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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (38 page)

El lunes siguiente, a las ocho de la mañana, Charles Dauguet encendía de nuevo su Siemens 101 y sus pantallas electrónicas. La noticia de su éxito ya había recorrido todas las plantas. Luc Montagnier y su equipo de la sala Bru se encontraban en su laboratorio para admirar las primeras imágenes del virus asesino. Pudieron comprobar que su aspecto era totalmente inhabitual. A primera vista, no se parecía al de Robert Gallo ni a ningún retrovirus animal conocido. Para asegurarse de ello y poder confirmarlo oficialmente, necesitaban pruebas suplementarias. Partiendo de muestras de células procedentes de otros enfermos, Charlie preparó nuevos cortes y reanudó sus pacientes investigaciones. El mismo grito de alegría, el mismo abrazo con Claudine saludaban cada éxito. Luc Montagnier y sus colaboradores recibían diariamente unas fotografías cada vez más precisas.

Para demostrar de una manera irrefutable la ausencia de cualquier parentesco morfológico entre el HTLV de Robert Gallo y el retrovirus descubierto en el Instituto Pasteur, Charlie hizo que Claudine realizase unos bloques de resina que contenían células infectadas por el virus norteamericano. Las fotos permitieron una comparación directa entre los dos agentes. Ya no cabía ninguna duda: ni su forma, ni su estructura ni su maneta de brotar eran idénticas.

Esta vez, los investigadores franceses estaban convencidos de que tenían al culpable del sida.

38

Bethesda, USA — Primavera-verano de 1983
«Sam, ¿hay algún riesgo de que el virus contamine a las niñas?»

Bajito, rechoncho, con su cuello de toro y el voluntarioso rostro cruzado por un fino bigote, el doctor Samuel Broder, de cuarenta y un años, jefe del programa de oncología clínica del Instituto Nacional del Cáncer de Bethesda, encarnaba el prototipo del luchador. Desde su infancia en Polonia, en un grupo de guerrilleros judíos acosados por los nazis, hasta su brusca confrontación con la tragedia del sida, toda su vida no había sido otra cosa que una serie de enfrentamientos.

Llegado a los Estados Unidos con un puñado de polacos supervivientes del holocausto hitleriano, había crecido en las calles de un barrio industrial de Detroit, la capital norteamericana del automóvil. Dedicó los fines de semana y las vacaciones a servir Coca-cola y hamburguesas en Mary's, el
snack-bar
regentado por sus padres en la esquina de las calles Dexter y Boston. Pero el café fue quemado en 1968 durante las revueltas raciales desencadenadas por el asesinato del pastor negro Martin Luther King. El joven Broder, que nunca había tenido la intención de hacer carrera en el comercio familiar, no se afligió demasiado. Tenía otras ambiciones. Desde sus años de estudiante en la Frandale High School de su barrio, había comprendido que las carreras científicas eran las únicas donde se podía triunfar sin tener fortuna ni posición social. Este descubrimiento orientó su destino.

Sam Broder se empecinó en obtener las mejores notas en ciencia, y eso le valió una beca para la Universidad del Estado de Michigan, uno de los diez o doce
campus
más cotizados de los Estados Unidos. «Apenas a una hora de autocar de Detroit, me encontré en otro planeta —recuerda Broder—. Un planeta en el que todas las oportunidades de éxito parecían al alcance de la mano. Para un joven salido de un gueto obrero, cuyo sueño más grandioso habría debido ser una plaza de obrero especializado en la Ford o en la Chrysler, ¡qué revelación compartir la habitación con un condiscípulo que trabaja día y noche para llegar a ser compositor de música!».

En algunos meses, la atracción pragmática que la ciencia ejercía sobre el antiguo vendedor de hamburguesas se transformó en auténtica vocación. «¿Cómo no sentirse hechizado por tantas ideas nuevas, llenas de implicaciones fantásticas? —dice—. El hecho de que una pizca de ácido nucleico pueda ser el soporte de todo el patrimonio hereditario de un ser vivo, o el de que baste con analizar el código genético de un individuo para predecir su comportamiento… La idea de que algún día se pueda modificar dicho comportamiento actuando sobre tal o cual gene… ¿No hay en todo esto algo capaz de inflamar la imaginación de un pequeño inmigrante sediento de saber?».

Una lectura aportó a esos gozos del espíritu los rasgos de un héroe. El gran escritor norteamericano Sinclair Lewis, en su novela
El doctor Arrowsmith
, traza el retrato de un médico de una pequeña ciudad del Middle West que está lleno de una pasión devoradora por la verdad científica y que se encuentra, a finales del siglo pasado, al frente de uno de los institutos de investigación médica más famosos del país. Sus nobles ideales atropellan demasiadas costumbres y demasiados intereses, y el científico se ve, finalmente, obligado a elegir la soledad para proseguir, en la ascesis, la búsqueda de la verdad. La «oración del hombre de ciencia» que ofrece el autor a sus lectores al final de la obra conmovió tanto al joven Broder que, desde hace más de veinte años, cada una de sus palabras ha quedado grabada en su corazón y en su memoria. Esa oración dice:

¡Oh, Dios, dame una visión sin nubes y líbrame de la prisa!

Dame el valor de oponerme a toda vanidad y de proseguir, lo mejor que pueda y hasta el final, cada una de mis tareas
.

Dame la voluntad de no aceptar nunca reposo ni homenaje antes de haber podido comprobar que mis resultados corresponden a mis cálculos o de haber podido descubrir y enmendar mis errores
.

Para intentar seguir el ejemplo del doctor Martin Arrowsmith, Sam Broder se matriculó en la prestigiosa Facultad de Medicina de la Michigan University. Uno de sus maestros de microbiología, el profesor Frank Whitehouse, se fijó en aquel estudiante tan ávido de conocimientos y le abrió las puertas de su laboratorio. Broder tuvo allí el encuentro decisivo con lo que iba a inspirar toda su vida profesional: el cáncer. «Me enclaustraba por las noches y durante fines de semana completos con el fin de aprender a fabricar unos anticuerpos destinados a luchar contra las células cancerosas. Mis esfuerzos no siempre eran productivos —reconocerá más adelante—, pero adquirí así la convicción de que el cáncer iba a tener un papel fundamental en la investigación biológica. Y de que la victoria sobre numerosas patologías debía basarse forzosamente en una mejor comprensión del comportamiento de las células cancerosas. Intuía que incluso mis fracasos no eran inútiles, pues me invitaban a entender que la investigación es, ante todo, una cuestión de método; que la diferencia entre un gran científico y un mediocre investigador reside en que uno sabe hacer las buenas preguntas y el otro no; que uno es capaz de servirse de las tecnologías de punta y el otro no». Sam Broder se había inspirado en tales lecciones a lo largo de un recorrido que acabó situándolo en la cima de la lucha anticancerosa.

A primera vista, el centro hospitalario en que Sam Broder trabajaba podía recordar un hotel de cinco estrellas debido a sus habitaciones decoradas con reproducciones de cuadros contemporáneos, sus pasillos de gruesas moquetas de colores vivos y sus ventanales encristalados que dominaban los verdes campos de Maryland. Pero detrás de esta apariencia, el Instituto Nacional del Cáncer, preocupado de asociar estrechamente la investigación y el tratamiento, había creado una estructura única en la que los médicos-investigadores deseosos de poner al día nuevas terapéuticas, disponían a la vez de enfermos y de laboratorios de experimentación. Pero aquella unidad de vanguardia que ahora dirigía Sam Broder no aceptaba a cualquier enfermo de cáncer. Sólo eran admitidos los casos cuya naturaleza correspondía a los trabajos de investigación en marcha o ya programados, así como ciertos pacientes que manifestaban unas patologías tan raras o tan excepcionales, que los convertían en temas de estudio.

El joven cancerólogo reconocía que gozaba de una libertad casi milagrosa en el
campus
de Bethesda, tan a menudo paralizado por la aplastante burocracia gubernamental. Era el único responsable de la elección de sus investigaciones, así como del tratamiento de sus enfermos. El hecho de que se viera enfrentado diariamente con las tragedias de la enfermedad daba a su mentalidad de investigador un agudo sentido de la urgencia del descubrimiento. Su impaciencia era casi enfermiza. «La gran diferencia entre un Robert Gallo y yo —explica— es que él, en su laboratorio, no se enfrenta nunca con la muerte. Yo me siento obligado a obtener resultados concretos lo antes posible, tanto más cuanto que mis fracasos resultan más numerosos que mis victorias». Aquellos fracasos no cambiaban en nada la línea de conducta que Sam Broder imponía a sus colaboradores y que se resumía en una frase: «Siempre se puede hallar un medicamento más eficaz».

La irrupción del sida fue una prueba traumatizante que Sam Broder no olvidaría nunca: «Al principio —dice— lo más insoportable fue nuestra incapacidad para comprender el mal y la manera en que lo entendía la mayoría de los científicos. Me recordaban a esas personas que oyen ruidos en el sótano de su casa y tratan de convencerse de que no puede tratarse de un ladrón». El anuncio de que un retrovirus era probablemente el responsable de la epidemia reforzó en cierto modo ese comportamiento estéril, incitando a un buen número de investigadores y de médicos a refugiarse en un cómodo fatalismo. Puesto que no se puede hacer nada contra ese virus, ¿para qué vamos a intentarlo? Esta política del avestruz despertó tal rebeldía en Sam Broder, que le hizo adquirir rápidamente fama de
enfant terrible
en el
campus
de Bethesda. Pero no se desanimó. El hallar un medicamento capaz de bloquear la evolución de los enfermos se convirtió en su idea fija. Si los investigadores tenían que movilizar sus laboratorios para descubrir la causa del mal, él debía inventar un remedio capaz de yugular la agonía de los muertos-vivientes que llenaban su servicio. «Mi convicción de mantener a raya el sida, no tenía nada de conjetural ni de especulativo —afirma Broder—. Disponíamos ya de productos químicos que tenían el poder de inhibir la acción de ciertos virus en el laboratorio, y teníamos una vasta experiencia en el arte de desarrollar sustancias anticancerosas. Sólo nos faltaba tiempo, un mayor conocimiento del mal, mucho trabajo, una buena dosis de disciplina y… un poco de suerte».

Una guapa morena de cuarenta años, abogada de profesión, recuerda todavía el aspecto preocupado del rostro de Sam, aquella tarde de primavera de 1983. En diecinueve años de matrimonio, Gail Broder había tenido tiempo de acostumbrarse al humor taciturno de su marido. Como la cancerología no es
a priori
una especialidad generadora de optimismo y de alegría de vivir, Gail sabía descubrir en los rasgos de su marido, en el tono de voz, los signos de un drama vivido durante la jornada, de una batalla perdida en la cabecera de un enfermo o del fracaso de un tratamiento prometedor que él había prescrito. Gail sabía atenuar los golpes de la suerte y abrir en el momento justo la botella de
riesling
o de
traminer
que guardaba siempre para él en el refrigerador.

Pero aquella tarde ningún vino del Rin habría podido desarrugar el ceño del cancerólogo. Lo que tenía que decir a su mujer y a sus dos hijas, de catorce y diecisiete años, era demasiado grave.

«Nos comunicó que acababa de tomar la decisión de enfrentarse al virus sospechoso de ser la causa del sida buscando un medicamento capaz de bloquear su acción —relata Gail—. Subrayó que se trataba de una iniciativa peligrosa, porque nadie estaba en condiciones de evaluar los riesgos que suponía la manipulación en laboratorio de importantes concentrados de virus vivos. Mientras se esforzaba en no asustarnos demasiado, Sam tuvo que confesar que, de sus cinco colaboradores, dos ya habían abandonado el laboratorio. Hay que decir que el equipo de Sam era, en aquella época, el único que había aceptado trabajar con tales cantidades de virus vivos.

»Yo miré largo rato a nuestras dos hijas, tan inocentes, con sus trenzas de colegialas, e hice la única pregunta que realmente me importaba:

»—¿Hay un riesgo de que traigas el virus a casa y de que éste pueda contaminar a las niñas?

»Sam movió varias veces la cabeza.

»—Lo hay —contestó».

39

Cold Spring Harbor, USA — Primavera de 1983
Crimen de lesa majestad contra el papa de los retrovirus

Campos de césped que descienden hasta la playa de fina arena, alamedas de adelfas, viejas casas victorianas, pistas de tenis y de vóleibol, construcciones bajas, modernas, que albergan cafeterías, habitaciones de alquiler, auditorios, bibliotecas, laboratorios, salas de experimentación e incluso una imprenta: así es Cold Spring Harbor, a la vez
campus
universitario y complejo turístico. Este pequeño puerto agazapado en la costa norte de Long Island, la lengua de tierra que prolonga la ciudad de Nueva York, es conocido por sus mejillones y sus almejas, pero también por otra especialidad muy distinta. Es uno de los templos mundiales de la biología molecular. Desde hace medio siglo, cada año, entre abril y septiembre, los simposios, los coloquios y las conferencias reúnen en su
campus
a muchos científicos venidos del mundo entero.

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