Para glorificar su liberación, los
gays
americanos llegaron a inventar unas Gay Holidays, unas Fiestas nacionales
gays
, como el famoso Gay Freedom Day, la Fiesta de la libertad homosexual, que reunía cada verano en San Francisco a más de doscientos cincuenta mil autóctonos y visitantes llegados de los cuatro puntos cardinales del país para participar en un gigantesco y brillante carnaval. Desde la Asociación de conductoras de taxi lesbianas de San Francisco, a la de los
cowboys gays
de Nevada, desde las organizaciones de transexuales hasta las delegaciones de indios americanos
gays
, desde los Frentes de liberación sadomasoquistas hasta la Liga de inválidos
gays
, toda la América homosexual celebraba aquellos días, en la luz cristalina de la fraternal ciudad, el derecho a exhibir libremente sus gustos y sus preferencias.
La gran mayoría de los homosexuales americanos habían echo uso de ese derecho con moderación. No puede decirse lo mismo de una fracción de jóvenes homosexuales alcanzados por una verdadera explosión de la libido que se tradujo, a lo largo e los años 70, en un desbordamiento de retozos y de aventuras que probablemente no había conocido nunca sociedad humana. El Castro de San Francisco se convirtió en un auténtico supermercado del sexo. Día y noche, millares de jóvenes llenaban sus bares, sus restaurantes, sus tiendas, sus librerías, y recorrían sus calles en apretadas filas en busca de aventuras. Todo el barrio no era más que un inmenso territorio de busconas y buscones. Algunos bares y
sex-clubs
recibían a sus clientes en una especie de camerinos comunicados por unas aberturas, a través de las cuales podían acoplarse con otros clientes sin tomarse siquiera el trabajo de conocerse. Ese derecho a relacionarse sólo costaba tres dólares. Pero, en San Francisco, como en otras partes, fue otro tipo de establecimientos el que representó la última expresión del sexo liberado. Los
bath-houses
eran los clubs especiales: los más lujosos disponían de piscinas, saunas,
jacuzzis
, salas de cine, pistas de baile, alcobas privadas, salones de orgías y algunas veces hasta cámaras de tortura sadomasoquistas equipadas con arneses, cadenas, esposas y otros instrumentos destinados a una práctica violenta del amor físico. Los Continental Baths de Nueva York ofrecían además un espectáculo permanente de
varietés
. En cuanto a la legendaria Hot House de San Francisco podía acoger, en sus tres mil metros cuadrados y cuatro pisos, a varios centenares de clientes a la vez. Encima del inmenso bar que ocupaba toda la planta baja colgaba un columpio gigante. Según el propietario de aquel lupanar de lujo, aquel columpio era «el símbolo de todos los actos que el niño teme realizar, sobre todo si tiene tendencias homosexuales».
Como representaban el derecho de reunirse y de hacerlo todo con el cuerpo, las
bath-houses
se convirtieron en los bastiones de la liberación homosexual. Se multiplicaron. Sólo el barrio del Castro contaba con una buena decena que atraían a sus habitaciones de orgía a millares de turistas llegados de toda la nación. Una encuesta realizada en 1975 por el Instituto Kinsey reveló que el cuarenta por ciento de los hombres interrogados había tenido, en los
back-rooms
de los bares o en el vapor turbio de las saunas, por lo menos quinientos compañeros durante los doce meses transcurridos, y el veinticinco por ciento más de mil. Muchos adeptos de este «cambismo» récord confesaron haberse entendido con veinte o treinta compañeros en una sola velada. El alcohol y diversas sustancias químicas, como el nitrito de amilo, favorecían esa clase de hazañas.
Como nunca hay excesos sin consecuencias, los millones de orgasmos de la gran liberación
gay
no iban a tardar en reflejarse en el mapa sanitario del país. En 1973, una estadística del Departamento de la Salud indicaba que dos tercios de los homosexuales habían sido víctimas, una vez como mínimo, de alguna enfermedad venérea y que, aunque pertenecían a una pequeña minoría, eran responsables del cincuenta al sesenta por ciento del total de los casos de sífilis y de blenorragias. En 1978, otra estadística señalaba que, en tres años, el número de hepatitis y de infecciones intestinales se había duplicado. En 1980, el Departamento de la Salud de San Francisco precisaba que entre el sesenta y el setenta por ciento de los homosexuales de la ciudad estaban contaminados por el virus de la hepatitis B. Los heterosexuales no salían mucho mejor librados. En cinco años, de 1971 a 1976, el número de casos de blenorragia en el conjunto del país casi se había duplicado, pasando de 624.371 a 1.011.014. Esta cifra, naturalmente, sólo concernía a los casos declarados. El aumento de los casos de sífilis era aún más elocuente: de 1960 a 1980, el número de enfermos había aumentado el trescientos por ciento. Los Estados Unidos gastaban cada año cincuenta millones de dólares sólo para atender en los asilos psiquiátricos a las víctimas de las complicaciones neurológicas causadas por esta enfermedad.
Extrañamente, esos estragos debidos a la liberación de las costumbres no parecían inquietar a las autoridades sanitarias, al cuerpo médico, ni siquiera a las víctimas. El periodista Randy Shilts escribió: «Coger una blenorragia se ha convertido en una broma. Ir al dispensario forma parte de la rutina. Siempre se encuentran amigos y se puede evocar con ellos todas las ocasiones que nos han conducido hasta allí». Pero para un médico de barrio, el doctor Joseph A. Sonnabend, que vive en la calle Doce del Greenwich Village de Nueva York, «esta llamarada de enfermedades sexualmente transmisibles no podía seguir siendo inocente».
Con su barba mal afeitada, sus viejas zapatillas de deporte y su pantalón vaquero gastado, Joseph Sonnabend más parecía un vagabundo de la Bowery que un príncipe de la medicina. Sin embargo, el
curriculum vitae
de este hombre tímido de cuarenta y siete años totalizaba ocho páginas de distinciones y de honores, y una lista de artículos y de publicaciones científicas dignas de un premio Nobel. Hijo de emigrantes polacos y nacido en África del Sur, se había especializado desde muy joven en enfermedades infecciosas. Había atendido a sus primeros enfermos en las cubiertas de un barco indonesio que trasladaba desde Yakarta a Yedda a dos mil peregrinos que se dirigían a La Meca. En 1963, el gran científico británico Alec Isaacs le llamó a su lado en el laboratorio donde acababa de descubrir el interferón, una poderosa sustancia antivírica segregada por los lóbulos blancos. Joseph Sonnabend enseñó después la patología de las enfermedades infecciosas en diversas universidades norteamericanas. En 1977, el Servicio de Sanidad de la ciudad de Nueva York le encargó la enseñanza en su departamento de enfermedades venéreas. Dos años después, Joseph Sonnabend abría una consulta médica privada en pleno centro del barrio
gay
de Nueva York, en primera línea de combate de este tipo de infecciones.
«Era una locura —confirma él mismo—. Numerosos médicos se habían instalado en aquel sector particularmente expuesto. Cuidaban en cadena casos de blenorragia, de sífilis, de infecciones parasitarias. En aquella época, los antibióticos eran la panacea. Con una o dos inyecciones de penicilina se curaba la sífilis. Y sólo costaba veinticinco o treinta dólares. No se hacía ninguna investigación profunda, y la idea misma de investigación era totalmente ajena a la mayoría de los médicos. Lo más trágico era su negativa a hacer un papel de educador con sus pacientes. La menor sugerencia, la menor advertencia sobre los peligros que les hacía correr su estilo de vida podía ser tomada por un juicio de moralidad. Era la mejor manera de perder la clientela. De todos modos, lo mismo si se trataba de médicos que luchaban sobre el terreno que de los responsables del Center for Disease Control (Centro de Control de las Enfermedades Infecciosas, en Atlanta), y del Departamento Federal de la Salud, todo el mundo consideraba que era inútil, e incluso fútil, tratar de modificar el comportamiento de la población; que la única actitud realista era curarlos lo antes posible. Preferían decir a la gente: “Continúen hundiéndose, nosotros nos ocuparemos de los daños”».
El estado de salud de los primeros clientes que llamaron a la puerta de su consulta aterrorizó literalmente al doctor Joseph Sonnabend. Aunque las enfermedades venéreas convencionales constituían todavía la mayor parte de los casos, la naturaleza especial de las relaciones homosexuales había dado origen a una patología nueva de afecciones, a veces muy graves y a menudo simultáneas, como por ejemplo las hepatitis víricas agudas, las erupciones gigantes de herpes genital, las parasitosis que afectaban a casi el ochenta por ciento de los individuos con compañeros múltiples, las infecciones debidas a unos virus especialmente agresivos, como el citomegalovirus, que atacaba los pulmones y el tubo digestivo. Pero eran sobre todo las repetidas recidivas de esas agresiones, las que Joseph Sonnabend consideraba el peligro más grave. Algunos de sus pacientes tenían un historial de diez a quince blenorragias, otros padecían de repetidos accesos de herpes y otros vivían con los ganglios perpetuamente inflamados. «Para mí, era algo que saltaba a la vista: el cuerpo humano no podía resistir tantos ataques sin que alguna cosa fundamental fallase».
Las «Intercity infectious diseases rounds», aquellos encuentros de especialistas en enfermedades infecciosas que se celebraban cada lunes, desde hacía veinte años, cada vez en un hospital diferente de Nueva York, confirmaron los temores del médico de la barba mal afeitada de Greenwich Village.
«Desde 1978-1979 se nos presentaban cada vez más casos de infecciones virales múltiples, de enfermedades de los ganglios, de hepatitis, de erupciones cutáneas gravísimas —relata Sonnabend—. Se nos expuso incluso el caso de un negro cuyo cerebro había sido afectado. Para mí, todos aquellos síntomas traducían un mismo y único fenómeno: el hundimiento de las defensas inmunitarias. Nadie parecía darse cuenta de ello, pero yo estaba cada día más convencido: asistíamos a los primeros estremecimientos de un cataclismo».
Boston, USA — Febrero de 1981
Un síndrome nuevo y devastador
La voz apremiante del doctor Michael Gottlieb en el auricular del teléfono no dejaba la menor duda. Trataba de convencer a su interlocutor, en aquella mañana de febrero de 1981, de que estaban ante un cataclismo.
—Todos los enfermos que hemos hospitalizado presentan los mismos signos clínicos: una fiebre inexplicable, una pérdida de peso anormal, diarreas incontrolables.
A priori
, esto no es muy inquietante, lo reconozco. Pero lo realmente extraño es que todos sufran de neumocistosis, esa forma de neumonía tan rara y con orígenes tan específicos. Los cinco son homosexuales jóvenes. No veo en ello ninguna correlación, puesto que no se conocían. Pero, como usted bien sabe, si no se la identifica y se la trata a tiempo, la neumocistosis supone una muerte rápida. Tengo muchos motivos para pensar que estamos en presencia de un síndrome nuevo y devastador. Quizá ya han sido afectados otros individuos. Le pido a su semanario que me permita alertar a mis colegas.
Al otro lado del hilo, el doctor Arnold Relman escuchaba con un silencio cortés. Estaba acostumbrado a llamadas parecidas. Este médico de cincuenta y siete años dirigía en Boston la publicación científica más prestigiosa de los Estados Unidos y tal vez del mundo: el
New England Journal of Medicine
.
En ciento sesenta y ocho años de publicación, el
Journal
había tratado de todas, o casi todas, las grandes cuestiones médicas y revelado la mayor parte de los descubrimientos científicos referentes a la salud. A mediados del pasado siglo publicó un informe de la primera anestesia general con éter, y luego la primera encuesta sobre la manera de curar la angina de pecho. Algunos decenios después, presentó el primer informe completo sobre la leucemia en el niño. Y en 1975 dio a conocer la primera lista de actas que demuestran que la ablación de seno no siempre era necesaria para detener la extensión de un cáncer. Partiendo de las informaciones procedente de los lugares de Nevada en donde ocurrieron las primeras explosiones nucleares, estableció un balance exhaustivo sobre los peligros de las radiaciones. La angiografía coronaria, el tratamiento de la anemia perniciosa, el uso de sustancias anticancerosas como la amigdalina y otros mil procesos curativos habían hallado en sus páginas una apreciación clínica global.