Vestigio de los basamentos del templo construido por Salomón, la larga fachada hecha con enormes bloques de piedra es el lugar más sagrado del judaismo. Reluciente, dorado, patinado en su base por el roce secular de las frentes, de los labios y de las manos, el Muro de las Lamentaciones encarna la esperanza que ponen los judíos en la bondad divina. Millares de trocitos de papel introducidos en los agujeros y en las hendiduras son otros tantos mensajes de fidelidad al Dios todopoderoso, oraciones que imploran Su bendición para un hijo recién nacido, una esposa enferma, una tienda en dificultades o la paz sobre la tierra de Sión. Dos veces al año, el día de Yom Kippur, la fiesta del Gran Perdón, y el de la Pascua, los guardianes del Muro recogen piadosamente todas esas súplicas y las guardan en grandes sacos. De acuerdo con la ley del Talmud que prohíbe arrojar o destruir lo que lleva el nombre de Dios, esos sacos son depositados en un panteón del antiguo cementerio judío del monte de los Olivos, en medio de los sepulcros donde generaciones de judíos reposan a la espera del Juicio Final.
Aquella víspera de la Pascua, centenares de hombres con levita negra y tocados con el ancho sombrero redondo ribeteado de piel, y de mujeres con la cabeza oculta en un pañuelo, balanceaban el busto marcando el ritmo de la melopea de su oración. Grupos compactos de fieles y de turistas se apretujaban delante de la imponente muralla, estrechamente vigilada desde las terrazas de alrededor por soldados israelíes armados.
Al encontrarse de nuevo ante el fabuloso decorado en la desembocadura de la estrecha callejuela que desciende de las murallas de la Ciudad Vieja, Sam Blum se quedó inmóvil, reteniendo el aliento. Pensó en las horas de felicidad compartidas con Josef en aquella explanada, en las vísperas de
sabbat
y en la misma luz rosada del crepúsculo, en aquellas mañanas de fiesta llenas de farándulas, de cantos y de la batahola de los
shofars
. Le pareció que era ayer y que en cualquier momento iba a oír la voz grave de su amigo entonando el
Shema Israel
delante de la piedra más grande. Descendió lentamente los escalones y franqueó la barrera que rodea el espacio destinado a la oración. De acuerdo con el ritual, colocó en su cabeza el solideo morado que le había bordado su madre y se puso sobre los hombros el dial de oración que se había traído de Nueva York. Después, cuidadosamente, anudó alrededor de su brazo izquierdo y de su frente dos pequeñas fundas de cuero negro. Estas filacterias, que recuerdan que el trabajo manual y el pensamiento deben estar constantemente dedicados a Dios, contienen unos finos rollos de pergamino en los que están caligrafiados los fundamentos de la fe judía. «Escucha, Israel —proclama uno de los versículos—: El Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Le amarás con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza… y atarás los mandamientos que te doy ahora en tu brazo para que le sirvan de señal, y éstos estarán también en tu frente como un guía entre tus ojos».
El ornamento frontal daba al norteamericano el aspecto de un cíclope. Sam se acercó al mayor bloque de piedra, aquel ante el cual Josef Stein acostumbraba colocarse para recitar su oración preferida. Aquel salmo de David era un grito de amor y de esperanza, una llamada que lanzan al Creador, desde hace treinta siglos, los hombres de esta tierra. «Señor, presta oído a mi voz —recitó Sam fervorosamente, balanceando rítmicamente el busto hacia el Muro—, que mi oración sea ante Tu faz como el incienso, y la elevación de mis manos como la ofrenda de la tarde…» Luego, parafraseando la llamada de Moisés a Dios para pedirle la curación de su hermana leprosa, imploró al Creador que pusiese fin a la lepra moderna que padecía su amigo. «¡Oh, Dios, Te lo suplico, cura a Tu servidor Josef!», repitió varias veces apasionadamente. Sacó entonces de su cartera el trocito de papel cuidadosamente doblado en el que Josef había escrito su súplica y lo deslizó, entre los demás mensajes, en una rendija entre dos piedras. Junto a él ascendía la lancinante oración de los fieles. La llamada de un almuédano árabe atravesó el aire inmóvil por encima del Muro. El americano sentía las últimas caricias del sol que se ponía más allá de la Jerusalén nueva. Aún permaneció largos minutos meditando, con los ojos llenos de la visión de su amigo enfermo. La explanada se vaciaba poco a poco. Exceptuando a algunos rabinos venerables, Sam no tardó mucho en encontrarse solo. Era el comienzo de la Pascua. En los alrededores, en el ruidoso barrio viejo, así como en toda la Jerusalén judía, las familias preparaban la comida del Seder, que conmemora la liberación de los hebreos de los sufrimientos del exilio.
Al amanecer del día siguiente, mientras Israel reposaba de la festividad de la Pascua, Sam Blum se hizo conducir en un taxi hasta Tiberíades, en Galilea. Tenía que hacer allí otra peregrinación para conseguir la curación de su amigo. La tradición quiere, en efecto, que los judíos en desgracia se dirijan a los grandes santos de su historia para pedirles que intercedan ante el Todopoderoso. Uno de ellos era un médico cordobés que vivió en el siglo XII. Moisés Maimónides era también uno de los más célebres teólogos del judaísmo. Sus escritos, como la famosa
Guía de perplejos
, siguen siendo, desde hace ocho siglos, el recurso de las conciencias judías. Sus restos descansan en la orilla del lago donde Jesús calmó la tempestad y caminó sobre las aguas. Sam se prosternó ante el humilde cenotafio de piedras blancas rodeado de laureles, e imploró a Maimónides que «hiciera uso de su santidad para intervenir ante Dios con el fin de que Josef recobre la salud». Inmediatamente después dirigió la misma petición al rabino Meir Ba'al Haness, un santo del siglo II enterrado no lejos de allí. Cada primavera se celebraba alrededor de su tumba una gran fiesta que atraía a millares de fieles.
Tal como había prometido, antes de tomar su avión para Nueva York, Sam fue a decir adiós a Philippe Malouf en su abadía. El monje paralítico esperaba su llegada con una impaciencia que se leía en el rostro. Con un movimiento de cabeza le indicó un sobre que había en su mesilla de noche.
—He escrito a máquina una breve carta para Josef —dijo—. Oh, casi nada, sólo unas líneas de consuelo y de amistad.
Sam tomó el sobre y lo guardó en su bolsa.
—Le gustará mucho —aseguró calurosamente—. Habla muy a menudo de los felices momentos que pasamos juntos aquí.
Philippe parecía preocupado.
—Josef está pasando una prueba terrible —dijo—. No quisiera herirle. Me gustaría que leyeses mi carta.
Sam se ajustó las gafas y comenzó a leer a media voz:
Querido Josef:
Cuando supe que me quedaría paralítico para toda la vida, me rebelé. Aquello duró semanas, meses. Insulté a Dios. Me comporté odiosamente con nuestro padre abad, que había tenido la audacia —él, tan rebosante de salud—, de exhortarme a dar un sentido a mi sufrimiento. Me decía que, si él invitaba a toda la comunidad a rezar por mí, no era solamente para decirle a Dios que me curase, sino también, y sobre todo, para que yo descubriese un sentido a mi vida de inválido. ¡Pobre padre abad! Mi rebeldía seguía siendo total
.Sin embargo, poco a poco, clavado en mi cama, comencé a comprender que, al menos, seguía siendo un hombre. Y que, si lo seguía siendo, podía continuar desempeñando mi papel de hombre; que no era ni una legumbre, ni un animal, sino un ser plenamente capaz de tener una vida que sirviera para algo
.
El monje relataba entonces cómo sus dos intervenciones quirúrgicas le habían permitido reinsertarse poco a poco en el mundo de los vivos. Y después, cómo las circunstancias le habían puesto en contacto con una joven religiosa india que cuidaba moribundos en Calcuta.
42Tiene dieciocho años y se llama sor Ananda. Ananda quiere decir «la Alegría». Es ella la que actúa por mí. Ella es mis brazos y mis piernas. Yo ofrezco en su favor mi sufrimiento y mi oración, lo cual le proporciona a ella las fuerzas para obrar. Es magnífico: cada día nos comunicamos, a miles de kilómetros de distancia, sólo con el poder de la oración
.En nombre del sentido que he encontrado en mi vida, has de saber, hermano Josef, que de ahora en adelante ofreceré igualmente mi sufrimiento para que tú también puedas tener la suerte que yo he tenido
.
Nueva York, USA — Primavera — verano de 1983
Unas pústulas moradas para un enamorado de la ópera
Relato de Josef Stein
«Todo comenzó un día del invierno pasado con una extraña sensación de fatiga. Yo, que estaba acostumbrado a recorrer treinta bloques de la Quinta Avenida o a trotar dos horas cada domingo por los senderos de Central Park, me sentí repentinamente incapaz de subir de un tirón los dos pisos que conducían a mi apartamento. Cada diez escalones tenía que detenerme para recobrar el aliento. Algunos días después sentí una quemazón en el pecho. Comencé a toser. Una tosecilla seca, como la de alguien que fuma demasiado. Sin embargo, yo nunca había fumado. La tos desapareció tan rápidamente como había aparecido, y cargué aquel incidente en la cuenta de la contaminación del aire. Las calles son estrechas en Greenwich Village, y en el tejado de la casa que está enfrente de la mía hay una chimenea que escupe día y noche unas grandes volutas negras. A pesar de que persistía la fatiga, me esforcé en no cambiar ninguna de mis costumbres. A mi regreso de Israel, había abandonado definitivamente la arqueología para instalarme en Nueva York, donde vivía Sam Blum. Encontré un empleo en una gran agencia de viajes de Manhattan. Al principio trabajé en la sección de viajes de empresa y luego se me confió la responsabilidad de las convenciones y los congresos. Por ese motivo viajaba mucho, tanto por el interior de los Estados Unidos como por el extranjero.
»Vivir en Nueva York me satisfacía plenamente. Además de la atracción que ejercen sobre mí las civilizaciones desaparecidas, tengo una pasión que esta ciudad me permite satisfacer casi cada semana: soy un enamorado de la ópera No faltaba nunca a un espectáculo del Metropolitan o del Lincoln Center. Supe la noticia la tarde que fui a escuchar
Sansón y Dalila
, durante el entreacto posterior a la famosa aria del primer acto, en la que Dalila canta: “Primavera que comienza, cargada de esperanza…” Mientras los espectadores se precipitaban al bar en busca de una copa de vino blanco o de champán, yo corrí a una cabina telefónica para llamar a mi médico.»Mis accesos de tos se habían manifestado de nuevo, y me despertaba por la noche inundado de sudor. Al principio creí que se trataba de un simple resfriado o de la gripe. Nadie que padece un catarro quiere imaginarse que puede tratarse de otra cosa. Pero, como la tos persistía, acabé yendo al médico. El doctor F. es muy bajito y calvo. Se parece al actor Mickey Rooney, con sus gruesas gafas de concha y su corbata de pajarita. Me auscultó cuidadosamente y me recetó unos antibióticos. No parecía nada preocupado. Poco después desaparecieron la tos y los sudores nocturnos. En cambio, cada vez me sentía más fatigado. Al cabo de poco tiempo, cuando me vestía, tenía la impresión de flotar dentro de mi ropa. Seguramente había adelgazado, aunque no carecía de apetito. Transcurrieron varias semanas. Me había acostumbrado a vivir a marcha lenta, como un coche al que le falta la mitad de los pistones.
»Una mañana, cuando estaba desayunando, tuve dificultades en tragar. Me miré la garganta y comprobé que mi lengua estaba cubierta de pequeñas pústulas azuladas, insensibles al tacto. Pensé en el afta. Al día siguiente, la erupción había disminuido, pero seguía costándome tragar. Visité de nuevo al médico, que me envió a un dermatólogo. Después de un meticuloso examen que le dejó perplejo, sacó unas muestras de mi lengua y me pidió que llamase a mi médico internista ocho días después para saber el resultado del análisis.
»Traté de no cavilar demasiado hasta aquella famosa tarde en que llamé, desde el teatro, al doctor F. El teléfono sonó interminablemente y, ya iba a colgar, cuando le oí al fin al otro lado de la línea. Me pareció un poco incómodo.
»—Las noticias no son muy buenas —acabó diciendo—. Su biopsia de la lengua parece revelar algo serio. Podría tratarse de una enfermedad muy rara que, normalmente, no afecta a las personas de su edad. Antes de confirmarlo, hay que realizar otros análisis.
»Le pregunté cuál era esa enfermedad. El médico me dijo un nombre que yo no entendí. Me lo repitió deletreando: Ê de kilo, A de América, P de providencia… Kaposi, anoté yo, en una esquina de mi programa. Ya estaba sonando el timbre del teatro, llamando a la sala a los espectadores. Me cité con él para el día siguiente y corrí a ocupar de nuevo mi asiento. Lo olvidé todo para saborear la dicha de oír de nuevo a la bella Dalila en el segundo acto, cuando, tras descubrir el secreto de la fuerza hercúlea de Sansón, le corta despiadadamente los cabellos.
»Algunos días después los exámenes complementarios confirmaron el diagnóstico de mi infección bucal. Mientras tanto, había intentado informarme sobre aquella infección de nombre extraño. Supe que la enfermedad de Kaposi era una de las manifestaciones de la epidemia que acababa de declararse en Nueva York y en California y que atacaba sobre todo a los homosexuales. Mi médico me confirmó que se trataba sin duda del mal que era llamado “sida”. Un mal cuyo origen se ignoraba, pero que se sospechaba que era un virus transmitido por vía sexual o sanguínea. El sida destruía el sistema inmunitario del organismo, lo cual favorecía la aparición de lesiones infecciosas, como las pústulas de mi lengua.
»El doctor F. se dedicó a buscar la razón de mi inmunodepresión. Me hizo toda clase de preguntas. Algunas eran realmente embarazosas. Se interesaba básicamente por mi comportamiento sexual durante los tres años anteriores. ¿Practicaba el intercambismo? ¿Cuántos compañeros había tenido? ¿Frecuentaba acaso las
bath-houses
? Etc., etc. El médico tomaba notas. Temo que mis respuestas no le parecieron suficientes.»De hecho, yo vivía solo. Con Sam sólo tenía algunas relaciones episódicas. Aunque nos unía un profundo afecto, permanecíamos completamente libres. Hasta los dieciocho años, yo había salido sólo con muchachas, sin tener necesidades sexuales excesivas. Descubrí mi homosexualidad en un tren, entre Salt Lake City y Chicago. En aquel momento me sentí horriblemente culpable. Había recibido una educación religiosa bastante estricta y sabía que la Torah condena cualquier relación carnal ajena a la conyugal. Cuando éramos todavía muy jóvenes, mi padre nos hizo aprender de memoria, a mi hermano y a mí, el famoso mandamiento del Levítico que proclama: “No te acostarás con un hombre como se hace con una mujer, pues es una abominación”. Dudé durante mucho tiempo en transgredir esa prohibición, porque soy creyente. Cuando finalmente cedí fue en San Francisco, adonde tuve que ir para cursar mis estudios superiores.
»Sin embargo, desde mi salida de la tintorería familiar de Pittsburgh, apenas cometía excentricidades. Tenía una vida más bien ordenada. Conocí a un artista, un pintor, y vivimos juntos tres años de una manera casi monógama. Cierto que de vez en cuando iba a tomar una copa a un bar, a una discoteca o a una
bath-house
del Castro, pero era más por curiosidad que para satisfacer mi libido. Incluso encontraba bastante deprimente el espectáculo. Nunca había sido tentado por las orgías de los establecimientos neoyorquinos que tanto abundan en el Village. Sólo mi estancia en Israel me arrastró a hacer algunas locuras. ¿Habrá que culpar de ello al clima o a la excitación de estar en un país donde cada lugar enfebrecía mi imaginación? ¿O tal vez era el resultado del exotismo de algunos encuentros fortuitos con jóvenes árabes? No lo sé. De todas maneras, poco importa. Si tuviera que hacerlo otra vez, lo repetiría».