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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (20 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Con gran alivio para su familia, que estaba horrorizada por la naturaleza de su misión en Nueva York, Martha Rogers regresó a Atlanta a finales de octubre para organizar y coordinar la distribución hacia las numerosas ramas del CDC de los elementos de la encuesta recogidos sobre el terreno. Los diferentes laboratorios que acosaban a los múltiples virus del herpes comenzaron de inmediato a trabajar. Uno de ellos estaba especializado en la detección y el estudio del herpes simplex, una variedad del virus que ataca principalmente a las mucosas de las partes genitales y se ulcera a veces en lesiones tan devastadoras que sus víctimas mueren. Este virus afecta también los pulmones, las vías digestivas e incluso el cerebro y las fibras nerviosas. Otro laboratorio se dedicaba exclusivamente al estudio del famoso citomegalovirus, tan ampliamente extendido entre los homosexuales. Aunque a menudo se mostraba benigno, algunos trabajos recientes habían demostrado su relación perturbadora con el cáncer de Kaposi. Temiendo que una inexplicable mutación fuese el origen de su virulencia súbita, los investigadores se apresuraron a utilizar las muestras de orina enviadas por Martha Rogers para hacer con ellas un cultivo masivo. Esperaran que el estudio comparativo de estos virus cultivados y unas cepas antiguas del mismo virus almacenadas en los congeladores del CDC podría proporcionarles un indicio.

Otro laboratorio, especializado en un virus que lleva el nombre de los dos científicos británicos que lo descubrieron, se dedicó a demostrar su culpabilidad. Se sabía que el virus de Michael A. Epstein y de Y. Barr era responsable de la mononucleosis infecciosa. Se conocía también su asociación con algunos cánceres de los ganglios, de la nariz y de la garganta. Un cuarto laboratorio, dedicado al virus de la varicela, enfermedad benigna en el niño pero que en el adulto puede producir terribles zonas que incluso afectan a los ojos, proseguía una investigación idéntica. Por su parte, la división de las enfermedades parasitarias se lanzó al examen sistemático de los microorganismos susceptibles de transmitir la neumocistosis, y a la búsqueda de los numerosos parásitos responsables, en muchas víctimas, de los temibles ataques a su sistema nervioso central, como la toxoplasmosis, la aspergiliosis y la criptococosis. Otros equipos que estudian sobre todo las infecciones amibianas y las hepatitis se interesaron por los microbios y las bacterias comprobados en la patología de los enfermos interrogados.

Ese esfuerzo titánico se mantuvo durante más de ocho semanas. Pero resultaría infructuoso. Aunque la presencia de innumerables agentes infecciosos fue puesta en evidencia muchas veces, ninguno de ellos podía ser considerado responsable por sí solo del desencadenamiento de la extraña plaga. A falta de encontrar un culpable, los médicos-detectives de Atlanta le inventaron un nombre, GRID, las cuatro iniciales de una perífrasis un poco bárbara: «Gay Related Inmuno Deficiency» (Déficit Inmunitario Relacionado con la Homosexualidad).

Muchos facultativos y enfermeros enfrentados con ese mal tan horrible prefirieron, aquel otoño, una denominación más gráfica. Lo llamaron «The Wrath of God» (La cólera de Dios).

20

Bethesda, Maryland, USA — Otoño de 1981
Indiferencia ante «una extraña epidemia de maricas»

Conocemos cerca de un millar de ellos. Son los enemigos más implacables de la creación divina. Desde que el mundo es mundo, los virus —esas minúsculas partículas de muerte— han aniquilado más hombres, más animales y más vegetales que todas las catástrofes naturales y los conflictos bélicos de la historia juntos. La piel momificada de Ramsés II, constelada de cicatrices y de viruela, es un testimonio de sus estragos en la más remota antigüedad. Pero hubo que esperar al siglo XX y al dominio de las técnicas de investigación celular para descubrir esos corpúsculos infinitamente pequeños. Incapaces de reproducirse por sí mismos, necesitan, para sobrevivir, la complicidad de las células agredidas por ellos. Todo lo que está vivo les atrae; ninguna célula está libre de su codicia. Desde que, en 1952, dos biólogos norteamericanos descubrieron que el material genético de esos agentes de muerte se compone de ácidos nucleicos análogos a los de las células sanas, el estudio de los virus —la virología— ha hecho dar un salto prodigioso a la biología molecular, una ciencia joven que se esfuerza en desvelar los misterios de la vida.

La imagen y el campo de acción de los virus son tan múltiples como el número de las familias a las que pertenecen. Se les atribuye más del sesenta por ciento de las enfermedades infecciosas. Atacan casi todos los órganos y todas las funciones. Entre los que causan los estragos más comunes encontramos, por ejemplo, al gracioso papovavirus, con forma de diamante tallado, responsable a la vez de simples verrugas y de horribles tumores cancerosos. Encontramos también el adenovirus de las infecciones respiratorias, con sus seis pequeñas antenas que engastan un bonito núcleo facetado; o el temible virus del herpes, en forma de rueda dentada; o el poxvirus de la viruela, envuelto en un estuche almenado; o el rabdhovirus de la rabia, tan velludo como una oruga; o el mixovirus, sol microscópico de la gripe y de las paperas. Y encontramos, asimismo, un virus especialmente pequeño y con forma de rombo: el poliovirus, responsable de la última gran epidemia que aterrorizó a los Estados Unidos y una parte del mundo antes de la aparición del sida: la poliomielitis.

El doctor Jim Curran y sus médicos-detectives del CDC eran demasiado jóvenes para haber participado personalmente en la lucha contra la poliomielitis, pero conocían todas las diferentes fases de la pesadilla que precedió a la victoria final. En el momento en que los SOS provocados por una nueva plaga les llegaban a decenas, el espectro del terrible verano americano de 1953 se convertía para ellos en el más patético de los modelos. Un verano de pánico. El poliovirus asaltaba a sus víctimas por las vías intestinales o respiratorias. Se multiplicaba en ellas antes de invadir, en los casos más graves, el sistema nervioso central, destruyendo a su paso las neuronas motoras de la médula espinal y del cerebro. Haces musculares enteros se fundían o desaparecían a ojos vistas. Un adolescente de unos sesenta kilos podía perder la mitad de su peso en menos de una semana. Los primeros síntomas se manifestaban por una rigidez en la parte baja de la espalda y en el cuello. Después sobrevenía una fatiga general acompañada de náuseas, de zumbidos de oído y de trastornos motores en los miembros. Luego aparecían violentos dolores en todo el cuerpo y una fiebre elevada. Estos últimos signos confirmaban el temible veredicto.

Cada semana, los periódicos publicaban las estadísticas. En seis meses, el poliovirus había fulminado a cerca de cinco mil norteamericanos. No tardaría mucho en citarse la cifra oficial de sesenta mil víctimas. Pero no eran esas cifras lo que más aterrorizaba, sino el hecho de que no podía preverse ni dónde ni cuándo iba a atacar la epidemia. Sólo se sabía que tenía una predilección especial por los niños. Era llamada «parálisis infantil» y tenía locos de angustia a los padres. Aquel verano, los hospitales de los Estados Unidos estaban llenos de pequeños cuerpos inertes, ante los cuales la ciencia se confesaba trágicamente impotente. El único tratamiento para atenuar los efectos de la enfermedad era la inyección de gammaglobulina, un extracto de sangre que contenía anticuerpos. Pero las reservas de este extracto eran tan limitadas que hubo que restringir su administración a las mujeres encinta y a las personas menores de treinta años con riesgo de estar contaminadas. En Nueva York hubo padres que sitiaron durante veintisiete horas el Departamento de Sanidad con el fin de obtener ampollas de gammaglobulina para sus hijos. Con el fin de impedir los abusos y el mercado negro, la distribución fue encomendada a los «incorruptibles» de la Oficina de Movilización Nacional. Pero la esperanza fundada en la valiosa sustancia se derrumbó en junio de 1953 con la publicación de un artículo científico que demostraba su ineficacia.

Aunque algunas víctimas de la poliomielitis habían podido ser curadas, ¿cuántas otras habían muerto? Sin contar las que quedaban paralizadas de los cuatro miembros, o que no podían mover más que un brazo, los dedos de una mano o solamente los ojos. Los Estados Unidos habían descubierto en sus periódicos las fotografías de aquellos torturados que cojeaban entre dos muletas, con sus piernas muertas sostenidas por tablillas metálicas, o encogidos entre los brazos de una silla de ruedas, con la piel macilenta, los rasgos tirantes, la mirada espantada y el cuerpo inerte oculto en parte bajo una manta. Otras imágenes habían mostrado a la nación incrédula esos cajones en forma de ataúd donde algunas víctimas del poliovirus luchaban contra la muerte en un pulmón de acero.

Fue un tiempo de lamentaciones, de llantos y de rebeldía, antes del de la resignación. De pronto, en medio de aquel cruel verano, un médico desconocido aportó al país un inesperado soplo de esperanza. El doctor Jonas E. Salk, un neoyorquino de cuarenta años, hijo de un empleado del comercio de la confección, reveló que había logrado en el laboratorio la formación de anticuerpos contra tres variedades de virus de la poliomielitis. Partiendo de ese resultado, había obtenido una vacuna que experimentó consigo mismo, con su mujer y con sus hijos antes de inoculársela a ciento sesenta y un niños. De la noche a la mañana, el retrato de aquel hombre casi calvo y con las orejas gachas apareció en la primera plana de todos los periódicos del país. Jonas Salk se había convertido en el personaje más famoso de los Estados Unidos, en el benefactor aclamado por una nación loca de agradecimiento. Aunque después otros científicos inventaron nuevas vacunas más eficaces contra el poliovirus, Jonas Salk pasaría a la Historia como el que había borrado la pesadilla.

El infatigable hombrecito que, en aquella mañana de septiembre de 1981, cruzaba las lujuriantes frondas otoñales de Maryland al volante de un coche de alquiler, ya no dudaba: una plaga igualmente trágica amenazaba sin anunciarse a los Estados Unidos de hoy, veinticinco años después del drama de la poliomielitis. En la cartera que llevaba al lado se amontonaban todas las pruebas que el doctor Jim Curran y sus sabuesos de Atlanta habían reunido: informes de análisis, microfotografías, diapositivas, balances de doscientos cincuenta interrogatorios del «Protocolo 577». «Como epidemiólogo —dice él—, mi primera misión era la de convencer con urgencia a los investigadores y a los laboratorios de que se trataba de una epidemia nueva; y de que, para hallar al culpable lo antes posible, todos teníamos que orientar nuestros esfuerzos en una dirección realista».

Jim Curran era un fajador y un pragmático. A los presuntos dogmas de la investigación médica, prefería la vieja filosofía de Willy Sutton, el famoso bandido del Oeste americano. «¿Conocen ustedes la teoría de Sutton?», solía preguntar. Y a los que ignoraban la respuesta, les explicaba con una sonrisa maliciosa: «Cuando le preguntaban por qué asaltaba bancos, Willy Sutton respondía: “Porque es
allí
donde está el dinero”». Para el jefe de los médicos-detectives de Atlanta,
«allí»
era el esperma y la sangre de los homosexuales americanos.

En aquel otoño de 1981, la lógica de tal razonamiento no había despertado todavía el menor eco en el mundo de los investigadores ni entre los funcionarios de Washington encargados de concederles créditos. La dirección del prestigioso
New England Journal of Medicine
ni siquiera había considerado oportuno recoger en sus columnas los diferentes gritos de alarma lanzados por los primeros testigos de la epidemia en el modesto informe semanal del CDC. Por su lado, la gran prensa y los demás medios de comunicación, habitualmente tan ansiosos de
scoops
médicos, mantenían una sorprendente discreción. Como si aquel mal fuese un castigo vergonzoso reservado a una minoría culpable. Por otra parte, ¿para qué alarmarse? Grandes personalidades científicas predecían que, con la detención del consumo de los
poppers
y una disminución de la actividad sexual por parte de los individuos con riesgo, esa epidemia tenía todas las posibilidades de desaparecer como había venido.

Porque estaba en fundamental desacuerdo con aquel pronóstico, el doctor Jim Curran corría, aquella mañana de otoño de 1981, hacia el más vasto complejo médico-científico jamás concebido por el hombre.

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