Para conjurar ese peligro, sólo existía un medio: neutralizarlo. Luc Montagnier y Jean-Claude Chermann, que habían trabajado mucho con el interferón a propósito del cáncer, acababan de poner a punto un suero capaz de resolver el problema. Para procurarse algunas dosis del mismo, el equipo de la sala Bru hizo inyectar a un carnero interferón humano. Agredida por ese cuerpo extraño, la sangre del animal reaccionó en seguida segregando millones de anticuerpos. Bastaba con introducir algunos centilitros de ese suero repleto de anticuerpos en los tubos que contenían los linfocitos del estilista parisiense para impedir que el interferón que fabricaban interpretase por completo su papel. Graacias a esta estratagema, los investigadores de la sala Bru esperaban hacer salir al virus de las células.
Pero lo más difícil aún no estaba hecho: hallar al culpable en el fondo de sus tubos y demostrar que era el responsable de la terrible epidemia.
Nueva York, USA — Invierno de 1983
Cada día una nueva catástrofe
El joven médico cogió su gabardina, salió corriendo del hospital y se precipitó hacia el largo coche amarillo.
—Déjeme en la puerta de cualquier cine de Broadway —dijo, dejándose caer en el asiento del taxi.
El doctor Jack Dehovitz, de treinta años, jefe adjunto del servicio de enfermedades infecciosas en el hospital Saint-Clare de Nueva York, sacó un pañuelo para enjugar su frente, sus enjutas mejillas y su cráneo de cortos cabellos. Y no pudo contener por más tiempo el deseo que le había acuciado toda la tarde: lloró un buen rato. Como presentía desde hacía varios días, estaba a punto de desmoronarse. «Era demasiado y demasiado rápido; no estaba preparado», dirá a propósito de la situación con la que se había enfrentado de repente.
La extensión de la epidemia afectaba a un número cada vez mayor de facultativos americanos, la mayoría de ellos tan inexpertos como él ante la extraña plaga. El boletín del Centro de Control de las Enfermedades Infecciosas de Atlanta se hacía eco de una realidad que, de semana en semana, era más implacable. En aquel comienzo de año de 1983 cuatro nuevas víctimas del sida eran identificadas cada día, y las estadísticas indicaban que el ritmo se iba acelerando. «Los síntomas de la enfermedad eran tan terribles que no daba crédito a mis ojos», confesó más adelante el doctor Dehovitz.
Una confesión especialmente grave puesta en boca de aquel hijo de una familia de médicos oriunda de Saint-Louis, en Missouri. Al final de sus estudios médicos, Jack Dehovitz decidió seguir la única especialidad, aparte de la cirugía, que, según él, permitía curar casi siempre. «Tomad la cardiología, por ejemplo —explicaba Dehovitz—. Alguien tiene un infarto. Se puede controlar la crisis, desde luego, pero el músculo queda afectado. Tomad la nefrología: alguien padece de insuficiencia renal. Naturalmente, puede ser sometido a diálisis tres veces por semana. Vivirá, desde luego, pero siempre con una espada de Damocles suspendida sobre su cabeza. Lo mismo ocurre con las enfermedades pulmonares y, de una manera general, con todas las afecciones crónicas en las que la medicina sólo puede aportar paliativos. Lo que yo quería era disponer de medios con los que poder vencer la enfermedad de una manera definitiva».
Esta ambición tenía una varita mágica. Hacía casi medio siglo que los antibióticos triunfaban en un vasto dominio de la patología humana: el de las enfermedades llamadas infecciosas. «Aunque muchas de ellas siguen siendo difíciles de curar —declara Jack Dehovitz—, es un gran alivio saber que ya ninguna es fatal». Como su colega parisiense Willy Rozenbaum, Dehovitz se sentía seducido por las inmensas posibilidades que ofrecía esa rama de la medicina en materia de salud pública. La información de la población, la prevención y el control del contagio y de las epidemias eran otros campos de acción que superaban de lejos el caso de un enfermo aislado. «Aunque usted contraiga una buena sífilis con una puta —resumía con cierto cinismo—, al menos podrá evitar que su esposa la atrape».
Y he aquí que, ahora, el tranquilizador esquema acababa de volar en pedazos. El apocalipsis había llegado. En Nueva York, sólo algunos hospitales se avinieron a acoger a las primeras víctimas de la nueva peste. La carencia de datos precisos sobre la enfermedad y el terror que inspiraba por este hecho al personal médico comprometían a veces la calidad de las atenciones. Los periódicos hallaron algunos servicios hospitalarios en los que la comida de los enfermos era abandonada en la puerta de las habitaciones, y donde las enfermeras sólo aceptaban acercarse a la cama de un paciente si iban protegidas por una bata estéril, una máscara y unos guantes. Los más fantásticos rumores circulaban en aquella época. Incluso se llegó a afirmar que un simple intercambio verbal bastaba para transmitir la enfermedad. Como ésta afectaba a unas categorías de ciudadanos al margen de la sociedad, como los homosexuales y los toxicómanos, el ostracismo con respecto a esas víctimas se veía reforzado. Las autoridades acabaron conmoviéndose. «Aunque el pecado es condenable, no tenemos derecho a abandonar al pecador», declaró al fin el cardenal arzobispo de Nueva York, John O'Connor.
Al prelado se le ocurrió la idea de crear una unidad especializada para los enfermos del sida en el viejo hospital de Saint-Clare, que financiaba su archidiócesis. Fueron contratados médicos motivados, entre ellos el doctor Jack Dehovitz. Se acondicionaron dos plantas para recibir a una veintena de víctimas del sida. La prensa aplaudió esa iniciativa y los pacientes afluyeron en seguida. Nueva York contaba, al fin, con un hospital donde el sida sería tratado como una enfermedad ordinaria. Esta situación fue tan providencial para los enfermos como para las deficientes finanzas del establecimiento fundado antaño por una religiosa para socorrer a los inmigrantes pobres del West Side. Pero sometió a los equipos médicos a un suplicio que nadie había imaginado.
32Relato del doctor Jack Dehovitz
«Cada día me veía envuelto en una catástrofe diferente. Una mañana recibí a una pareja de unos treinta años. Él era profesor de inglés en un colegio de los alrededores de Nueva York; ella trabajaba en una agencia de viajes. Personas inteligentes y aparentemente responsables. Él estaba muy grave. Me las arreglé para hablar a solas con la mujer porque quería que ella supiese que su marido iba a morir dentro de cuarenta y ocho horas. Le expliqué que era inútil torturarle con cualquier empeño terapéutico que ya no tenía objeto. Era demasiado tarde. Traté, sobre todo, de hacerle comprender que ella misma estaba en peligro. Le pregunté si le habían prescrito recientemente algún análisis. “Sí —me respondió casi asombrada—. Mi ginecólogo me ha hecho hacer algunos exámenes. Me ha dicho que seguramente soy portadora del virus, pero que no tengo que preocuparme, que todo irá bien”. Tenía un hijo de dos años y aquel niño, según todas las probabilidades, había sido infectado durante el embarazo. Probablemente en los dos se desarrollaría el sida, pero aquella mujer no se daba cuenta de nada. Era asombroso ver tanta inconsciencia en personas aparentemente responsables. Insistí en la necesidad de hacer unas pruebas biológicas más profundas. Nos citamos para el día siguiente. Pero la mujer no volvió nunca. Entonces supe que su marido había fallecido, efectivamente, dos días después.
»Anunciar a unos pacientes que padecen una enfermedad mortal es una dura prueba, incluso para médicos más endurecidos que yo. No existe ninguna fórmula adecuada para revelar a un pobre hombre que su “bronquitis” es en realidad una
neumocistosis carinii
, y que las pústulas moradas de su rostro son un sarcoma de Kaposi; en resumen: que tiene el sida. Durante mis estudios, me encargaron que explicase a un enfermo que tenía cáncer de pulmón. Se trataba de un negro de unos sesenta años, un empedernido fumador muy simpático. Como máximo, sólo le quedaban seis meses de vida. La perspectiva de confesarle su mal me aterraba, pero al menos tenía la posibilidad de revestir la noticia con un montón de frases tranquilizadoras sobre las armas de que la medicina disponía: cirugía, quimioterapia, radioterapia. Pero contra el sida, sólo podía ofrecer palabras irrisorias. Algunas veces esperaba cuatro o cinco días antes de decidirme a hablar.»La conversación transcurría de manera diferente, según fueran los individuos y las personalidades. Por lo general, con los homosexuales era más fácil, porque ya estaban al corriente de la gravedad del sida. Habían visto morir a su alrededor a muchos compañeros. Esperaban lo peor. Sin embargo, el joven publicitario
gay
de Baltimore al que, el otro día, tuve que decir la verdad, reaccionó de una manera inesperada. Nunca olvidaré nuestra conversación.»—Acabamos de recibir los resultados de su broncoscopia —le dije yo—. Confirman que tiene usted una neumocistosis.
»—¿Qué quiere decir esto, doctor?
»—Que su sistema inmunitario está en mal estado —traté de explicarle—. Lo cual ha permitido que se declare su enfermedad.
»Esta explicación conduce habitualmente a los enfermos a hacer la pregunta crucial: “¿Es que tengo el sida, doctor?” Pero aquel paciente no preguntó nada. Se quedó silencioso. Yo mismo tuve que precisarle que semejante diagnóstico era propio del sida. Él lo escuchó sin decir una palabra. Únicamente vi que se enroscaba como un feto en el hueco de su cama. Era patético. Al cabo de un largo rato levantó la cabeza.
»—Doctor —me dijo—, sólo tengo treinta años. Es duro saber que no llegaré a los cuarenta.
»Y yo pensé: “Mi pobre amigo, ni siquiera llegarás a los treinta y uno”. Entoné mi pequeña cantinela sobre la movilización general de la investigación médica. Le conté que miles de científicos trabajaban por todo el mundo para identificar las causas del mal y que, dentro de algunos meses, ya se habrían hecho algunos descubrimientos capitales. Trataba de infundirle la máxima esperanza posible. Pero él seguía sin reaccionar. Ni aquel día ni al día siguiente dio ningún signo de vida. Aquello comenzó a alarmarme. Mi inquietud era tanto más seria cuanto que imaginaba mi propio comportamiento en parecidas circunstancias. Teníamos la misma edad. Yo, en su lugar, sin duda me habría replegado en mí mismo como una larva y ya no habría querido hablar con nadie.
»Pero aquel enfermo no había acabado de sorprenderme. Al sexto día, mientras le examinaba, me cogió una mano y declaró:
»—No debo abandonarme, doctor. Voy a arreglarle las cuentas a esta cochina enfermedad».
Latroun, Israel — Invierno de 1983
Once monjes de Israel en ayuda de dos servidoras de los pobres
Philippe Malouf observó largo rato los tres sellos del sobre. Le parecía que la India entera, con sus emblemas y sus símbolos, acababa de hacer irrupción sobre su cama de paralítico. Al lado de la figura de una campesina con sari, guiando una vaca y con un cántaro de agua en la cabeza, y del bulbo futurista del primer reactor atómico de Asia, reconoció las grandes orejas despegadas y el cráneo reluciente del mahatma Gandhi, sobre el cual había dibujado una extraña aureola el matasellos de correos de Calcuta.
El sobre contenía una carta de varias páginas y dos fotografías. La primera era el famoso retrato de la Madre Teresa con un bebé en los brazos. Era como un cuadro de la Virgen y el Niño pintado por algún maestro del Renacimiento. La foto iba acompañada de un versículo de Isaías: «Mira, no puedo olvidarte, he grabado tu rostro en la palma de mi mano. Te he llamado por tu nombre. Eres precioso para mí y te amo». Al dorso, la Madre Teresa había escrito de puño y letra las felicitaciones que dirigía en el umbral de 1983 al joven monje paralítico de Israel que ofrecía sus sufrimientos para ayudar a la tarea de una de sus Misioneras de la Caridad. «Feliz año, querido hermano Philippe —había escrito—. Ama siempre a los otros como Jesús te ama a ti. Que Él te bendiga y te proteja. M. Teresa».
El segundo documento mostraba a una hermana con sari blanco y delantal azul alimentando a un hombre esquelético. Se podían ver otros cuerpos semejantes en los jergones vecinos. El objetivo había logrado recoger la intensidad de la relación entre aquellos dos seres: la religiosa que sonreía con ternura mientras acercaba una cuchara rebosante de arroz al pobre hambriento que recibía el alimento con una emotiva expresión de gratitud. Philippe Malouf presentía que se trataba de Ananda, la hermanita india con la que él estaba espiritualmente «desposado». Estudió minuciosamente su rostro, sus manos tan finas, su frágil aspecto, el decorado que la rodeaba. Trató de imaginar los ruidos y los olores. Pensó en los hospitales de sangre improvisados en el Líbano en guerra, adonde los cristianos llevaban a sus heridos. En esta foto nadie llevaba vendajes. Sólo se veía a unos infelices descarnados y a unas jóvenes indias sonrientes que les daban de comer.
Extrañamente, la carta no iba firmada por Ananda, sino por la religiosa responsable del «moridero» de Calcuta donde Ananda trabajaba.
Querido hermano Philippe:
Debo comunicarle una noticia muy triste
—escribía sor Paula—.
Nuestra querida hermana Ananda ha sido víctima de un accidente y tememos que el Buen Dios quiere arrancarla a nuestro cariño. La otra mañana, al llegar al «moridero» con sor Alice, ambas han sido cruelmente mordidas por un perro rabioso
.En nuestro barrio hay muchos perros vagabundos. Son atraídos por los despojos de los sacrificios animales practicados en el recinto del templo hindú próximo. Todos los días hay familias que llevan allí cabritos y gallinas para pedirles a los oficiantes del templo que los decapiten ritualmente con la esperanza de que la diosa Kali escuche sus ruegos. El animal que mordió a nuestras hermanas ya había atacado a dos niños. Su boca estaba llena de baba espumosa y lanzaba unos aullidos horribles. Unos hombres del barrio intentaron atraparle con ayuda de una bolsa de lona, pero se les escapó. Se escondió bajo la carreta de un vendedor de golosinas, justo delante de la puerta del «moridero», y luego saltó sobre una chiquilla que pasaba por allí
.Nuestras dos hermanas se apresuraron a protegerla. Fue entonces cuando el animal las mordió en las manos y en la cara. Un conductor de
rickshaw
soltó las varas de su carrito y se lanzó en su persecución, pero el perro desapareció. Más tarde fue capturado en la orilla del río, en el lugar en que los hindúes queman a sus muertos. Un furgón de la policía fue a buscarlo y se lo llevó
.Por la tarde, vinieron aquí dos policías. Traían un certificado del servicio veterinario de la alcaldía que precisaba que «el cerebro del perro es el de un animal rabioso». Llamé inmediatamente a uno de los taxis estacionados delante del templo vecino y llevé yo misma a nuestras dos heridas al servicio de urgencias del Government Hospital. Pero éste no disponía de suero antirrábico. Nos indicaron otro hospital. Allí tampoco había suero y nos enviaron a un tercer hospital…