Read Más grandes que el amor Online

Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (55 page)

BOOK: Más grandes que el amor
2.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El hermano Philippe estaba ausente. Había sido llevado a Jerusalén para ser sometido a exámenes con vistas a una intervención quirúrgica que debía devolverle el uso completo de los dedos.

—¿Quiere dejarle algún recado? —preguntó la voz del otro extremo del hilo.

—Dígale sólo que su amigo Josef Stein quería abrazarlo antes de partir.

Al lado del teléfono había siempre un pequeño bloc. Josef Stein escribió trabajosamente:
«Good bye and Mazel Tov. I love you all».
Arrancó la hoja y la apoyó contra la lámpara. Luego, se sirvió un vaso de agua, destapó el frasco del Dilaudid, se echó en la palma de la mano todas las cápsulas y empezó a tragarlas una tras otra.

54

Nueva York, USA — Navidad de 1985-invierno de 1986
«La vida es una oportunidad, aprovéchala»

Desde las grandes huelgas de estibadores de antaño y las manifestaciones del movimiento
gay
de liberación de los años setenta, no se habían congregado tantos periodistas en esta calle del Greenwich Village. Los habitantes del barrio, a los que un cordón de policías mantenía a distancia, contemplaban el insólito espectáculo. Apenas restablecida de una operación de cataratas, con su cara arrugada casi enteramente oculta por unas grandes gafas negras, la Madre Teresa, entre un torbellino de micrófonos y cámaras, recibía a las personalidades que se apeaban de sus grandes automóviles. El alcalde Ed Koch, radiante y sonriente, estrechó efusivamente la mano que le tendía la ilustre anciana, ante la mirada risueña del cardenal arzobispo de Nueva York. John O'Connor estaba rebosante de satisfacción. Bajo los auspicios de su archidiócesis se inauguraba hoy el primer centro de asistencia para enfermos de sida sin recursos.

En la pared, a la derecha de la puerta de entrada, la fundadora de las Misioneras de la Caridad había hecho colocar la placa con el nombre del nuevo establecimiento de su congregación. Las cámaras se empujaban para enfocar las tres palabras grabadas. El antiguo presbiterio del número 657 de Washington Street se llamaría en lo sucesivo «
GIFT OF LOVE
» (Ofrenda de Amor). A pesar de su cansancio, la religiosa no se opuso a que la inauguración del centro fuera oficial. «Cada enfermo de sida es una encarnación de Cristo», declaró la frágil y diminuta anciana a los reporteros que se agolpaban a su alrededor. Para la inauguración había elegido la víspera de Navidad, porque «Jesús nació esta noche, y quiero ayudar a todo el mundo a nacer a la alegría, al amor y a la paz».

También ella había elegido a los tres primeros internos. Los encontró detrás de las rejas de Sing Sing, la penitenciaría de siniestra reputación adonde la llevara una religiosa americana que consagraba su vida a aliviar el sufrimiento moral y físico de los presos. Lo que allí vio la horrorizó. El consumo de droga estaba muy extendido en las prisiones y las jeringuillas contaminadas propagaban la epidemia de modo fulgurante. Los enfermos no recibían ni cuidados adecuados ni el menor consuelo moral. La Madre Teresa consideró que su situación era más trágica que la de los moribundos de las aceras de Calcuta. Inmediatamente solicitó que se le confiara un primer grupo de tres enfermos, de los más graves.

Uno de ellos, Daryl Morsette, de veintisiete años, había sido bailarín del Electric Circus y del Gilded Grape, dos discotecas de Nueva York. Toxicómano irreductible, Daryl atracó a una pareja en una calle de Manhattan un día en que necesitaba dinero para procurarse su dosis. Fue condenado a seis años de prisión y conducido a Sing Sing. Aún le faltaban seis meses para tener derecho a solicitar la libertad condicional. La Madre Teresa revolvió cielo y tierra para conseguir que dos representantes de la Oficina de Indultos del Estado de Nueva York fueran a ver al condenado a la enfermería para ofrecerle una puesta en libertad anticipada.

La santa mujer recordaría durante mucho tiempo el extraño diálogo que tuvo lugar en aquella ocasión.

—Detenido Daryl Morsette, sepa que, por este indulto, deja de estar a cargo del Estado —anunció uno de los funcionarios al preso—. Ello significa que pierde el derecho a toda prestación médico-social. En lo sucesivo, todos los gastos ocasionados por su enfermedad correrán de su cargo.

El desdichado, que estaba muy débil y cubierto de pústulas de Kaposi, inclinó la cabeza tristemente.

—No sé cuántos días de vida me quedan —gruñó—, pero prefiero vivirlos fuera de estos jodidos barrotes. ¡Al diablo vuestra asistencia médica! Prefiero la libertad.

La Madre Teresa esperaba en medio de una multitud de periodistas y curiosos. ¿Por qué el ex presidiario y los otros dos detenidos enfermos que había tomado bajo su protección, dos navajeros llamados Antonio Rivera y Jimmy Matos, no habían llegado todavía? Cuando por el extremo de la calle apareció al fin el faro giratorio de una ambulancia, ella salió rápidamente a su encuentro. El muchacho barbudo, pálido y delgado que se disponía a apearse, hizo un movimiento de retroceso al ver las cámaras y los micrófonos que le apuntaban bruscamente. La Madre Teresa no reconoció en él a ninguno de los tres internos de Sing Sing. Entonces supo que, debido a un súbito empeoramiento de la enfermedad, los médicos de Saint-Clare —donde habían sido hospitalizados, en espera de que el hogar Ofrenda de Amor estuviera dispuesto— habían tenido que someterlos a cuidados intensivos. En su lugar, para la inauguración oficial del hogar, enviaban a otro enfermo. Pasmado por el inesperado recibimiento, Josef Stein se dejó conducir por la Madre Teresa al interior del edificio que olía a pintura fresca. Allí su asombro aumentó al verse saludado por el alcalde, el cardenal arzobispo y el delegado del gobernador.

La muerte no había querido al ex arqueólogo. Sam Blum, presintiendo lo peor después de la llamada telefónica de su amigo, había tomado rápidamente un taxi. Llegó justo a tiempo, Joseph aún respiraba. Lavado de estómago, inyecciones tonicocardíacas, perfusiones, oxígeno; la unidad móvil de reanimación del Saint-Clare, avisada con urgencia, consiguió recuperar al desesperado. Lo primero que el enfermo vio al abrir los ojos fue el pulgar del doctor Jack Dehovitz que apuntaba hacia arriba en señal de victoria.

—Welcome back to the world of the living!
¡Bienvenido de vuelta al mundo de los vivos! —exclamó el médico efusivamente.

—¿Por qué lo has hecho? —le reprochó Josef en un murmullo.

—Yo no he hecho nada, pero me alegro de que todo el equipo de urgencias haya hecho un buen trabajo. ¡Todos estamos muy contentos!

«Durante más de tres días, Josef no hizo más que llorar —cuenta la enfermera Gloria Taylor—. Cada vez que entraba en su habitación, me tomaba del brazo, apretaba con todas sus fuerzas y me suplicaba que le ayudara a poner fin a sus días. Continuamente se arrancaba los tubos de las perfusiones y tuve que atarle las manos».

Entonces el enfermo conoció una nueva y espectacular mejoría. En menos de una semana, gracias a una quimioterapia especialmente ajustada al caso, la infección bucal desapareció y los accesos de tos se espaciaron. Pronto Josef Stein pudo levantarse. «Tenía la impresión de ser un astronauta de la NASA que volviera de un paseo por la Luna», diría. Para obligarle a alimentarse, Gloria le entraba cada hora una copa de helado de fresas, su sabor preferido.

«Me sentía un poco confuso. Me daba vergüenza. Yo buscaba en todos los ojos una mirada de acusación y no encontraba más que ternura».

Una mañana, el ordenanza del hospital le llevó una carta procedente de Israel. Por medio de Sam, el monje amigo de ambos se había enterado de su tentativa de suicidio. Pero Philippe Malouf no aludía al hecho. Con su entusiasmo habitual, le daba una noticia en la que veía una señal maravillosa. «Acabo de enterarme de que la hermanita india Ananda, de la que ya te he hablado, ha sido enviada a Nueva York a cuidar enfermos de sida en un hogar abierto por la Madre Teresa —le escribía—. La Providencia te la envía, hermano. Te lo suplico, ve a verla cuanto antes».

Josef Stein releía la carta de su amigo cuando Gloria Taylor entró en tromba en la habitación. La enfermera negra estaba alborozada.

—Vístete de prisa, Josef, te trasladan. La Madre Teresa te necesita.

En Ofrenda de Amor había apreturas. Revestido con alba de encaje y estola dorada sobre los hombros, el arzobispo John O'Connor agitaba el hisopo por encima de los presentes y rociaba con agua bendita el viejo edificio remozado. Al igual que en todos sus centros, esparcidos por el mundo, la Madre Teresa había decorado su primer hogar para las víctimas de la nueva peste con los emblemas de su fe. En el salón de la planta baja, presidido por un enorme crucifijo, había escrito en tiza en una pizarra las palabras del Ave María. Las últimas palabras —«ahora y en la hora de nuestra muerte»— estaban trazadas en letras mayúsculas y subrayadas con dos gruesas líneas. En un estante en el que las monjas habían colocado su retrato, ella puso dos biblias que estarían a disposición de los enfermos, una en inglés y la otra en español, para los hispánicos. En cada rellano de la escalera, un rótulo indicaba el nombre que ella había elegido para el piso. Estaba el de Cristo Rey, el de San José, el del Inmaculado Corazón de María y el del Sagrado Corazón de Jesús. Las habitaciones también habían sido bautizadas. La de Josef Stein estaba puesta bajo la advocación de Nuestra Señora de la Esperanza. Contenía dos camas metálicas, una cómoda, una mesa, una silla y una butaca tapizada de
skai
verde manzana. Una especie de manifiesto inscrito en un panel adosado a una de las paredes era el único elemento decorativo. Treinta años antes, en la colonia de leprosos de un pueblo indio a orillas del Ganges, la Madre Teresa compuso este texto durante una noche de tormenta.

La vida es una oportunidad, aprovéchala.

La vida es belleza, admírala.

La vida es beatitud, saboréala.

La vida es un sueño, hazlo realidad.

La vida es un reto, afróntalo.

La vida es un deber, cúmplelo.

La vida es un juego, juégalo.

La vida es preciosa, cuídala.

La vida es riqueza, consérvala.

La vida es amor, gózala.

La vida es un misterio, desvélalo.

La vida es promesa, cúmplela.

La vida es tristeza, supérala.

La vida es un himno, cántalo.

La vida es un combate, acéptalo.

La vida es una tragedia, doméñala.

La vida es una aventura, arróstrala.

La vida es felicidad, merécela.

La vida es la vida, defiéndela.

Madre Teresa

BOOK: Más grandes que el amor
2.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bianca D'Arc by King of Clubs
Let Go by Michael Patrick Hicks
AWitchsSkill by Ashley Shayne
Echoes of My Soul by Robert K. Tanenbaum
The Fields of Lemuria by Sam Sisavath
Lady in Red by Máire Claremont
Bardisms by Barry Edelstein


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024