En Los Ángeles, todo el cuerpo médico conocía al que era apodado «el médico de los médicos». Se llamaba Peng Thim Fan. Era un chino jovial y bajito de treinta y cinco años, que llevaba gafas y había nacido en Singapur el día en que la guarnición japonesa se rindió a los soldados británicos de Mountbatten. El doctor Peng Fan tenía fama de elucidar los casos más extraños, los que no correspondían a ningún modelo y que se salían de toda lógica, de todo análisis y de toda explicación racional. Su espesa cabellera negra, perpetuamente en desorden, abrigaba las meninges de un brujo del diagnóstico. No existía nadie como aquel chino escudriñador para desmenuzar un caso incomprensible y descubrir insospechados indicios capaces de hacer brotar la luz. Un famoso hospital de Los Ángeles le llamó un día urgentemente a la cabecera de una mujer en estado de coma posterior a un trivial examen de su cerebro con el
scanner
. El «doctor-detective» Peng Fan salvó a la agonizante al hallar la causa de su coma: una alergia rarísima y mortal por la inyección del producto de contraste destinado a hacer más legibles las imágenes de su cavidad craneana.
Extraño destino el de aquel hijo de un plantador de heveas, laureado a los dieciocho años con el título de «mejor alumno de Singapur». Apasionado por la filosofía, había aceptado una beca en Oxford. Pero, en lugar de volar a Europa, se fue finalmente al Canadá para cursar allí estudios de medicina. Seis años en Winnipeg le hartaron de pasar frío, y a los veinticinco se refugió bajo el sol californiano con su reciente diploma de doctor en medicina en el bolsillo. Ninguna especialidad como la suya afectaba a tantos seres humanos en el mundo. La reumatología se interesaba por las afecciones inflamatorias de las articulaciones y de los vasos sanguíneos, enfermedades que suelen tener su origen en algún desarreglo de las funciones inmunitarias. Era una ciencia en desarrollo que se enriquecía constantemente con nuevos descubrimientos.
Peng Fan ocupaba desde 1975 un puesto de enseñante de reumatología en el hospital Wadsworth, un importante establecimiento que dependía de la Universidad de California, en Los Ángeles. Cada viernes por la tarde, «el médico de los médicos» atendía una consulta reservada a los casos que se salían de todos los esquemas tradicionales. «Un día —cuenta—, Joel Weisman me presentó a un hombre afectado por una vasodilatación paroxística de los vasos de los pies y de las manos. Su cuerpo tenía el color de la langosta al salir del agua hirviente. Gemía como un condenado. Acabé por diagnosticarle una eritromelalgia, un mal que se trata fácilmente con aspirina, pero muy raro».
Tras el primer examen del peluquero enfermo, el mago chino admitió que nunca se había visto frente a un jeroglífico semejante. «Era un caso realmente enloquecedor. Un misterio total, un enigma que haría palidecer de envidia a Hitchcock. ¿Por qué razón un sujeto que nunca había padecido el menor fallo inmunitario podía encontrarse súbitamente en tal estado de inmunodepresión?»
Peng Fan se lanzó fogosamente sobre el caso. Ningún indicio, ninguna sospecha, ninguna hipótesis fueron pasadas por alto en sus investigaciones. Sometió al enfermo a auténticos interrogatorios policiales con la esperanza de descubrir en su pasado alguna información susceptible de proporcionarle una pista. Pasó por la criba toda la literatura médica, y llegó hasta hurgar en sus viejos tratados de medicina china. Buscó al culpable en enfermedades ignoradas de todos, como la
acrodermatitis enterohepática
, cuyos síntomas —infección de las mucosas, micosis de las uñas— revelan una inmunodeficiencia del mismo tipo. Como los trastornos que acarrea son debidos a un déficit masivo de cinc en el organismo, arrancó unos cabellos del enfermo y los hizo analizar. Su tasa de cinc era normal. Peng Fan inventó entonces toda clase de tratamientos, asociando dosis masivas de cortisona a unas sustancias nuevas destinadas a estimular la actividad inmunitaria. Después de tres semanas de obstinados esfuerzos, el mago chino tuvo que confesar su impotencia.
Entonces sobrevinieron dos acontecimientos que iban a cambiar dramáticamente la situación. En primer lugar, la agravación del estado del infortunado peluquero después de una complicación pulmonar. Y en segundo lugar, la llegada a la consulta de Joel Weisman de otro enfermo que presentaba síntomas idénticos. Esta vez se trataba de un joven publicista de Hollywood, también
gay
y también sin ningún antecedente médico. Los doctores Joel Weisman y Peng Fan descubrieron entonces que la «neumonía» que padecían sus clientes era en realidad una neumocistosis, esa infección parasitaria de los pulmones extremadamente rara que su colega Michael Gottlieb había diagnosticado a su enfermo de la habitación 516.
La noticia de los tres casos similares se extendió como un reguero de pólvora en el Landernau médico. «Era casi inimaginable —dice Peng Fan—. En menos de un mes, tres hombres jóvenes acababan de ser víctimas, en la misma ciudad, de la misma enfermedad rarísima. Y en los tres casos no se había hallado ninguna explicación».
Peng Fan y Joel Weisman se pusieron en contacto con Michael Gottlieb. «El hecho de que aquel chino brujo me dijese que estaba como yo en pleno desconcierto demostraba que teníamos alguna cosa nueva entre manos», cuenta el joven inmunólogo.
Los tres médicos decidieron reunir a sus enfermos en el hospital de la UCLA. «La llegada, a comienzos de 1981, de un cuarto caso de neumocistosis, esta vez en un homosexual negro, seguido después por un quinto caso, dio a todo el asunto la apariencia de una auténtica epidemia —explica Michael Gottlieb—. Yo presentía una porquería bastante más grave que la enfermedad del Legionario.
[2]
Era necesario avisar urgentemente a todos los médicos de Estados Unidos».
San Francisco — Nueva York, USA — Otoño de 1980
Dos millones de orgasmos para una liberación
Ni los Estados Unidos ni el mundo lo sospechaban todavía, pero la gran fiesta había terminado. El desconocido mal que a finales de 1980 fulminaba a cinco jóvenes homosexuales de Los Ángeles estaba a punto de dar por terminada una época. Una época ardiente y apasionada, de movimientos y de luchas. De 1960 a 1970, millones de negros, de mujeres, de jóvenes, de homosexuales habían peleado para que la igualdad de derechos en la mayor democracia del mundo no fuera una fórmula vacía de sentido. Pero de todas las reivindicaciones planteadas en el transcurso de aquellos diez años, tal vez ninguna marcó tan profundamente a la sociedad norteamericana como la «revolución sexual». Probablemente los sociólogos buscarán algún día las causas reales de aquella revolución, pero nadie pone en duda que el desmoronamiento de los valores familiares tradicionales que siguió a la conmoción de la segunda guerra mundial, la desdramatización de las enfermedades venéreas gracias al descubrimiento de la penicilina y sobre todo la utilización masiva de anticonceptivos por las mujeres, habían sido otros tantos catalizadores de la explosión liberadora de los años 60.
Ningún episodio de aquella liberación fue más impresionante que la salida a plena luz de los diecisiete millones de hombres y de mujeres de la comunidad homosexual norteamericana que se atrevieron a reivindicar su diferencia. La historia de esta minoría sólo había sido una larga serie de actos de opresión y de intolerancia perpetrados por una sociedad puritana que predicaba el amor entre el hombre y la mujer, el matrimonio, la familia. La emergencia de un movimiento político en pro del reconocimiento de derecho a ser
gay
era, indiscutiblemente, un hecho histórico sin precedentes. A pesar de su adhesión a los derechos del individuo, los padres fundadores de la Constitución norteamericana nunca habrían podido imaginar que sus leyes iban a proteger un día a una minoría que basaba su identidad no en la raza, la religión o la lengua, sino en una elección sexual.
Fue una noche tórrida de verano, el 29 de junio de 1969, cuando todo comenzó en un café de Greenwich Village, el Montmartre neoyorquino. El Stonewall Inn estaba atestado por su habitual clientela de jóvenes
gays
y travestidos cuando un pelotón de policías irrumpió en el establecimiento para hacerlo evacuar. Esta vez los representantes de la moralidad pública no recibieron la acogida habitual. En lugar de huir como de costumbre, los consumidores bombardearon a los intrusos con botellas de cerveza y con proyectiles de toda clase. Mientras las fuerzas del orden se batían en retirada, en el exterior otros
gays
intentaban incendiar sus vehículos. La noche siguiente, una nueva incursión de la policía fue recibida de la misma manera, mientras que las paredes de Greenwich Village se cubrían de
graffiti
que proclamaban el nacimiento de un movimiento revolucionario
gay
. Otras dos noches de rebelión sellaron definitivamente aquella legitimidad. La noticia se extendió como un fuego en la maleza a través de todo el país, por los
campus
de las universidades, por los bares, por las saunas y los clubes, en los enclaves
gays
de las principales ciudades, hasta en las oficinas y las fábricas, donde tantos hombres y mujeres habían tenido que vivir hasta entonces manteniendo en secreto su homosexualidad.
Una de las primeras consignas lanzadas por los jefes del joven movimiento fue la de invitar a todos los homosexuales a salir de su clandestinidad para asumir abiertamente su identidad sexual. El llamamiento fue ampliamente escuchado, sobre todo entre los jóvenes, y al comenzar los años 70 se asistió a una gigantesca ola de migraciones de las ciudades y los pueblos de la Norteamérica profunda hacia las grandes urbes periféricas como Nueva York, Los Ángeles, San Francisco, Chicago, Boston, Atlanta o Houston. De todos esos polos de atracción, ninguno conoció más afluencia que San Francisco, la luminosa ex capital de la fiebre del oro, levantada sobre un rosario de colinas que dominan el Pacífico.
San Francisco se había manifestado siempre como un lugar de acogida particularmente abierta y tolerante para las comunidades más o menos al margen de la sociedad tradicional. Convertida en la ciudad más importante de la costa Oeste después de las locuras de los buscadores de oro, su puerto continuó atrayendo a una población de aventureros en busca de la buena suerte. La guerra hispano-americana y después el segundo conflicto mundial harían de San Francisco un enorme centro de tránsito para las operaciones navales y terrestres del Pacífico. Cuando la paz volvió, muchos cientos de miles de militares recobraron allí su condición de civiles. Numerosos ex combatientes
gays
habían dejado allí su saco. Durante el verano de 1968, cuando la guerra del Vietnam causaba estragos y dividía a los Estados Unidos, toda una generación de jóvenes pacifistas y de
hippies
eligió «Frisco», la ciudad más fraternal de los Estados Unidos, para afirmar en ella que sólo el amor podía resolver el problema del mundo. San Francisco recordaría durante mucho tiempo esas multitudes de adolescentes vestidos con pantalones vaqueros y zapatillas de lona, venidos de todo el país para acampar en sus parques y celebrar en ellos el culto de la felicidad.
Aunque la ciudad había contado siempre con una vasta comunidad homosexual, el movimiento de liberación de los años 70 convertiría a San Francisco en la capital
gay
de los Estados Unidos, y sin duda del planeta. De la misma manera que el señuelo del oro, un siglo antes, había atraído a sus colinas a millares de norteamericanos, el espejismo de la libertad y de la tolerancia propulsó hacia San Francisco a toda una generación de jóvenes salidos de su clandestinidad. Josef Stein, el futuro arqueólogo de la Escuela Americana de Jerusalén, formaba parte de ella. Como la mayoría de los nuevos inmigrantes, se instaló en el Castro, el principal barrio homosexual situado en pleno centro, barrio que muy pronto sería llamado «The Gay Israel», en razón de su enclavamiento y de su población uniforme. Porque, aunque Nueva York, Chicago y Los Ángeles también tenían sus barrios de predominio homosexual, el Castro de San Francisco constituía la primera colonia exclusivamente
gay
creada por el movimiento de liberación homosexual. Allí, en el centro de San Francisco, hombres y mujeres unidos solamente por sus preferencias sexuales empezaron a construir un mundo aparte, una ciudad dentro de la ciudad, donde podían llevar una vida normal a plena luz, ir a la oficina, al banco, a la piscina, al médico, a la tintorería, a la peluquería, a cenar en un restaurante, o asistir a reuniones políticas o a servicios religiosos sin encontrar a alguien que no fuese
gay
. En el Castro había incluso una sinagoga
gay
y un templo protestante
gay
y sacerdotes católicos
gays
que celebraban matrimonios
gays
.