Un enérgico tratamiento quimioterapéutico a base de vinblastina permitió acabar con la infección bucal de Josef Stein. Sin embargo, al final del verano singularmente tórrido que padecía Nueva York aquel año, nuevas pústulas moradas, semejantes a las que habían invadido su boca, comenzaron a brotar en diversos lugares de su cuerpo, especialmente en la planta de un pie, debajo de la rodilla y en las aletas de la nariz. Aquella brusca extensión del mal que él creía curado coincidió con la reaparición de la tos seca, de la fiebre y de la extremada fatiga que le habían abrumado el invierno anterior. Esta vez, el médico sospechó de una neumocistosis, una de las más graves infecciones que se desencadenan a causa del hundimiento de las defensas inmunitarias. Hizo trasladar a su paciente con toda urgencia al centro médico Bellevue, cuyas veintiséis plantas dominan el East River. No había ninguna cama disponible, y Josef Stein fue enviado a otro hospital del barrio del Bronx. Una experiencia terrible.
«No sé si fue por el horror a los
gays
o por el terror al sida, pero me dejaron prácticamente sin atención y sin alimentos durante dos días. Abandonaban en el pasillo la bandeja de mis comidas. No entraba nadie en mi habitación para vaciar mi orinal o para hacer la limpieza. Las escasas enfermeras que me traían medicamentos llevaban la cara enmascarada y guantes en las manos, e iban vestidas con un atuendo especial. Parecían astronautas. Ni un solo médico examinó las lesiones de Kaposi de mis piernas y mis brazos. Éstas me hacían sufrir cruelmente. Mi piel se había puesto tan dura, y mis miembros tan rígidos, que me hacían reclamar desesperadamente un masaje. Pero nadie se atrevía a tocarme. Durante aquellos dos días de pesadilla, no oí ni una palabra de consuelo, ni la menor frase de simpatía. Era menos que un animal».
Sam Blum arrancó a su amigo de aquel auténtico «moridero» para llevarle a un lugar donde se trataba con humanidad a los enfermos afectados por la nueva peste. Indicó al chófer de la ambulancia la dirección de los rascacielos de Manhattan que emergían de la bruma.
—¡Al hospital Saint-Clare! —gritó, antes de precisar la dirección del antiguo establecimiento del barrio de los inmigrantes italianos del West Side, donde el doctor Jack Dehovitz y un puñado de enfermeras voluntarias eran casi los únicos que aliviaban en Nueva York el infortunio de las víctimas de lo que muchos llamaban todavía «la cólera de Dios».
Bethesda, USA — París, Francia
Primavera de 1983-invierno de 1985
Competición sin cuartel a una y otra orilla del Atlántico
Implacable y preciso como un horario de ferrocarril, el modesto boletín del Centro de Control de Enfermedades Infecciosas, en Atlanta, informaba cada semana de la inexorable agravación de la epidemia. Las estadísticas que publicó el 22 de junio de 1984 eran edificantes. En tres años, 4.918 norteamericanos habían sido afectados por el sida. Cerca de la mitad, 2.221, ya habían muerto, y el porcentaje de fallecimientos entre los enfermos ya diagnosticados antes de julio de 1982 se elevaba a más de las tres cuartas partes. La situación en Europa era igual de alarmante. En su número del 2 de noviembre de 1984 el CDC revelaba que en ocho meses la cantidad de casos había aumentado el ciento por ciento. La palma de ese triste balance se la llevaba Francia por el número de enfermos, y Dinamarca por el número de víctimas por millón de habitantes.
Que una tragedia así consiguiese la unión sagrada de todos los científicos e investigadores del mundo parecía entrar en la lógica de las cosas. Pero no ocurría nada de eso. La nueva peste provocaba lamentables conflictos de personas y de intereses, violentas rivalidades. Nadie habría podido imaginar el duelo que entablaron entre bastidores el norteamericano Robert Gallo y el francés Luc Montagnier. Un duelo en que las estocadas se intercambiaban so capa de la colaboración más fraternal y de la amistad más indefectible. Los dos científicos y sus equipos se visitaban, se telefoneaban, se escribían, acogían a sus técnicos respectivos, se comunicaban sus reactivos, sus virus y sus resultados. Se divertían juntos en las
trattorias
italianas de Washington y en los
bistrots
auverneses de la
rive gauche
de París. Se recibían los unos a los otros, se tuteaban, se esperaban y se acompañaban al aeropuerto. Si se presentaba la ocasión, chapoteaban como colegiales en las piscinas de los hoteles donde celebraban sus coloquios.
Detrás de esta fachada se ocultaba una lucha sin cuartel. Las presiones sobre la prensa científica, las sustituciones, deseadas o no, de documentos fotográficos, las acusaciones de desviación con fines mercantiles de muestras biológicas prestadas por el laboratorio rival, los aditivos
a posteriori
en el balance de tal o cual seminario y la lista de las numerosas indelicadezas de que algunos investigadores —pocos, es cierto— se hicieron culpables en aquel tercer año de epidemia, no añadían una página gloriosa a la historia de la investigación médica.
Desde que se metió definitivamente en la carrera, Robert Gallo se mostraba como un implacable adversario de los franceses. Seguro de su indiscutible supremacía en materia de retrovirología, estaba convencido de que le correspondía el derecho de vincular su nombre al descubrimiento del agente responsable de la plaga. Al atreverse a discutirle ese privilegio, Luc Montagnier y su equipo se metían en su terreno. Una audacia que el eminente científico americano estaba totalmente decidido a no tolerar. Pero, hábil estratega, se había guardado mucho de chocar de frente con sus competidores. Por el contrario, más bien había intentado engatusarlos, distraer su vigilancia, embrujarlos con su locuacidad legendaria, su campechanería, su amistosa condescendencia. En cuanto tuvo conocimiento de los resultados obtenidos en la sala Bru, se apresuró a enviar a los franceses unos especímenes de su propio retrovirus HTLV para permitirles compararlo con el presunto nuevo retrovirus humano que creían haber hallado y comprobar así su error.
Cruzó el Atlántico a principios de junio de 1983 para escuchar mejor a sus «amigos» y consolidar el idilio. En su opinión, el virus salido de los tubos de Jean-Claude Chermann y de Françoise Barré-Sinoussi no era, como ellos creían, un
nuevo
virus, sino a buen seguro un primo carnal de su HTLV. ¿Acaso no tenían el uno y el otro las mismas propiedades? Ambos se transmitían por la sangre, por los contactos sexuales y las infecciones congénitas. Ambos atacaban a los mismos linfocitos T4, soportes de las defensas inmunitarias. Su acento de sinceridad, sus promesas de ayuda y su capacidad de convicción eran tan grandes, que los franceses no tenían ninguna razón para desconfiar.
Robert Gallo invitó a Luc Montagnier a ir a Bethesda y a exponer sus resultados ante los miembros de su Task Force, aquella fuerza especial de intervención antisida creada por las autoridades sanitarias norteamericanas. El francés desembarcó llevando en su maleta una cajita de hielo carbónico que contenía la muestra del virus aislado en el Instituto Pasteur que le había pedido su colega norteamericano. Montagnier esperaba que Gallo y sus colaboradores la estudiasen con calma y reconociesen su originalidad. Pero, al parecer, el maestro de Bethesda no tenía ninguna intención de reconocer su error. Enterró el regalo en el fondo de uno de sus congeladores y sólo concedió unos minutos a su invitado, no dándole ni siquiera el tiempo de hacer nacer un poco de curiosidad en el areópago de investigadores que había reunido.
Humillado y decepcionado, Luc Montagnier regresó a Francia absolutamente decidido a responder al desafío. Puesto que lo más selecto de la retrovirología norteamericana se negaba a tener en cuenta el descubrimiento francés, recurriría de nuevo a los medios de comunicación. En agosto de 1983 propuso a la revista científica
Nature
un texto que describía la afinidad específica del virus LAV
[20]
con los linfocitos T4 garantes de las defensas inmunitarias del cuerpo humano. Pero como la influencia de Robert Gallo se extendía a toda la prensa científica, la revista declinó el ofrecimiento de los franceses: «Su presunto virus tal vez sea una contaminación de laboratorio —objetó el redactor jefe—. Esperen un poco antes de dar a conocer oficialmente sus resultados. Tomen ejemplo de Gallo, que trabajó dos años antes de publicar su trabajo sobre el primer retrovirus humano HTLV».
El artículo de un periodista británico en el
Journal of the American Medical Association
, en agosto de 1983, suavizó un poco la frustración del equipo francés. La sigla LAV aparecía por primera vez en la prensa médica internacional. Pero Gallo no se dejó sorprender. Pudo ahogar el pez a tiempo. Otro artículo, del mismo periodista y en el mismo número, cantaba las alabanzas del investigador americano y proclamaba que su virus HTLV era el sospechoso número uno como principal agente responsable del sida.
Como si quisiera distraer la vigilancia de sus competidores, Robert Gallo encargó a su especialista en cultivos de retrovirus, el checo Mikulas Popovic, que pidiese al equipo del Instituto Pasteur el envío de nuevos especímenes del virus I.AV. Popovic reconoció humildemente que no había logrado hacer crecer en sus cultivos de células la muestra del virus traída en julio por Luc Montagnier. Antes de acceder a esa solicitud, el investigador francés exigió la firma de un documento por el cual el laboratorio americano se comprometía a utilizar únicamente el virus LAV del Instituto Pasteur con fines de investigación fundamental y nunca con fines comerciales. Mikulas Popovic se apresuró a dar, en nombre de Gallo, la garantía solicitada. Una garantía que resultó ser un papel mojado. El día que Robert Gallo anunció su propio descubrimiento del agente responsable del sida, afirmó no haber utilizado nunca los especímenes enviados por los franceses.
Fingiendo aún, por el momento, la más cordial colaboración, el norteamericano invitó de nuevo a Luc Montagnier para que viniese a hablar del LAV aprovechando un coloquio que había organizado para el 15 y el 16 de septiembre de 1983 en Cold Spring Harbor, el
campus
donde Françoise Barré-Sinoussi, algunos meses antes, había despertado la curiosidad de la flor y nata de la investigación. Una vez más, Montagnier comprobó que aquel encuentro era un festival bien orquestado en honor del maestro de Bethesda y de su único HTLV. «No me concedieron la palabra hasta la última sesión nocturna —se lamentó—. La mitad de los participantes se habían ido ya, y apenas me concedieron veinte minutos».
[21]
Aquel reducido auditorio recibió su exposición con una barrera de interrogantes críticos. El propio Gallo dio pruebas de una virulencia muy particular, llegando incluso a poner en duda la pertenencia del LAV a la familia de los retrovirus.
Luc Montagnier, estupefacto, interpeló a su anfitrión para conocer los motivos de su agresividad.
—
You have punched me out
(Me has chafado el invento) —respondió, al parecer, el norteamericano.
Robert Gallo se daba cuenta de que el descubrimiento del Instituto Pasteur comenzaba a hacer que vacilase la certeza de algunos científicos norteamericanos en lo que se refería al papel del retrovirus HTLV en el sida. Sin embargo, su ascendiente sobre sus colegas era tan grande que nadie se atrevía todavía a profundizar en la cuestión. «Para los Estados Unidos —dice Montagnier— el LAV seguía siendo un pelado, un perro sarnoso».
Un nuevo coloquio en un castillo del valle del Loira, una reunión internacional en París, una conferencia en Ginebra bajo los auspicios de la Organización Mundial de la Salud, y finalmente, a comienzos de febrero de 1984, un monumental congreso en Park City, con el fondo mágico de las montañas de Utah, permitieron a los franceses proseguir en su incansable cruzada para que se reconociese la validez de sus trabajos. En realidad, sin mucho éxito. Un año después de su descubrimiento, la mayoría de los virólogos del otro lado del Atlántico seguían negándose obstinadamente a admitir que el virus aislado en París pudiera ser el agente del sida. Sin embargo, en Park City, los franceses descubrieron algunas fallas en aquel frente hostil. Brillantemente defendida por Jean-Claude Chermann, uno de los principales artesanos de la sala Bru, la tesis del Instituto Pasteur pareció convencer especialmente a los representantes del Centro de Control de Enfermedades Contagiosas de Atlanta, que pidieron que unos especímenes del LAV fuesen enviados a sus expertos. Dos meses después un golpe de teatro conmovió el mundillo de la investigación. En una entrevista publicada en el
New York Times
, James Mason, el director del Centro de Atlanta, anunció que «el LAV del Instituto Pasteur es el agente más probable del sida».