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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (24 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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La mayor parte de los centros norteamericanos de biología molecular demostraron la misma pusilanimidad. Robert Gallo defenderá después esa actitud subrayando el peligro real que representa la introducción en un lugar de trabajo de un agente infeccioso totalmente desconocida. «¿Cómo saber si ese virus, en sí tan devastador, no os saltará a la cara en la primera experiencia, no se transmitirá conversando o intercambiando un simple apretón de manos? Además, estaban también los demás microorganismos responsables de múltiples infecciones que las víctimas de esa enfermedad tan especial sufrían a causa de la destrucción de su sistema inmunitario. Unos agentes que tal vez podrían infectar a personas sanas, como usted y como yo. ¿Teníamos el derecho de correr ese riesgo?» En apoyo de su defensa, Gallo añade que varios investigadores de Bethesda habían muerto en el pasado, contaminados por virus, en sus superprotegidos laboratorios.

Exactamente ocho semanas después de la negativa categórica infligida por el
establishment
de Bethesda, una nota redactada por el responsable de la farmacia del CDC informaba a Jim Curran de un hecho nuevo capaz de modificar la posición de la comunidad científica en lo concerniente a la epidemia. Un médico de Denver (Colorado) solicitaba el envío urgente de dosis de Pentamidina para uno de sus clientes, afectado también de una gravísima neumocistosis. Al contrario de las peticiones similares recibidas en menos de un año por el CDC, que era el distribuidor exclusivo en los Estados Unidos, el medicamento no iba destinado esta vez a un individuo privado de sus defensas inmunitarias a consecuencia del trasplante de un órgano, o a un homosexual víctima de la nueva epidemia. El enfermo de Denver que padecía esa rara forma de neumonía no correspondía a ninguno de los criterios habituales. No era un cliente habitual de las
bath-houses
, ni un toxicómano, ni un sorbedor de
poppers
. Era un tranquilo padre de familia numerosa, de cincuenta y nueve años, que siempre había vivido en el mismo barrio burgués de una ciudad de la Norteamérica profunda y que nunca había recibido el más mínimo tratamiento inmunodepresor. En resumen: nada que pudiera abrir las puertas de su organismo a la mortal invasión parasitaria que le afectaba ahora. Nada, a no ser una anomalía de su patrimonio genético que le sometía a un riesgo particular de contaminación: era hemofílico.

En aquella mañana de abril de 1982, esa información produjo la más viva emoción entre los médicos-detectives del CDC de Atlanta. Jim Curran comprendió de inmediato todas sus implicaciones. El enfermo de Denver pertenecía al pequeño grupo de norteamericanos —eran alrededor de veinte mil— que, a consecuencia de una laguna en la función reguladora de la sangre, recibían periódicamente transfusiones de factores de coagulación destinados a prevenir hemorragias que a veces resultaban fatales. Para ofrecer todas las garantías de tolerancia y respetar los reglamentos de sanidad norteamericanos, esos productos sanguíneos, comercializados desde los comienzos de los años 60, debían proceder de un grupo de mil donantes diferentes como mínimo. De hecho, la mayor parte de los lotes eran fabricados a partir de la sangre de diez a veinte mil donantes dispersos por todas las regiones de los Estados Unidos. Con una media de diez transfusiones por año, era, pues, la sangre de alrededor de doscientos mil donantes la que cada hemofílico recibía en un año. Las operaciones de filtración extremadamente rigurosas a que eran sometidos tales productos eliminaban, por otra parte, cualquier riesgo de contaminación por agentes infecciosos, tales como las bacterias o los microbios. Los únicos elementos vivos que podían franquear semejantes barreras eran los virus.

«El enfermo hemofílico de Denver nos permitió cubrir una etapa decisiva —cuenta Jim Curran—. Nos aportaba por fin la prueba perentoria del origen vírico de la epidemia del sida. En lo sucesivo ningún investigador podría hacer el avestruz ante nuestras afirmaciones y lo bien fundado de nuestra hipótesis. Tanto más cuanto que los hemofílicos eran una categoría de pacientes de estudio especialmente interesantes. A causa de la procedencia tan diversificada de los productos sanguíneos que se les inyectaban, eran con respecto a los receptores de transfusiones sanguíneas, lo que los homosexuales de compañeros múltiples representaban con respecto a los
gays
que tenían relaciones sexuales normales».

Apenas tres horas después de la llamada de Denver, un médico-detective del CDC volaba hacia Colorado. Durante diez días, el doctor Dale Lawrence sometió al enfermo, a los miembros de su familia y a sus médicos a implacables verificaciones. Controló minuciosamente todos los parámetros de los balances inmunológicos, hizo proceder a nuevas biopsias pulmonares y pasó por la criba todas las muestras de concentrados sanguíneos recibidos por el paciente durante los cinco años anteriores. Su trabajo de hormiga le permitió confirmar que aquel padre de familia padecía el mismo mal que afectaba a los homosexuales.

Menos de una semana después, el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta se enteraba de la existencia de un segundo caso semejante. Este enfermo era un hemofílico de veintiséis años, oriundo de una pequeña ciudad del noreste de Ohio, de la que nunca había salido. El doctor Dale Lawrence volvió a tomar el avión. Con el encarnizamiento de un sabueso del FBI, interrogó a todos los conocidos antiguos y actuales del muchacho. Entrevistó a sus padres, a sus hermanos, a sus hermanas, a sus camaradas de colegio, a sus compañeros de deporte y de trabajo, a sus relaciones femeninas. Trató de descubrir si tenía una vida secreta. Cacheó los más pequeños detalles de su pasado. Sabiendo que los hemofílicos se entregaban a veces a los estupefacientes para calmar sus dolores articulares, preguntó al enfermo sobre ese tema. Pero el caso era también de una absoluta transparencia. Sólo las transfusiones de concentrados sanguíneos podían ser el origen de su mal.

El doctor Dale Lawrence acababa de volver a Atlanta cuando una tercera noticia explosiva puso en efervescencia de nuevo al CDC. Un médico de Westchester County, barrio residencial de Nueva York, comunicaba que una biopsia practicada en los pulmones de uno de sus pacientes, un jubilado de sesenta y dos años, había revelado una infección masiva de
Pneumocystis carinii
, los agentes habituales de la neumocistosis. Como los dos casos precedentes, este enfermo era también hemofílico y recibía inyecciones regulares de productos sanguíneos.

La historia de la medicina no retendrá los nombres de esas tres víctimas inocentes. Sin embargo, su sacrificio «trastornó por completo las circunstancias y las bases de la lucha», aseguró luego Jim Curran. A pesar de las terroríficas implicaciones que significaba súbitamente esa extensión de la plaga, el jefe de los médicos-detectives de Atlanta triunfaba. La comunidad científica, que había despreciado su «extraña epidemia de maricas», debería finalmente descender de su Olimpo y entrar en la arena, porque, además de veinte mil hemofílicos, unos tres millones de norteamericanos recibían cada año transfusiones sanguíneas. Descubrir el agente infeccioso se convertía en una prioridad nacional. A este desafío se agregaba un cortejo de otras urgencias: había que inventar una prueba de detección, someter toda la producción de sangre y de compuestos sanguíneos a unos controles draconianos y elaborar sustancias y terapéuticas antivíricas. Es decir: había que poner a punto una vacuna. Una tarea titánica que exigiría montañas de dólares y el concurso de masas de materia gris.

Los responsables del centro de Atlanta decidieron iniciar esta decisiva etapa dando a la epidemia una nueva denominación. Sensibles a la indignación justificada de los medios homosexuales que consideraba infamante la introducción de la palabra
gay
en la designación de la enfermedad conocida hasta entonces con la apelación de GRID,
[9]
le pusieron el nombre de «AIDS»,
[10]
en francés y en castellano «SIDA», cuatro letras que pronto resonarían como la maldición de este fin de milenio.

SEGUNDA PARTE
La victoria de los magos
de lo invisible
23

Amberes, Bélgica — Invierno de 1982
Eslabones para cercar el mundo con una cadena de amor

Había sido una muchacha bella, rica, prometida a todas las caricias de un destino dorado. Aquella hija de notables de la alta burguesía del puerto belga de Amberes había crecido en la opulencia apacible de una de esas residencias que Rubens pintaba con tanto amor. Su elevada estatura y su aspecto contrastaban con la delicadeza de su rostro, iluminado por dos inmensos ojos de color hierba doncella. Jacqueline de Decker era a los dieciocho años uno de los partidos más seductores del reino de Bélgica. Su belleza y su rango hacían volver muchas cabezas. A la edad en que las muchachas de su ambiente soñaban con aturdirse en los bailes y en los brazos de algún príncipe encantador y con evadirse a las playas doradas de la Costa Azul, ella prefería encerrarse cada día largas horas en una capilla para escuchar la voz interior que la llamaba a una vocación muy diferente.

Convencida de que Dios le pedía que entrase en una orden religiosa para ir a las Indias a atender a los pobres y a los leprosos, hizo su maleta y fue a llamar a la puerta del convento de las Hermanas Misioneras de María. Las monjas, felices por recibir a aquella joven de la alta sociedad, quisieron darle una comida regia. Pero la lata de salmón abierta en su honor estaba en malas condiciones. Jacqueline estuvo a punto de morir aquella noche. Viendo en aquel envenenamiento alguna señal, al amanecer se arrastró como pudo al despacho de la madre superiora y le anunció que quería volver a su casa. «Estaba decidida a consagrarme a Dios y a partir a las Indias para cuidar a los pobres del Evangelio —dice Jacqueline—; pero sin abandonar el mundo».

Un jesuita belga, amigo del obispo de Madrás, buscaba voluntarios para crear un centro médico-social en una región abandonada del Tamil Nadu. Siete jóvenes de Amberes formaban ya un equipo. Jacqueline de Decker se unió a ellas con entusiasmo. La invasión de Europa por los
panzers
de Hitler iba a romper de golpe su hermoso sueño. Cuando la miseria y el dolor se abatieron sobre Bélgica, Jacqueline y sus compañeras se apresuraron a obtener sus diplomas de enfermera y se alistaron en la Cruz Roja. Cuatro años bajo las bombas y en los hospitales superpoblados formaron duramente a la joven heredera en su ideal de caridad. Su incansable entrega le valió, después de la Liberación, ser aclamada como una heroína. Varios personajes intrigaban ya ante sus padres, solicitando para sus hijos la mano de aquel ángel vestido de blanco y cubierto de medallas. Pero ella estaba muy lejos de pensar en el matrimonio. La guerra había disgregado el pequeño grupo de amigas con las que había decidido ir a servir a las Indias. Algunas habían muerto en los bombardeos, una había entrado en un convento y las demás se habían casado. Jacqueline se había quedado sola, pero seguía dispuesta a partir para la gran aventura. El 31 de diciembre de 1946 embarcó en un buque que partía para Madrás.

Al llegar se enteró de que el jesuita belga que había inspirado su venida a la India había muerto el mismo día en que ella salía de Amberes. Se encontró absolutamente sola. Durante dos años, vestida como las campesinas con un sari de algodón, vivió en medio de los pobres, a los que atendió en un dispensario de fortuna instalado en un pueblo de los alrededores de Madrás. Contentándose con el alimento cotidiano de un plato de arroz sazonado con pimienta y con algunos vasos de té, durmiendo en el suelo en una chabola de tablas infestada de ratas y de cucarachas, única europea en varios kilómetros a la redonda, compartió la vida y sufrimientos de los campesinos sin tierra, los parados, los tuberculosos y los leprosos. Rudo aprendizaje que, incluso para una fe a toda prueba, era difícil de llevar en un total aislamiento afectivo y moral. Y más aún teniendo en cuenta que la presencia de una extranjera blanca en aquella corte de los milagros suscitaba a veces reacciones hostiles.

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