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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (56 page)

Tendido en la cama, Josef Stein meditaba estas palabras cuando entró en su habitación una joven religiosa con sari.

«Una gran sonrisa iluminaba su rostro —dice—. Ella juntó las manos a la altura del pecho e inclinó la cabeza en el saludo tradicional de su país. Instintivamente, supe que era la pequeña novia espiritual de mi amigo monje.

»—Soy sor Ananda —me dijo—. Estoy encargada del piso de Cristo Rey».

55

Pine Needle Lodge — Bethesda, USA
Otoño de 1985
AZT o placebo: la ruleta rusa

Lo primero que tenían que resolver el vicepresidente de los laboratorios Wellcome y su estado mayor era la elección de una estrategia. Tenían varias alternativas. El providencial regalo de los cincuenta kilos de esperma de arenque hallados por Sam Broder y, muy especialmente, la inminente obtención por sus químicos de la síntesis de la timidina permitían plantearse la producción masiva de AZT con vistas a una pronta comercialización. El plan costaría millones de dólares, pero era viable. Puesto que no existía ningún otro medicamento antisida, David Barry sabía que tal decisión sería recibida con alivio por la clase médica, los enfermos y la opinión pública y, sin duda, aprobada por Ellen Cooper, la compasiva inspectora de la Food and Drug Administration. «Éramos como la única máquina quitanieves disponible a la que todos esperan ver abrir camino en la ventisca —dice—. Todo el mundo estaba dispuesto a seguirnos con los ojos cerrados».

Los responsables de Wellcome eligieron, empero, otra vía. Una vía que sería más cara y que no tendría el favor del público, pero que se adaptaba más a las tradiciones de rigor científico del prestigioso laboratorio. David Barry y sus colaboradores decidieron profundizar en la experimentación del AZT. Querían someterlo al veredicto de una «prueba clínica comparativa por el procedimiento de incógnita total». La prueba consistiría en seleccionar a varios centenares de enfermos, dividirlos en dos grupos homogéneos, administrar el remedio a todos los de un grupo y dar a los del otro un producto inocuo, lo que se llama un placebo. Ni los enfermos ni sus médicos sabrían si tomaban el medicamento o el placebo, de ahí su designación de «incógnita total». La comparación del estado clínico de los sujetos de los dos grupos al término de la experiencia permitiría evaluai los electos reales del producto probado. La mayor parte de los tratamientos para enfermedades cardíacas, las afecciones urinarias y pulmonares y las patologías infecciosas habían sido objeto de este sistema de control. «Nuestro deber era respetar aquel método —dice David Barry—. Era la única manera de no jugar al aprendiz de brujo con la timidina, cuyas ventajas e inconvenientes no conocíamos aún debidamente».

Semejante decisión, aplicada a una epidemia mortal como la del sida, podía suscitar una violenta oposición. «Dar durante varios meses cápsulas de placebo a personas en peligro de muerte, cuando quizá hubiera un medicamento que pudiera salvarlos, ¿no sería violar hasta los más elementales principios de la ética médica?», preguntaría Michael Gottlieb, el médico de Los Ángeles que diagnosticó los primeros casos de la enfermedad.

Un soberbio campo de dieciocho hoyos y un picadero para cincuenta caballos hacían de Pine Needle Lodge uno de los centros de recreo predilectos de los aficionados a la equitación y al golf de Carolina del Norte. El primer fin de semana de noviembre de 1985, unos huéspedes inesperados se dieron cita en aquel plácido albergue situado entre pinos. El doctor David Barry había invitado a todo su estado mayor. Esperaba que la bucólica quietud del entorno les ayudaría a responder a las urgentes y múltiples preguntas que suscitaba la preparación de la prueba clínica a ciegas del AZT.

¿Cuántas semanas debía durar? ¿Cuántos sujetos debían participar? ¿Qué criterios habían de regir en su selección? ¿Debían hallarse en el primer estadio de la enfermedad o en fase terminal? ¿Debían estar afectados de neumocistosis, de sarcoma de Kaposi o de los dos a la vez? ¿Qué otros parámetros médicos había que tomar en consideración? ¿Un número anormalmente bajo de glóbulos blancos T4? ¿Una pérdida de peso superior a siete kilos en los últimos meses? ¿Fiebres altas durante más de tres semanas sin causa infecciosa evidente? ¿Sudores nocturnos habituales y diarreas inexplicables? ¿Había que excluir a los toxicómanos, a los niños, a las mujeres gestantes y a las lactantes? ¿Había que prohibir la toma de otros medicamentos, incluidas las simples aspirinas, mientras duraran las pruebas, aun en el caso de que se agravara el estado del sujeto? El campo a explorar era tan increíblemente extenso que, a cada momento «uno de nosotros tenía que ir a consultar a un especialista por teléfono», cuenta la viróloga Sandra Lehrman.

Se sumaba a ello la elección de los hospitales destinados a realizar la experimentación y el control de resultados por los especialistas de Wellcome, la recopilación minuciosa de información, el estricto control de las cápsulas a distribuir a los enfermos a fin de impedir su hurto o tráfico, las dosis del tratamiento, su frecuencia, el seguimiento de las condiciones físicas de los sujetos por medio de exámenes clínicos y biológicos, la conducta a observar en caso de reacciones de intolerancia, la valoración de los accidentes y la determinación de las infracciones cometidas por los enfermos que justificaran su exclusión del experimento. Todos los elementos fueron metódicamente discutidos uno por uno, analizados y registrados. A continuación, los redactores y los especialistas en informática podrían introducir esta masa de datos en sus ordenadores, a fin de establecer las normas y confeccionar los cuestionarios que constituirían las bases del protocolo de tratamiento. Un apartado movilizó especialmente la imaginación de los huéspedes de Pine Needle Lodge. Se refería al principio esencial de la operación, la garantía del secreto, a fin de que nadie pudiera saber quién recibía el medicamento y quién el placebo. Se acordó que cada frasco llevaría un número que correspondería al del paciente al que estaba destinado. El código con la clave se guardaría en una caja fuerte cuya combinación no conocería nadie más que un colaborador de Wellcome. Richard H. Clemons, de sesenta años, con su corpulencia de
sheriff
, parecía el más indicado para asumir esta responsabilidad. Este hijo de un granjero de Iowa había desertado a los dieciocho años de los campos de maíz paternos para seguir su vocación científica. Los experimentos con cobayas humanos eran su especialidad. Sus colegas podían estar tranquilos: la caja blindada de su despacho sería tan inviolable como las reservas de oro de Fort Knox.

Antes de terminar su
week-end
de trabajo, David Barry y sus colaboradores pusieron nombre a la operación que acababan de esbozar. Puesto que era la quincuagésima tercera batalla que el laboratorio planteaba al virus, la llamaron «Operación 53».

Los doce médicos —diez hombres y dos mujeres— que, dos meses después, se reunieron en el Instituto Nacional de la Salud, en el
campas
de Bethesda, ponían idéntico empeño en el cuidado de sus pacientes afectados de sida y compartían la misma frustración ante la inutilidad de sus esfuerzos y el mismo entusiasmo por la idea de participar en la experimentación de un medicamento portador de esperanza. Habían sido elegidos por los responsables de Wellcome y trabajaban en ciudades especialmente castigadas por la epidemia. Entre ellos figuraba el doctor Michael Gottlieb, de Los Ángeles. Pese a su repugnancia a administrar un placebo a enfermos en peligro de muerte, había sacado la conclusión de que «la verdadera compasión y la verdadera moral consisten en hallar una terapia eficaz lo antes posible».

Los doce médicos habían sido convocados por David Barry con vistas a perfilar el diseño definitivo del protocolo clínico de la Operación 53. También participaban en la concertación especialistas del Instituto Nacional de la Salud y de la Food and Drug Administration. El seminario de Pine Needle Lodge había servido para preparar el terreno, pero aún quedaban importantes puntos que discutir.

Los químicos de Wellcome habían calculado que podían suministrar las dosis de AZT necesarias para ciento veinticinco sujetos durante seis meses. Por lo tanto, se fijó en doscientos cincuenta el número de participantes admitidos al ensayo clínico. Ciento veinticinco de ellos recibirían el AZT y los otros ciento veinticinco, un placebo. Se descartó definitivamente a los toxicómanos porque ingerían drogas que podían falsear los resultados, al igual que a los niños de menos de doce años, por el peligro de toxicidad. A fin de asegurar la mayor homogeneidad posible en el experimento, algunos funcionarios de Sanidad sugirieron no seleccionar más que a hombres. David Barry consideró que semejante discriminación sería contraria a la ética médica y se decidió incluir a mujeres. A continuación se determinó el principal criterio de eligibilidad: una esperanza de vida de seis meses por lo menos. Pero, contrariamente a lo habitual en este tipo de experimentación, se exigió que el estado de los candidatos fuera grave. Para el equipo de Wellcome, ello suponía correr un riesgo: si el AZT no demostraba su eficacia en pacientes graves, existía la posibilidad de que fuera rechazado definitivamente. El riesgo no era menor para los enfermos, por cuanto la probabilidad de reacciones tóxicas peligrosas, es decir, mortales, era inevitablemente mayor en organismos muy debilitados. Pero, por otro lado, si el producto se mostraba activo, los resultados serían entonces más reveladores. Siempre con el afán de garantizar la máxima homogeneidad entre los sujetos, se escogió un denominador común clínico muy concreto: lodos los sujetos deberían haber sufrido un primer ataque de neumocistosis durante los tres meses anteriores. Ello excluía automáticamente a los enfermos en los que el sida no se manifestaba más que por un sarcoma de Kaposi. David Barry debía justificar esta decisión por la circunstancia de que la esperanza de vida variaba considerablemente según la localización y la extensión de las lesiones. En los casos de afección exclusivamente cutánea, el enfermo podía vivir hasta cinco años. Cuando el mal interesaba las mucosas de los órganos internos, el fallecimiento podía producirse a las pocas semanas.

De aquella concertación resultó un protocolo monumental de doscientas sesenta y dos páginas. Sólo la lista de los reconocimientos y análisis a practicar durante las veinticuatro semanas de la prueba clínica comprendía varios cientos de intervenciones. Algunas de las pruebas destinadas a detectar eventuales lesiones cerebrales eran tan complejas, que el laboratorio Wellcome debería organizar apresuradamente la formación del personal que las llevaría a cabo.

No faltaba sino señalar el día D. La experimentación a gran escala del primer medicamento antisida empezaría el 18 de febrero de 1986.

56

Nueva York, USA — Invierno de 1986
«No por llevar un crucifijo en el pecho estarán a salvo».

Al cabo de nueve años de mandato en su caprichosa ciudad, el alcalde de Nueva York podía considerarse curtido. Sin duda, había oído más discursos extravagantes, recibido más presiones y sido blanco de más amenazas que cualquier otro edil. No obstante, Ed Koch no recordaba haberse enfrentado a un interlocutor más duro de pelar que el que recibió aquel 2 de enero de 1986. Los matones de los sindicatos de estibadores, de policías, de bomberos o de basureros, los representantes más duros de pelar de los comités de ciudadanos, los mafiosos de las innumerables bandas, los padrinos de los muelles, los activistas
gays
, los folloneros de las asociaciones étnicas, raciales y religiosas de esta ciudad mosaico, le parecían ángeles de la guarda comparados con la apergaminada ancianita que estaba haciéndole un implacable chantaje con la virtud. La Madre Teresa, todavía con las gafas negras que protegían sus ojos después de la reciente operación de cataratas, estaba sermoneando al judío polaco emigrado, ahora convertido en guardián de la ciudad más grande de América.

—Los tres prisioneros de Sing Sing a los que han tenido a bien indultar en Navidad no representan más que una ínfima minoría de los enfermos de sida que llenan los centros penitenciarios del Estado de Nueva York, señor alcalde. Quedan, por lo menos, doscientos cincuenta. Yo le pido encarecidamente que hable con el gobernador para conseguir que sean puestos en libertad, a fin de que mis hermanas y yo podamos ocuparnos de ellos y ayudarles a morir con dignidad.

—Madre, se trata de delincuentes, incluso de asesinos —objetó Ed Koch con firmeza—. ¡No se les puede dejar en libertad sólo porque se encuentren en mal estado de salud!

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