Esta oficina era uno de los engranajes de la más impresionante organización inventada por el hombre para defenderse contra la enfermedad y la muerte, el Center for Disease Control (el Centro de Control de las Enfermedades Contagiosas), más conocido comúnmente por sus iniciales CDC. Su sede, un edificio de siete pisos de ladrillo rojo, ocupaba todo un barrio de los suburbios de Atlanta. Ornamentada con una imponente cabeza de mármol de Higea, la diosa mitológica de la salud, su vestíbulo daba acceso a una auténtica colmena donde trabajaban, en centenares de despachos y de laboratorios, más de cuatro mil especialistas cuya única misión era la de mejorar y proteger la salud del pueblo norteamericano. Entre ellos, el CDC contaba con epidemiólogos, microbiólogos, entomólogos, físicos, químicos, toxicólogos, médicos, dentistas, agentes de la salud pública, farmacéuticos, veterinarios, consejeros de educación, estadísticos, redactores, profesores de ciencias sociales y expertos en medio ambiente y en higiene corporal. Su campo de acción cubría los terrenos más inimaginables.
Lo mismo si se trataba de la prevención de los accidentes de trabajo que de los riesgos del medio ambiente, de la planificación familiar, del peligro presentado por ciertos juguetes, de los problemas de nutrición, del consumo del tabaco o de la vigilancia epidemiológica internacional, la competencia de aquel ejército de técnicos y de científicos abarcaba prácticamente todos los campos de la salud. Pero donde la organización de Atlanta había conquistado sobre todo su reputación internacional era en materia de prevención y de control de las enfermedades infecciosas y de las epidemias. Como laboratorio de último recurso, el Centro de Control de las Enfermedades recibía cada año, de los Estados Unidos y del mundo entero, unas ciento setenta mil muestras de sangre y de órganos contaminados por enfermedades de diagnóstico todavía misterioso. Era el mayor cultivo de microbios y de virus del planeta, una especie de zoo de lo invisible donde se conservaban especímenes de agentes infecciosos casi extinguidos, como el de la viruela, o bien de fecha reciente, como el de las infecciones hemorrágicas de América del Sur o el de las fiebres de Lassa, de Marburg o de Ebola. Con sus bancos gigantes de sueros y de tejidos que contenían más de doscientas cincuenta mil muestras de enfermedades catalogadas, el CDC representaba la memoria colectiva de todas las endemias humanas. Lo mismo si concernía a la malaria de Trinidad que a las cepas del cólera africano, a las encefalitis de Texas, a la poliomielitis, al tifus o a la gripe, cada muestra figuraba en un catálogo electrónico que las clasificaba en más de doscientas cincuenta categorías bajo diferentes etiquetas que llevaban la mención «disponible», «uso restringido» o «posteridad».
Este «FBI» especializado en la caza de microbios y de virus nació en marzo de 1942, tres meses después del ataque japonés a Pearl Harbor. Entonces se llamaba Oficina de Control del Paludismo en las Zonas de Guerra. Tenía su base en Atlanta, donde la malaria, endémica en el sur de los Estados Unidos, suponía una seria amenaza para los numerosos campos de entrenamiento militar instalados en la región. Sus responsabilidades se ampliaron poco a poco al dengue, una enfermedad también propagada por un mosquito, y después a la fiebre amarilla y al tifus. En 1945 sus instalaciones se habían enriquecido con un laboratorio cuya misión era descubrir las enfermedades tropicales traídas por los GI de los teatros de operaciones de la segunda guerra mundial.
El retorno a la paz debería haber puesto término a las actividades de la organización. Pero la existencia de un equipo especializado en grado sumo en los problemas de la salud les pareció tan seductor a los responsables de Washington, que la oficina fue conservada y en 1946 recibió el nombre de Centro de las Enfermedades Transmisibles. Se le dotó en seguida de una gran infraestructura de laboratorios equipados para el estudio de las bacterias, de los parásitos, de los hongos, de los bacilos, de los microbios y de los virus. La peste y otras enfermedades animales susceptibles de transmitirse al hombre entraron, en 1947, en el campo de sus competencias.
La creación, en 1951, de un servicio de informaciones sobre las epidemias (el Epidemiology Intelligence Service) transformó el centro en una verdadera oficina de investigación encargada de luchar contra todos los agentes que puedan amenazar la salud de las poblaciones. Su fuerza de choque era un cuerpo de un centenar de jóvenes médicos de primera, de veterinarios y agentes de la sanidad pública reclutados por dos años y sometidos a una formación intensiva. Los detectives del EIS estaban disponibles día y noche, dispuestos a tomar el avión para cualquier lugar de los Estados Unidos o de la Tierra con el fin de perseguir a los culpables de cualquier epidemia nueva.
El CDC de Atlanta, bautizado con su nombre actual en 1980, no ha cesado de multiplicar sus intervenciones en todos los terrenos. «Nuestra misión es la de identificar y eliminar en todo lo posible las enfermedades y los fallecimientos inútiles —declara su director Bill Foege, un precursor de la erradicación de la viruela en el Tercer Mundo—. Esto significa que debemos vigilar el Sur a causa de los riesgos de encefalitis equina, de dengue, de fiebre amarilla; vigilar las fronteras, la llegada de los aviones y los barcos; vigilar las apariciones repentinas de las enfermedades respiratorias e infecciosas que matan cada año a cientos de miles de norteamericanos».
Un
hot line
, un teléfono rojo, responde las veinticuatro horas del día a toda petición de asistencia. El envenenamiento de tres neoyorquinos después de consumir salmón ahumado que estaba en malas condiciones, la asfixia de un matrimonio de Virginia al día siguiente de la desratización de su casa, una epidemia de fiebre reumática aguda entre los marinos de la base de San Diego o la contaminación por bacterias resistentes a la trimetoprima de ciento cincuenta y siete visitantes de una feria de Carolina del Norte… Todo eso ha movilizado al CDC y a sus sabuesos, que realizan cada año más de mil doscientas investigaciones. Aunque casi todas conciernen a incidentes localizados poco importantes, un centenar largo de casos justifican por sí solos una intervención masiva, como el de aquella famosa epidemia de Filadelfia que, en julio de 1976, mató a veintinueve veteranos de la American Legion.
En la movilización general para descubrir a los responsables de aquella tragedia, los médicos-detectives del CDC enviaron más de tres mil quinientos cuestionarios, interrogaron a centenares de congresistas, a los empleados del hotel donde tuvo lugar la convención, a los habitantes y a los visitantes habituales del barrio. Repasaron los boletines meteorológicos, el plan de distribución de las habitaciones y el programa de las diferentes manifestaciones. Analizaron el agua, el hielo, los alimentos; examinaron en el laboratorio los utensilios, la vajilla, los aparatos de climatización, los insectos y el polvo. Pero sólo pudieron encontrar un denominador común entre las numerosas víctimas: la enfermedad misma. Se convirtió en la epidemia más famosa de los tiempos modernos. Después de cuatro meses de esfuerzos concentrados, los investigadores de la organización médica más prestigiosa del mundo ni siquiera habían llegado a conocer la naturaleza del agente infeccioso responsable. ¿Una toxina? ¿Un hongo? ¿Una bacteria? ¿Un bacilo? ¿Un virus?
Después de haber rozado un final poco glorioso, la investigación logró dar un salto espectacular. Dos investigadores que trabajaban en sus laboratorios sin ventanas identificaron al fin en los tejidos de sus cobayas al responsable de la epidemia, una vulgar bacteria que había elegido como hábitat las turbulencias de los conductos de climatización del hotel donde los congresistas se habían reunido. El descubrimiento de la
Legionella pneumophilia
permitió poner un nombre a otros casos numerosos ce neumonía mortal de origen inexplicable.
La historia del CDC no solamente estaba jalonada de victorias. Aquel año había conocido también un resonante fracaso. Convencidos de que una epidemia mortal de gripe porcina transmisible al hombre estaba a punto de estallar, sus responsables habían hecho vacunar a más de cincuenta millones de norteamericanos. Pues bien: no sólo la epidemia no se declaró, sino que cientos de personas se encontraron paralizadas después de la inoculación de la vacuna. El asunto degeneró en escándalo político y acabó con el despido del director del CDC. El Estado, por su parte, se vio condenado a pagar más de cien millones de dólares a las víctimas de aquella inoportuna campaña de vacunación.
Dejando aparte una epidemia de fiebre y de erupciones cutáneas en algunas mujeres que utilizaban cierta marca de compresas higiénicas y la repentina aparición en Ohio de casos de enteritis entre los consumidores de marihuana, ningún asunto espectacular atraía desde hacía tiempo el olfato de los detectives de Atlanta. Para el doctor Harold Jaffe, miembro del Epidemiology Intelligence Service, un flemático californiano con gafas, la única amenaza preocupante que pesaba en este fin de siglo sobre la salud del pueblo norteamericano parecía ser «la resistencia creciente de la blenorragia a los antibióticos», amenaza que movilizaba toda la actividad de su colega de treinta y siete años, el doctor James W. Curran, Jim para los amigos.
Jim Curran era, en el CDC, el jefe del servicio de investigación de las enfermedades venéreas. Con sus ojos escudriñadores, su baja estatura y su aspecto permanentemente al acecho, encarnaba el prototipo perfecto de las superfuerzas de la organización. Había dedicado gran parte de su carrera a luchar contra los estragos de la blenorragia, una plaga que afectaba cada año a cerca de un millón de norteamericanos. Entre los numerosos artículos que esta infección le había inspirado, se encontraba un sorprendente estudio comparativo sobre la resistencia inmunitaria a los gonococos. Para hacer su trabajo lo más llamativo posible, no había dudado en elegir como modelos a dos muestras extremas de la sociedad: unas prostitutas y unas monjas.
Las «purgaciones», viejas conocidas, no iban a seguir siendo por mucho tiempo el principal tema de interés para los expertos de la organización. Tanto en el CDC como en las consultas de los médicos, otros signos indicaban, en aquella primavera de 1981, que el frente de las enfermedades sexualmente transmisibles comenzaba a agitarse. Cada día sonaba el teléfono rojo de Atlanta para señalar alguna observación inquietante. A principios de abril la llamada de un dermatólogo neoyorquino produjo el efecto de una pequeña bomba. El doctor Fred Siegal declaró estar tratando a varios jóvenes homosexuales afectados por grandes crisis de herpes perianal. Las ulceraciones se propagaban a otras partes del cuerpo. Desconcertado, el médico preguntaba al CDC la estrategia que recomendaban sus expertos en tales casos.
Algunos días después, dos nuevos SOS acabarían de movilizar a Jim Curran y a su equipo. El primero venía de Los Ángeles. Como no lograba convencer a la más importante publicación científica americana, el doctor Michael Gottlieb suplicaba al CDC que publicase urgentemente en su boletín la descripción de los cinco casos de jóvenes homosexuales que estaban a punto de morir de neumocistosis en su hospital de la UCLA. Cierto era que el boletín de Atlanta no tenía ni la audiencia ni el prestigio del
New England Journal of Medicine
. Pero el
Morbidity and Mortality Weekly Report
(Informe Semanal de Morbidez y Mortalidad) —que ése era el nombre del pequeño fascículo de una veintena de páginas que recibían cada semana sus cincuenta y siete mil abonados— era un irreemplazable instrumento de información sobre las cuestiones sanitarias que concernían al país. Cada número presentaba un cuadro que indicaba la cantidad y las causas de los fallecimientos producidos durante la semana en las ciento veinticinco ciudades más importantes de los Estados Unidos. Otros cuadros catalogaban los casos de todas las enfermedades infecciosas. Se sabían así cosas asombrosas, tales como la suerte que corrieron ocho americanos afectados, durante los diez primeros meses del año 1980, por la lepra, el repugnante mal por cuya causa la joven india Ananda Chowdhury fue repudiada por su familia.