Aquella mañana de octubre de 1980, aquella «mente fértil» hervía en la materia gris de Michael Gottlieb, el plácido y bigotudo gigante al que un colega acababa de sacar de su distribución cotidiana de rodajas de patata a sus ratones. «Al principio pensé en una preleucemia, o en una leucemia en sus comienzos —confesó Gottlieb—. Pero yo no había visto nunca una leucemia asociada a una infección de hongos
Candida
. En seguida pensé en un brusco desarreglo de la flora intestinal ocasionada tal vez por un consumo excesivo de antibióticos, cosa que se produce a veces en los homosexuales hiperactivos y, por eso mismo, especialmente expuestos a las enfermedades sexualmente transmisibles. Como el paciente de la habitación 516 afirmaba que no había cometido ningún abuso de esa clase, quise saber si la infección de los hongos tenía alguna relación con el déficit en glóbulos blancos detectado por los análisis. Fuese la causa de éste o su consecuencia, una cosa era segura: el caso se presentaba como un auténtico rompecabezas».
Para tratar de encontrar una pista, Michael Gottlieb encargó múltiples pruebas. Nada de lo que la ciencia había inventado hasta entonces en materia de exámenes biológicos pudo proporcionar el más mínimo indicio. Ni siquiera la compilación meticulosa de las miles de páginas de los tratados en donde la medicina consigna sus siglos de experiencia, le proporcionó ninguna ayuda capaz de orientar sus investigaciones. Como sucede a veces en patología, la enfermedad del modelo de Westwood no parecía corresponder a ningún criterio conocido hasta aquella fecha».
Fue entonces cuando Michael Gottlieb tuvo la idea de entregar una muestra de la sangre de Ted Peters al biólogo que ocultaba el laboratorio instalado casi enfrente del suyo en el segundo sótano del hospital. Originario de Missouri, Bob Schroff, un pelirrojo de veintiocho años, trabajaba en un programa de experiencias revolucionarias. Los instrumentos necesarios para esta empresa de vanguardia eran unas proteínas humanas contenidas en pequeños frascos que recibía de New Jersey cada semana, por paquete postal. Preparadas por investigadores alemanes e ingleses, esas proteínas comenzaban a ser fabricadas precisamente entonces. Su producción era todavía tan limitada, que sólo una veintena de biólogos de toda Norteamérica podían jactarse de poseer algunas muestras de ellas, destinadas al ensayo de ciertas aplicaciones médicas.
Estas proteínas llevaban el nombre científico de «anticuerpos monoclonales». Un descubrimiento en un laboratorio británico las había hecho capaces de unirse a todas las variedades de glóbulos blancos. Estas propiedades las convertían en unas «cabezas buscadoras» notables, puesto que, lejos de ser una categoría homogénea, los linfocitos (glóbulos blancos) encargados de defender el organismo contra los ataques exteriores se componen de una retahíla de grupos y de subgrupos, lo cual complica singularmente su acceso. Los más numerosos, los linfocitos de tipo T —así llamados porque son dependientes del timo—, se subdividen en varias especies dotadas de funciones específicas. Los linfocitos T4 son, en cierto modo, los directores de orquesta del sistema inmunitario. Son ellos los que, en caso de agresión, descubren al agente extraño, dan la alarma y ponen en marcha las defensas del organismo. Emiten unas señales que activan otro grupo de glóbulos blancos, el de los linfocitos T8, que son los que atacan y matan las células infectadas por los agentes patógenos. Paralelamente, los linfocitos T4 producen sustancias que estimulan la movilización de otra clase de glóbulos blancos, los linfocitos B producidos por la médula (
Bone Marrow
en inglés). Estos linfocitos B someten a los agresores al fuego nutrido de sus anticuerpos. En cuanto la infección ha sido yugulada, los «linfocitos-pistoleros» T8 guardan sus armas en su armero y detienen la proliferación de los «linfocitos-defensores» B, impidiendo así que se embalen de manera injustificada, y devuelven la calma al campo de batalla. Pero la naturaleza, desconfiada, se rodea de precauciones. Deja que importantes grupos de «linfocitos-directores de orquesta» T4 patrullen por la sangre, dispuestos a tocar a rebato de nuevo ante la más mínima alarma.
Hasta finales de los años 70, ningún microscopio ni ningún análisis biológico permitían diferenciar en una gota de sangre los diversos actores de ese complejo y sutil sistema de defensa, y todavía menos conocer sus eventuales fallos respectivos. La invención de los anticuerpos monoclonales iba a llenar esta laguna. Haciéndolos fluorescentes e introduciéndolos en un tubo que contenga algunos centilitros de sangre, se obtiene un inmediato «marcaje» específico de todas las especies de linfocitos, en especial de los famosos T4 y T8. Desde entonces, es posible contarlos y estudiar su comportamiento. Era una revolución sin precedentes para progresar en el conocimiento de los mecanismos de la inmunidad y encontrar el origen de las enfermedades inexplicadas. En aquel mes de octubre de 1980, el biólogo de Missouri Bob Schroff era uno de los raros aprendices de brujo en todo el mundo capaces de dominar esta nueva tecnología.
Tres días después de haber recibido la muestra de sangre del enfermo de la habitación 516, su silueta desgarbada apareció en la puerta del laboratorio de Michael Gottlieb. Su aire embarazado inquietó al inmunólogo.
—¿Qué? ¿No ha resultado?
—Al contrario —replicó Bob Schroff—. Pero mis resultados son tan inquietantes que temo haberme equivocado. Esta técnica es tan reciente…
—¿Qué has encontrado? —le preguntó Gottlieb con impaciencia.
—Que tu número 516 es un caso extraordinariamente interesante. No he visto nunca nada parecido. Ya casi no hay linfocitos T4. En cambio, el número de sus T8 es increíblemente elevado.
Michael Gottlieb puso mala cara. ¿Por qué su enfermo había perdido los «directores de orquesta» de su sistema inmunitario? ¿Por qué sus linfocitos «pistoleros» y «moderadores» se habían, por el contrario, multiplicado?
—Este resultado es tan insólito que quiero que me proporciones una nueva muestra de sangre —añadió Bob Schroff—. Quiero hacer un control.
El segundo examen confirmó el primero. Mientras tanto, curado de su infección esofágica, Ted Peters fue devuelto a casa por sus médicos. Algunos días después, volvió al hospital, afectado esta vez por nuevos signos clínicos inexplicables: una fatiga tan extremada que le costó trabajo caminar desde el taxi hasta la puerta del hospital; unas crisis de ahogo ante el menor esfuerzo que le hacían incapaz de atarse por sí mismo los zapatos. A estos síntomas se añadían una tos seca, una fiebre alta, bruscos accesos de transpiración y una pérdida de peso de varios kilos desde su última hospitalización.
«Comprendí en seguida la naturaleza gravísima de aquellas complicaciones —relata Michael Gottlieb—. Pedí una broncoscopia y un lavado alveolar de los pulmones. Los médicos del servicio se sorprendieron de mi impaciencia. Creían que se trataba de una simple neumonía mientras que yo sabía que si no se actuaba con urgencia y con los medicamentos más agresivos, el enfermo corría el peligro de morir. Los exámenes confirmaron mis inquietudes. No se trataba de una neumonía clásica, sino de una neumocistosis, una infección parasitaria de los pulmones excesivamente rara que sólo se desarrolla en los sujetos privados de defensas inmunitarias. Yo había observado algunos casos en Stanford. Pero en ellos, todas las carencias del sistema inmunitario tenían una explicación clínica, como la de una quimioterapia anticancerosa, o bien la de una inhibición provocada con el fin de impedir el rechazo de un injerto de órgano.
»Me precipité a la biblioteca de la UCLA para interrogar al ordenador conectado con el banco central de datos médicos de Washington. Todos los artículos publicados en el mundo sobre las neumocistosis en los últimos veinte años me proporcionaron una explicación racional del derrumbamiento inmunitario que había acarreado la aparición de aquella enfermedad. Se trataba, en todas, las circunstancias, de una irradiación exigida por un trasplante de órgano o de una deficiencia genética, como en el caso de aquellos infortunados niños “burbuja” nacidos sin sistema de defensa inmunitaria. Nadie había señalado nunca un caso de neumocistosis que tuviese otros orígenes.
»El misterio seguía siendo total. El derrumbamiento inmunitario de Ted Peters no respondía a ninguna causa conocida».
Benarés, India — Otoño de 1980
Un laboratorio de amor a la orilla del Ganges
En Benarés, todo el mundo conocía el viejo palacio de los pináculos medio derrumbados que dominaba el río en el extremo de la ciudad. Sobre el frontón de su majestuosa fachada, ahora carcomida por los monzones, había flotado durante dos siglos el emblema rojo y oro de los maharajás del Nepal. En cada amanecer, su portal de hierro forjado se abría ante un elefante encaparazonado con terciopelos que transportaba bajo un dosel al señor del lugar hacia sus piadosas devociones en la orilla del Ganges.
Pero los príncipes del pequeño Estado himalayo habían desertado hacía tiempo de este palacio. Un letrero de madera clavado en el lugar de su blasón indicaba ahora el nombre y la actividad de sus sucesores: «
MISIONERAS DE LA CARIDAD — ASISTENCIA A LOS LEPROSOS
».
¡Asistencia a los leprosos! Este acto de compasión era, sin duda, el que mejor simbolizaba el ideal de caridad de quien, desde hacía más de treinta años, aliviaba en la India y en el mundo entero los sufrimientos de los hombres. Toda la vida de la Madre Teresa había sido atormentada por la preocupación de llevar un poco de paz y de consuelo a los leprosos de la India. Ella había curado sus llagas, alimentado su cuerpo y apaciguado su alma. Ella había transportado en sus brazos a los agonizantes y apretado a los niños contra su pecho. Sus manos habían calmado sus dolores y su sonrisa había ahuyentado su angustia. Y fueron sus compañeros, sus amigos, los que le enseñaron las virtudes del valor, del compartir, de la humildad. Ellos le dieron algunas de sus más grandes alegrías.
Su compromiso al servicio de los leprosos encerrados en sus guetos comenzó un día de 1957 al atender una llamada de auxilio de cinco obreros de una fábrica de Calcuta. «¡Madre, ayúdenos! Acabamos de ser despedidos de nuestro trabajo a causa ce estas marcas», suplicó uno de ellos señalando unas manchas en la piel de su torso y en el de sus compañeros. Unas semanas después, una furgoneta cargada de medicamentos, de leche en polvo y de sacos de arroz se dirigía hacia los suburbios más miserables de la gran ciudad, hacia esos tugurios donde los parias de la lepra ocultan su desamparo en infames campamentos. Dentro del coche iban la Madre Teresa y tres de sus hermanas, tres jóvenes indias vestidas como ella con un sari blanco orlado de azul, que ignoraban los horrores de esa enfermedad y, lo que es peor, el carácter reivindicativo, a veces agresivo, de los que son alcanzados por ella. La acción de la fundadora de las Misioneras de la Caridad no se limitó a acudir a vendar las llagas de algunos centenares de leprosos. Con su prodigioso talento para movilizar lo mejor del hombre, la Madre Teresa invitó a toda la población de la ciudad a realizar una cuestación monstruo en favor de las víctimas de la terrible enfermedad. Como emblema de esta operación eligió el antiguo símbolo del mal, una campanilla semejante a la que los condenados de antaño agitaban para advertir a los sanos de su impura presencia. Difundido por los periódicos, exhibido en los carteles y estampado en los flancos de su furgoneta, el eslogan de esta cuestación proclamaba: «Tendamos la mano a los leprosos». Los resultados superaron todas las esperanzas. La Madre Teresa pudo poner en marcha otros dispensarios móviles. Y sobre todo pudo fundar, en terreno regalado por el Gobierno, a trescientos kilómetros de Calcuta, toda una ciudad reservada a los leprosos: «Shanti Nagar — La Ciudad de la Paz». Allí centenares de familias reanudaron una existencia casi normal, encontraron la paz y la esperanza. Sin detener su impulso, la religiosa abrió en otras partes leproserías, dispensarios, talleres llenos del rumor de los telares donde unos hombres y unas mujeres destrozados volvieron a encontrar la dignidad por el trabajo.
El centro de Benarés era una de sus últimas creaciones. Había confiado la responsabilidad del mismo a una de las trabajadoras más notables de su congregación. Sus ojos oblicuos y sus pómulos rosados daban a sor Bandona un aire de estatua china. Su nombre significaba «Alabanza de Dios». Nacida en las cimas del Assam, donde su padre explotaba un mísero lote de tierra, fue a parar un día, con su familia, a la pordiosería de un
bidonville
de los arrabales de Calcuta. Para ayudar a su madre, que se había quedado viuda, a subvenir a las necesidades de sus cuatro hermanos y hermanas, hurgó durante años en los montones de basura y recuperó objetos metálicos que luego revendía a un chatarrero. Después trabajó en una carbonería y, finalmente, en un taller metalúrgico donde torneaba piezas de camión.