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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (59 page)

Aquella primavera de 1986, tenía entre sus enfermos al compañero de un vendedor de periódicos que había muerto de sida cuatro años antes. En aquel entonces había peleado como un león para salvar al infortunado y, a causa de la falta de medicamentos específicos, había perdido la batalla. Paul Volberding esperaba desquitarse ahora con el compañero del desaparecido. La circunstancia de que su paciente padeciera una neumocistosis que le había sido diagnosticada hacía menos de noventa días, le calificaba para participar en el experimento a gran escala del AZT. Antes de darle la buena noticia, empero, el médico debía realizar las pruebas exigidas por los organizadores. Una de ellas, que consistía en comprobar la sensibilidad cutánea, provocó la aparición de nódulos cuyo diámetro excedía en dos milímetros del fijado por los criterios de selección. La diferencia era tan pequeña que, en un primer momento, Paul Volberding pensó en no tomarla en consideración. ¿Acaso su primer deber de médico no era el de prestar ayuda por todos los medios a una persona que estuviera en peligro de muerte? Por otro lado, ¿tenía derecho a engañar, aunque fuera mínimamente, a quienes confiaban en él, por el superior interés de la ciencia? Su amistad con el paciente hacía más doloroso el dilema. «¿Cómo explicar a una persona a la que aprecias y que espera de ti un milagro, que tienes que privarle de una posibilidad de supervivencia por un simple detalle?» Al cabo de dos días y dos noches de dramático debate consigo mismo, Paul Volberding, con profundo desconsuelo, renunció a la opción de que su amigo pudiera beneficiarse de la única posibilidad de recibir tratamiento. «Mi honor de servidor de la ciencia me imponía la obligación de respetar las reglas del juego al pie de la letra».

Fue una avalancha. El número de enfermos que se ajustaban al criterio de selección excedía en todas partes del cupo concedido a cada uno de los doce centros. En el hospital de la Universidad de California, en Los Ángeles, los pacientes excluidos amenazaron al doctor Michael Gottlieb al grito de «¡Genocidio! ¡Todos queremos el AZT!». Como era de esperar, la selección dio lugar a patéticos casos de conciencia. ¿Por qué elegir a tal candidato en lugar de tal otro? El doctor Oscar Larry Laskin del Medical Center de la Universidad Cornell de Nueva York y varios colegas decidieron superar esta «dificultad emotiva» adoptando el viejo sistema comercial de «servir primero antes al que llega antes». En otros centros, el destino favoreció a los que estaban presentes en el momento oportuno. Paul Volberding decidió confiar al azar la tarea de designar a su grupo de enfermos. Encargó a Roby Wong, su ayudante, que «sacara los nombres de un sombrero».

La gran mayoría de los doscientos ochenta y un sujetos admitidos finalmente —ciento cuarenta y cuatro recibirían el AZT y ciento treinta y siete, el placebo— afrontaron el experimento con talante positivo. Todos habían leído y firmado el documento de cinco páginas que especificaba claramente los peligros a los que se exponían. «Uno de los efectos secundarios del AZT es el de provocar una disminución de glóbulos rojos lo bastante considerable como para precisar varias transfusiones», se leía antes de la enumeración de otros efectos posibles tales como «dolores de cabeza, ligera confusión mental, estado de ansiedad, náuseas, dolorosas erupciones cutáneas y una eventual disminución de glóbulos blancos que podía predisponer al individuo a diversas infecciones».

Estas advertencias no hicieron desistir a casi nadie. «La desesperación ocasionada por la falta de tratamiento era tal, que la mayoría hubieran tomado cianuro si les hubieran dicho que el veneno podía contrarrestar los estragos del virus», dice un médico. Los enfermos se sintieron, ante todo, tranquilizados al saber que su estado iba a ser vigilado de cerca. Además, habían sido informados de que si el AZT tenía éxito, ellos serían los primeros en tomarlo de modo permanente. Esta ventaja era vital, ya que el medicamento no pretendía curar el sida sino sólo detener la proliferación del virus. Según Roby Wong, la ayudante del doctor Volberding, «muchos de ellos también se sentían orgullosos de participar en una aventura científica que podía hacer progresar la investigación médica».

A pesar de todo, la Operación 53 no se inició en todos los casos entre un coro de alabanzas. A algunos pacientes les molestaba que se les tratara como a conejillos de Indias. «Al lanzarnos este salvavidas nos ponían a su merced», diría uno de ellos refiriéndose a los organizadores. «Te daban tu ración de cápsulas para la semana y te decían que tomaras dos cada cuatro horas, incluso por la noche», se lamentaría otro. La prohibición rigurosa de comer durante la hora anterior a la de la toma del medicamento era «muy molesta, porque el sida te deja el apetito estragado y caprichoso», explicaría otro. Pero lo más triste era sufrir todos estos sinsabores pensando que quizá estuvieran dándote sólo «polvos de la madre Celestina».

Muchos de los enfermos dirían que, durante las primeras semanas, su mayor temor era el de ser eliminados del programa. «No sabíamos si determinados síntomas, debidos a la evolución individual del sida, podían hacer que fuéramos excluidos del experimento», diría uno. «El día en que confesé al médico que me controlaba que había tomado una aspirina, pasé el peor rato de mi vida —diría otro—. Creí que me arrancaba la lengua. Pero aquello me sirvió de escarmiento y nunca más le dije ni media palabra sobre los medicamentos que seguía tomando para aliviar mi malestar. Dejé de explicar mis sufrimientos. Era cuestión de vida o muerte». Otros se quejaban de la ignorancia en que les tenían los médicos, acerca de la evolución de su estado. «Me sacaban sangre a cada momento, pero nadie quería decirme si mejoraba o no», se lamentaría un arquitecto de Los Ángeles. Algunos trataron de salir de la ignorancia en que se les mantenía haciéndose análisis en laboratorios particulares, para «saber la verdad». Otros preguntaban cuánto se tardaría en evaluar los resultados, dado que el tiempo, como recordaría un actor de Broadway enfermo, era «un factor primordial en esta maldita enfermedad».

Estas recriminaciones no fueron las únicas notas discordantes que sonaron en la puesta en marcha de la Operación 53. Numerosos médicos criticaron severamente ciertos aspectos del protocolo que, a su modo de ver, planteaban un grave problema moral, dado el trágico contexto de la epidemia. De los veintidós mil casos de sida detectados en los Estados Unidos desde 1981, más de la mitad ya se habían saldado con la muerte. El plazo de vida, desde el momento del diagnóstico, no excedía de dos años por término medio. Los que sufrían enfermedades oportunistas como la neumocistosis tenían pocas posibilidades de pasar de los seis meses. Era cada vez mayor el número de investigadores que estaban convencidos de que, antes de la aparición de los primeros síntomas, el virus ya había causado daños irreversibles en el cerebro. Para Barbara Starrett, médico de Nueva York que se había consagrado a aliviar los sufrimientos de una clientela compuesta casi exclusivamente por enfermos de sida, era «francamente inhumano imponer a unos enfermos a los que no se da más que un poco de lactosa, la prohibición de no tomar ningún remedio para prevenir o curar las infecciones secundarias ocasionadas por el sida». Argumentos semejantes no podían tomarse a la ligera.

¿AZT o placebo? El secreto provocó en algunos enfermos una neurosis obsesiva. Unos se alegraban al sentir la más leve náusea o el dolor de cabeza más insignificante, viendo en ello el indicio de que estaban tomando el auténtico medicamento. Otros trataban de multiplicar por dos sus posibilidades compartiendo con otro paciente las dos raciones de cápsulas. Para salir de dudas, un enfermo de Miami recurrió a un medio que los investigadores de Wellcome no habían previsto: cortó la cubierta de gelatina de una cápsula para probar el contenido. Al advertir que era dulce sintió que un escalofrío le recorría la espalda: comprendió que le daban
sugar pills
, simples píldoras de azúcar. Otro paciente, por el contrario, descubrió que su producto tenía un sabor muy amargo, prueba de que se trataba del AZT. En Miami, donde la comunidad
gay
contaba con una red de información paralela muy eficaz, corrió la noticia de que el medicamento era amargo. «Los enfermos venían a buscar su ración de cápsulas como de costumbre, pero en cuanto llegaban a casa abrían una para probarla —refería un médico—. Si era amarga, seguían con el tratamiento: si no, tiraban el frasco a la basura y tomaban el primer avión para probar suerte en otro sitio y tratar de que les admitieran en otro centro».

El doctor David Barry estaba consternado. «En ciento sesenta ensayos clínicos realizados por Wellcome por el procedimiento de incógnita total, nadie había abierto ni una sola de nuestras cápsulas», dice. Pidió a sus químicos que dieran al placebo un sabor tan amargo como el del AZT. Luego envió a sus controladores a los doce centros, con la misión de sustituir los frascos antiguos por otros nuevos provistos de una contraseña. Pero al desventurado médico aún no se le habían terminado los quebraderos de cabeza. Varios enfermos de San Francisco y de Miami, frustrados en su intento de identificar el producto que les era administrado, lo mandaron analizar por laboratorios especializados. Los científicos de Wellcome necesitaron varios días para neutralizar esta nueva estratagema. Agregaron al AZT y al placebo cierta molécula que impedía distinguir el uno del otro.

Los médicos encargados de controlar el experimento también trataban de despejar la incógnita observando atentamente a los enfermos. Puesto que no estaban autorizados a ver los resultados de los análisis de control, intentaban adivinar cuáles eran los pacientes que ingerían el AZT, siguiendo la evolución de su estado general. Ciertos síntomas favorables, como el aumento de peso, podían inducir a engaño y deberse al efecto de los antibióticos administrados a los sujetos desde la aparición de su neumocistosis. «Estas remisiones que se registran al principio de un tratamiento son corrientes —explica Paul Volberding—. Las llamamos
the honeymoon
, la luna de miel. Pueden durar siete u ocho meses, hasta la inevitable recaída, que suele ser fatal. La mejoría de algunos de nuestros pacientes no podía ser atribuida automáticamente al AZT».

A partir del segundo mes, en todos los centros se puso de manifiesto que los sujetos se dividían en dos categorías bien diferenciadas: la de los que habían mejorado hasta poder reanudar una vida prácticamente normal y la de los que no habían dejado de empeorar. La diferencia era tan evidente que varios médicos rogaron a los responsables de Wellcome que levantaran el secreto y permitieran la administración del AZT a los que habían tomado el placebo. La doctora Margaret Fischl, responsable del centro de Miami y una de las principales autoridades norteamericanas en el tratamiento antisida, pasó a David Barry datos que no dejaban lugar a dudas: el AZT era eficaz. «Era un grave dilema —diría David Barry—, pero mi deber era velar por que el experimento se llevara a cabo sin cambios».

Dos circunstancias hicieron que se precipitaran los acontecimientos. El 15 de marzo de 1986, la prestigiosa revista médica británica
Lancet
publicó un artículo del que inmediatamente se hizo eco toda la prensa. El doctor Sam Broder informaba de los alentadores resultados obtenidos el otoño anterior con el primer experimento del AZT en seres humanos, realizado en su hospital de Bethesda. La noticia, firmada por tan distinguida personalidad, levantó una gran ola de esperanza. Enfermos, médicos, prensa, asociaciones y numerosas personalidades reclamaron entonces que el medicamento fuera distribuido inmediatamente a todos los enfermos de sida.

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