepción, las jóvenes hermanas indias
[4]
de piel oscura, cada vez más numerosas, salen en procesión de la casa madre de Lower Circular Road para ir a pronunciar sus votos y renovar el mismo juramento. Al día siguiente, un camión conduce a las nuevas Misioneras de la Caridad a la estación de Howrah o al aeródromo de Dum Dum. Cantos, risas, gritos y algunas lágrimas acompañan estas salidas hacia todos los lugares del mundo donde haya seres que sufran, y se marchan por varios años. La gran casa de Lower Circular Road parece privada de vida durante algún tiempo. La capilla queda sumida en el silencio y en el patio ya no resuenan tanto los golpes metálicos de los cubos de la limpieza martina. Pero el navío encuentra muy pronto una nueva tripulación. Nuevas postulantes de sari blanco afluyen pronto de todas partes. Pues si bien la mayor parte de las órdenes religiosas sufren una penuria de vocaciones, la Madre Teresa, en cambio, no puede aceptar a todas aquellas que se agolpan a la puerta de sus noviciados.

Una mañana de diciembre de 1981, algunos días antes de Navidad, una frágil india vestida con una amplia falda de algodón rojo se presentó ante la puerta de madera del 54-A Lower Circular Road. La hermana portera reconoció en seguida a la religiosa de ojos oblicuos que la acompañaba. Ananda, la pequeña ex leprosa de las hogueras de Benarés, había expresado a sor Bandona su deseo de entrar en la gran familia de las Misioneras de la Caridad.

Aquella candidatura no tenía precedentes en una congregación donde, hasta entonces, sólo jóvenes cristianas confirmadas se habían unido a sus filas. La Madre Teresa, que no rechazaba ningún desafío, vio en ello la ocasión «de llevar un alma más a Cristo, y por Él, a los hombres desamparados en los que Él se encarna». Descargó por un tiempo a sor Bandona de la responsabilidad de la leprosería de Benarés para confiarle la educación religiosa de su protegida. Una tarea que ella había comenzado ya en Benarés y que ahora iba a proseguir en Calcuta. Tendría que usar todavía mucha prudencia y mucho tacto. En aquel ambiente de mujeres con un nacimiento superior al suyo, la ex leprosa corría peligro en todo momento de ser recuperada por los viejos demonios de su pasado. Bandona lo sabía: sus estigmas de paria estaban allí, a flor de piel, prestos a reaparecer a la menor vejación, real o supuesta. Ni siquiera aquí podían borrarse con un toque de varita mágica treinta siglos de intocabilidad.

Antes de recibir el agua y la sal del bautismo, y abordar después los misterios del Evangelio, Ananda tuvo que aprender el lenguaje que cimenta, en una misma expresión, el pensamiento y la palabra de unas compañeras de orígenes tan diversos. En la casa de la Madre Teresa, oraciones y acciones se realizaban en inglés. Paradójicamente, el analfabetismo de Ananda favoreció a la joven postulanta. Compensó su falta de instrucción con una memoria auditiva fenomenal, como esos tiradores de
rickshaw
que sabían de memoria doce mil versos del
Ramayana
, la
Ilíada
de la India. En unas pocas semanas, Ananda pudo comprender y decir lo esencial.

En cambio, aprender a leer y a escribir era una cosa muy distinta. Su cerebro no estaba programado para esta clase de ejercicios. Su herencia genética no había previsto que los ojos de la hija de un quemador de cadáveres pudiesen necesitar un día descifrar unas inscripciones impresas en un papel. A esto se añadía una falta visceral de interés por la cosa escrita. ¿De qué podía servir un libro, objeto inanimado que no realizaba ninguna función práctica? ¿Era un instrumento, un utensilio para tener acceso al conocimiento? Ananda era demasiado ajena a semejante concepto para sentir la más mínima motivación. Sin embargo, su educadora no desesperaba de conseguir despertar su curiosidad a fuerza de paciencia y de dulzura. Dos elementos vinieron a apoyar sus esfuerzos. En primer lugar, el ejemplo de las demás postulantas, cuyas lecturas en voz alta resonaban a todas horas en los tres pisos del convento. Y luego, el descubrimiento, cada vez más profundizado por Ananda, de aquel Dios que inspiraba la fe de las hermanas. La idea de Dios no era, ciertamente, ajena a la joven intocable. Pero era una idea más bien folklórica, un cuarto trastero con millares de personajes de encarnaciones múltiples, a veces demonios, otras veces espíritus, con formas animales o humanas, nacidos de una mitología fantástica más inclinada a encender la imaginación que a suscitar una creencia confiada y personal. Ciertamente su larga convivencia con las hermanas de la leprosería de Benarés la habían familiarizado con la noción de un Dios único «que ama a cada una de Sus criaturas como al más querido de Sus hijos». «Nada —pensaba sor Bandona— podría incitar mejor a su alumna a aprender a leer que el descubrimiento de los textos que relatan las hazañas del hijo del carpintero de Nazareth y comunican el mensaje de Su palabra». Ananda puso manos a la obra, desmenuzó una a una las letras de cada versículo de los Evangelios, se impregnó de su sintaxis, sin intentar por el momento captar su sentido. Fue una larga prueba, una experiencia excepcional en los anales de la comunidad.

Muy pronto, en el concierto juvenil de las recitaciones de sus postulantas, la Madre Teresa pudo distinguir una voz nueva. La voz, tímida y torpe, de la pequeña fugitiva de las piras de Benarés descifrando las parábolas.

19

Atlanta, USA — Otoño de 1981
Lo llamaron «la cólera de Dios»

La operación «Protocolo 577» emprendida por el CDC concluyó el 1 de diciembre de 1981. Comenzó entonces el detenido examen de la cosecha de informaciones recogida por los sabuesos de Atlanta entre cincuenta enfermos y doscientos homosexuales sanos. Los montones de documentos vomitados por los ordenadores encargados de digerir, descifrar y analizar los millares de respuestas registradas en los doscientos cincuenta cuestionarios cubrieron en seguida con un maremoto de papel las mesas del doctor Jim Curran y de todos los miembros de su Task Force. «La cosa que más nos impresionó de entrada —confiesa el doctor Harold Jaffe— fue el comprobar hasta qué punto los individuos afectados habían sido sexualmente mucho más activos que los individuos sanos. Aunque habían consumido mayor cantidad de
poppers
, esto nos pareció finalmente menos importante que el mayor número de intercambios sexuales. Muy pronto tuvimos casi la certeza de que todo abogaba en favor de una epidemia transmitida por vía sexual».

Pero ¿transmisión de qué? La hipótesis de un virus parecía la más probable. Un virus que destruía el sistema inmunitario y dejaba desarmadas a las víctimas frente a esas enfermedades llamadas «oportunistas» porque aprovechan la debilidad de las defensas del organismo para manifestarse. Se conocía un cierto número de esas enfermedades, tales como las neumocistosis de los primeros casos diagnosticados en Los Ángeles, y el cáncer de Kaposi del actor neoyorquino.

En su largo e implacable acoso a los enemigos invisibles que amenazan al género humano, la capital de la inmunología mundial nunca movilizaría tantos recursos como esta vez, para tratar de identificar al misterioso virus. Todo lo que la imaginación y el genio de sus médicos-detectives había concebido e inventado para obligar a las células a revelar la presencia de los agentes que las infectaban iba a ser utilizado. Cada espécimen biológico, cada secreción, cada gota de sangre, de esperma y de orina llegados en los paquetes postales de los investigadores fueron pasados por la criba de los microscopios, de los reactivos, de los ordenadores, de las centrifugadoras y de los contadores electrónicos.

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