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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (2 page)

El padre y los tíos de Ananda se relevaban por turnos en la custodia del fuego sacrificial. La empresa familiar trabajaba día y noche. Empleaba a una treintena de coolíes y de encargados de las piras, cuyas llamas no se apagaban nunca. El aumento ininterrumpido de la población india se traducía en una afluencia cada vez mayor de ancianos que, sintiendo el fin próximo, acudían a Benarés para morir allí. De ello resultaban frecuentes embotellamientos de cortejos fúnebres en la callejuela que conducía a la pequeña ventanilla municipal donde los parientes debían declarar obligatoriamente el estado civil del fallecido y la causa de su muerte. Esta actividad era fuente de riqueza para los numerosos tenderetes del recorrido, especializados en la venta de sudarios, de guirnaldas, de polvo de sándalo y otros artículos funerarios. Algunas tiendas proponían suntuosas sedas bordadas con hilos de oro, lujo que sólo los ricos podían ofrecer a sus muertos. De vez en cuando, por encima de la multitud que se aglomeraba en la callejuela, se advertía una litera ornamentada con un dosel cubierto de flores. Un anciano vestido con una túnica de color naranja descansaba en ella en posición sedente. Los portadores marcaban el ritmo de sus
mantras
con golpes de gong. Estos difuntos no eran clientes del padre de Ananda. Eran
sadhus
, hombres santos ya liberados del ciclo de las reencarnaciones. Eran entregados al Ganges sin ser quemados.

La abuela de Ananda era una vieja apergaminada, vestida con el sari de algodón blanco de las viudas. Cada mañana, después de sus abluciones, se recogía ante el retrato de su difunto marido que presidía desde la pared de la sala común, en medio de una colección de grabados que evocaban escenas del
Ramayana
, la famosa leyenda épica del hinduismo. La amarillenta foto mostraba un soberbio anciano de barba blanca, tocado con un turbante rojo. Exceptuando el minúsculo paño que le tapaba el sexo, estaba totalmente desnudo. La familia solía vanagloriarse de las hazañas de aquel singular personaje. Además de su ocupación de quemador de cadáveres, era famoso en Benarés por sus exhibiciones de atleta y de faquir. Tan pronto levantaba enormes bloques de piedra como permanecía acostado durante horas sobre una tabla erizada de clavos. Pero su principal título de gloria lo había ganado en el ejercicio de sus funciones profesionales. Al saber por la radio, el 30 de enero de 1948, que el padre de la nación, el Mahatma Gandhi, acababa de ser asesinado en Nueva Delhi, se apresuró a subir al primer tren que llevaba a la capital. Por todo equipaje, llevaba una urna repleta de brasas; de este modo, la pira funeraria de la «Gran Alma» de la India podría ser prendida con el fuego sagrado de Benarés.

La madre de Ananda era una mujer endeble cuyo rostro picado conservaba el recuerdo de la viruela que estuvo a punto de llevársela cuando era muy niña. Su autoridad era indiscutida, pues era ella quien manejaba los cuartos. Cada noche su marido le entregaba dócilmente el producto de las cremaciones, que ella guardaba en un cofre; se decía que era la única que poseía la llave del candado. Ananda y sus hermanos tenían que llevarle la cosecha de sus excavaciones en el Ganges. No había quien la igualase en la estimación del peso de un diente de oro o del valor de un fragmento de joya. La mayoría de las veces recibía a sus hijos con una reprimenda. «Nuestra pesca no era nunca lo bastante fructuosa —relata Ananda—. ¡Pobre madre! Sin embargo, ella sabía que la gente ya no dejaba casi nunca ornamentos sobre sus muertos. ¡El oro y la plata resultaban tan caros!»

Aquel otoño, la hija del quemador de cadáveres acababa de llegar a la edad de la pubertad. Ante el anuncio del acontecimiento, su padre se apresuró a cumplir la más sagrada misión encomendada a un padre indio: encontrarle un esposo. A decir verdad, los padres de Ananda pensaban en su boda desde su nacimiento. Con ese fin, su madre la había iniciado en todas las tareas domésticas, incluso las más penosas. Para ella no hubo ni juegos ni escuela, sino, únicamente, la vigilancia de sus hermanos, los trabajos del fregado y de la colada y, naturalmente, la recuperación de las joyas y de la madera en el Ganges.

Varios caballeros llegaron en seguida a casa del Dom Rajá para mantener con él misteriosos conciliábulos. «Mi madre —dice Ananda— confirmó mis sospechas. Aquellos visitantes eran los enviados de la familia del marido al que me destinaba mi padre. Venían a discutir las condiciones financieras de mi matrimonio. Entre nosotros, en la India, esas conversaciones son arduas e interminables. Yo no conseguía oír lo que se decía bajo el gran ventilador de palas de la habitación en que mi padre y sus interlocutores se encerraban. Los tratos no debían de ser fáciles. Los frecuentes gritos traspasaban de vez en cuando las paredes».

Un día, los visitantes se presentaron acompañados de un hombre con
dhoti
blanco que llevaba unos rollos de papel bajo el brazo. Era un
joshi
, un astrólogo que venía para estudiar con el padre de Ananda y con sus huéspedes las cartas del cielo para situar los planetas y decir si la conjunción de los astros cuando nació la niña era conciliable con la del muchacho que le habían elegido. Como el examen resultó positivo, el
joshi
indicó el día y la hora más propicios para la unión proyectada. Ananda no había tenido ni la oportunidad ni el derecho de exponer su opinión. Ni siquiera había entrevisto al que iba a convertirse en su esposo. Tal era la suerte de las muchachas indias.

Catorce días antes de sus esponsales, cuando su padre hacía legar a su futura familia política los regalos de la dote, cuando unos obreros ya estaban construyendo el dosel de bambú revestido de muselina que iba a abrigar la ceremonia, la muchacha advirtió en su mejilla, justo al lado del anillo de oro incrustado en la aleta de su nariz, una mancha clara ligeramente saliente, del tamaño de un garbanzo. Ella palpó el sitio con la punta de un dedo y descubrió con asombro que aquel punto era insensible al tacto. Ni la presión de la uña ni el pinchazo de un alfiler producían la más mínima sensación en aquel rincón de su rostro. Era como si la vida hubiese desertado de aquel espacio de su carne.

Sin embargo, «la pequeña carroñera del Ganges» no sintió ninguna aprensión. Estaba acostumbrada. Desde que pasaba la mitad de su existencia en sus aguas pútridas, el gran río purificador no había tenido miramientos con su epidermis. Los granos, las pústulas y los furúnculos hinchaban permanentemente alguna parte de su cuerpo. Pero su asombrosa resistencia siempre había salido triunfante de esas agresiones. Desaparecían en dos o tres días.

Como esta insólita mancha insensible al tacto persistía más tiempo del acostumbrado, Ananda se la enseñó a su madre. Ésta la envió en busca de un
quack
, uno de esos curanderos de la calle cuyas decocciones y ungüentos de plantas pretenden sanar los males más rebeldes. El viejo indio examinó la mejilla de la jovencita.

—No existe ninguna pomada para esta enfermedad —murmuró—. Es la lepra.

2

Los Ángeles, USA — Otoño de 1980
Unos ratones y su verdugo

Cada uno de sus días comenzaba con una cita de amor. Apenas llegado a su angosto laboratorio de la Universidad de California, en Los Ángeles, el doctor Michael Gottlieb, treinta y dos años, un plácido gigante de cabellos rizados y bigote rubio, extrajo de su maletín las golosinas destinadas cada mañana a los compañeros que compartían desde hacía años sus esperanzas y sus frustraciones de investigador. Con gestos lentos, casi religiosamente, cortó las patatas en finas rodajas para ofrecérselas a sus ratones. Michael Gottlieb poseía más de doscientos cincuenta, todas hembras, todas oscuras y tan gordas que se las podría confundir con pequeñas ratas. Él las llamaba sus «princesas». Pertenecían a la aristocracia de la especie, el famoso linaje C3H, producto sin fallos de varias generaciones de selección genética: unos ratones tan inteligentes, tan cooperativos, tan fáciles de manipular que inspiraban amor y respeto.

Y, sin embargo, cada día, Michael Gottlieb martirizaba, mudaba, sacrificaba a algunos de aquellos atractivos mamíferos que eran objeto de sus tiernas atenciones matinales. Bombardeaba con rayos mortales su bazo, su médula, su timo, sus ganglios, esos órganos que, tanto en el ratón como en el hombre, fabrican o almacenan las células encargadas de proteger el cuerpo contra las agresiones exteriores. Esas células, llamadas glóbulos blancos o linfocitos, son los soldados guardianes del organismo. Se movilizan en cuanto aparece un agente extraño, no sólo si se trata de un microbio o un virus, sino también cuando se implanta un injerto para reemplazar un órgano que falla. Al infligir tales suplicios a sus ratones para destruir su sistema inmunitario, Michael Gottlieb trataba de descubrir la forma de neutralizar con seguridad en el hombre los fenómenos de rechazo que hacen todavía tan aleatorios los trasplantes de órganos.

Su especialidad, la inmunología, era el estudio del mayor problema del hombre: su capacidad para defenderse de los enemigos taimados e invisibles que amenazan su cuerpo permanentemente. Esta disciplina, en pleno auge en aquel comienzo de los años 80, no era, sin embargo, totalmente nueva. Desde hacía ya dos siglos, se sabía gracias al inventor de la vacunación Edward Jenner, gracias a Louis Pasteur, Robert Koch y tantos otros científicos, que el cuerpo humano está dotado del poder de defenderse a sí mismo. Pero los mecanismos que mandan y controlan ese sistema de protección resultaron ser tan sofisticados, tan complejos, que hubo que esperar al nacimiento de la inmunología celular en la última mitad del siglo XX para comenzar a penetrar en sus secretos. Los instrumentos de esta conquista se parecían más al arte culinario que a la ciencia pura. En realidad, los inmunólogos abrieron, en los años 60, unos campos de investigación insospechados al encontrar el medio de hacer crecer las células en el laboratorio, de cultivarlas, de mantenerlas con vida.

¡Qué perspectiva para un médico joven y ambicioso que ardía en deseos de aportar su contribución al edificio científico de este fin de siglo! «Lo que me fascinaba en la inmunología —reconocerá Michael Gottlieb— era la naturaleza misma de su terreno de experimentación. Lo mismo que la sociología permite comprender las ramificaciones políticas y sociales de una cultura, la inmunología proporciona las claves de un sistema. Un sistema que tiene su lógica, sus leyes, sus debilidades, sus éxitos. Un sistema que se puede aprender a manipular, a controlar, a modificar. No a ciegas como se practicaba, sino con refinamientos de orfebre, escuchando la música de las células, descifrando sus diálogos, asimilando la mecánica de sus relaciones. Y al final de esta prospección: un sueño. El sueño de nosotros, los médicos: prolongar la vida».

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