Preocupado por comenzar cuanto antes una investigación que sabía importante, el hombrecito con aspecto de notario se encerró en su laboratorio al concluir sus clases para cultivar las células del ganglio infectado que le había llevado Françoise Brun-Vézinet. Como la manipulación de un virus desconocido es una empresa siempre peligrosa, Luc Montagnier se puso su bata blanca, se calzó unos guantes de goma, protegió su rostro con una máscara antigás y metió el frasco que su antigua alumna le había confiado bajo la única campana de seguridad que entonces tenía. Con el fin de impedir cualquier clase de contaminación, el aparato difundía un flujo de aire estéril que formaba pantalla entre el manipulador y los objetos de experimentación. Luc Montagnier había repetido centenares de veces las operaciones que iba a realizar. Poner en cultivo unas células para mantenerlas con vida y permitirles su reproducción es una operación de rutina en una unidad de virología. Es también un arte sutil que tiene, a la vez, algo de música en razón de la armonía necesaria, algo de gran cocina por la elección justa de los elementos nutritivos que hay que dar, y algo de prestidigitación por la habilidad de la manipulación.
El investigador cortó el trozo de ganglio, lo trituró, lo «dilaceró» para extraer los glóbulos blancos, lo centrifugó, lo purificó y lo redujo al estado de suspensión líquida, que distribuyó en cinco pequeños frascos cónicos. Vertió en cada uno de ellos unas gotas de sus elixires de crecimiento, así como un poco de gas carbónico y de nitrógeno para garantizar la buena respiración de la preparación. Taponó herméticamente los cinco frascos y los depositó en un baño María a 37°. Se quitó entonces la máscara, la bata y los guantes, consignó en su cuaderno de experiencias las operaciones que acababa de realizar, apagó una tras otra las luces del laboratorio, echó el cerrojo de las puertas, se puso su abrigo y descendió lentamente hacia el patio, donde le esperaba su Lancia gris. Al cabo de media hora estaría de regreso en su pabellón de Robinson para cenar en familia.
Copiosamente alimentadas y bien calientes, las células infectadas del estilista Christian Brunetto pasarían una buena noche. Mañana, el equipo de Jean-Claude Chermann podría comenzar a buscar en su núcleo el misterioso virus del sida que se suponía albergado allí.
Eran las veintiuna y quince del lunes 3 de enero de 1983.
Atlanta, USA — Invierno de 1983
«Entonces, ¿cuántos muertos necesitan?»
El jefe de la unidad antisida del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta podía sentirse orgulloso. El doctor Jim Curran se había superado una vez más. Aunque decidida y organizada en el último minuto, su conferencia fue un éxito. En aquella mañana del 4 de enero de 1983, más participantes que los calculados por las previsiones más optimistas se apretujaban en el auditorio A de su cuartel general. Los ciento cincuenta visitantes habían llegado la víspera, y durante la noche, desde los cuatro puntos cardinales de los Estados Unidos. Todos estaban relacionados por una de las actividades ultrasensibles del país, una industria que colectaba, almacenaba y vendía el bien sin duda más preciado de la riqueza de una nación, el líquido irreemplazable que salvaguardaba cada año la salud y la vida de tres millones y medio de norteamericanos: la sangre destinada a las transfusiones. Una actividad floreciente, a la que su cifra de negocios anual de dos mil quinientos millones de dólares situaba entre las quinientas principales empresas nacionales. Sólo la Cruz Roja norteamericana distribuía unos seis millones de litros de sangre, lo bastante para transfundir desde la primera hasta la última gota a más de un millón de individuos. Pero lo que causaba sobre todo el orgullo de esta industria era la estimación y la fama de que gozaba. En realidad, ninguna otra rodeaba la manipulación y la venta de sus productos con tantos cuidados y precauciones. El mundo entero los importaba.
Jim Curran lo sabía: la noticia que iba a comunicar podría suponer un golpe fatal para aquel hermoso edificio. Pero lo que se jugaba era tan grave, que su deber era revelar la verdad. Su grito de alarma no dejaría de tener repercusiones inmediatas. Ya se imaginaba a los invitados saltando de sus butacas hacia los teléfonos para dictar las necesarias medidas de urgencia a sus sectores respectivos. ¿Acaso se trataba de uno de los más trágicos problemas que los Estados Unidos habían tenido que afrontar? Al propio Jim Curran le costaba creer que tal catástrofe hubiese sido posible: las reservas de sangre de todo el país estaban contaminadas por el virus del sida.
Las pruebas recogidas por el CDC eran irrefutables. Después de los tres primeros hemofílicos fallecidos el otoño precedente a consecuencia de su contaminación por una inyección de productos sanguíneos, otros nueve hemofílicos acababan de sucumbir a su vez. Y ahora, un caso asombroso, descubierto justamente antes de Navidad, imponía la extraordinaria movilización de aquel comienzo del año 1983. Esta vez el mal había abandonado sus blancos conocidos para golpear en una dirección y de una manera completamente nueva.
Un pediatra de San Francisco acababa de diagnosticar un sida en un bebé de veinte meses. Los primeros elementos de investigación no habían podido precisar el origen exacto de la enfermedad. Al contrario que los raros ejemplos de niños afectados de sida por una contaminación materna, aquel bebé no había nacido de una madre toxicómana, prostituida o haitiana que habría podido transmitirle el virus durante el embarazo. A fuerza de buscar, los médicos-detectives de Jim Curran acabaron por averiguar que el niño había venido al mundo en unas condiciones difíciles. Había sido necesario practicar una cesárea. Y como el bebé sufría de una anomalía sanguínea rara, tuvo que recibir varias transfusiones. En las cuatro primeras semanas de su vida le fueron inyectados diecinueve frascos de sangre. Aunque todavía no se había asociado nunca al sida con una transfusión de sangre fresca, los investigadores buscaron a los diecinueve donantes. Todos quedaron libres de sospecha, excepto el último.
Era un comerciante de San Francisco, soltero, de cuarenta años de edad, que había muerto hacía ocho meses. Al igual que los millones de norteamericanos que practican regularmente el mismo acto de solidaridad, había donado su sangre gratuitamente. El 10 de marzo de 1981, cuando se presentó en la ventanilla del Memorial Blood Bank local, parecía gozar de una excelente salud y nada en su comportamiento permitía suponer su homosexualidad. Seis meses después, se quejaba de una gran fatiga y de una pérdida de apetito. Su médico descubrió la inflamación de un ganglio en la axila derecha. Al mes siguiente aparecieron unas manchas sospechosas en la retina de su ojo izquierdo, y hubo que hospitalizarle por una neumonía infecciosa. Los exámenes revelaron entonces una notable caída de sus defensas inmunitarias. Sus linfocitos protectores habían desaparecido casi totalmente. Ya no había ninguna duda posible sobre la naturaleza de su mal. Tres días después, el desventurado donante de sangre moría de sida.
El descubrimiento de este drama heló de espanto a los investigadores de Atlanta. «Podíamos suponer que los millares de litros de sangre almacenados en los hospitales y en los bancos de sangre del país se hallaban contaminados por el virus infectante de los donantes afectados por el sida —relató Jim Curran—. Esto quería decir que miles de norteamericanos destinados a recibir una transfusión se encontraban en peligro de muerte. Para conjurar esta catástrofe y prevenir las futuras sólo disponíamos de un medio: someter de inmediato todas las reservas existentes a un test de control. Por otra parte, había que apartar en seguida de las colectas a todos los donantes con riesgos».
Para hacer que aceptasen esta estrategia los que a veces eran llamados «los emires americanos del oro rojo», Jim Curran encargó a su adjunto Harold Jaffe que les esbozase un cuadro dramático de la situación. Por aquellas fechas el sida había atacado ya a ochocientos ochenta y un norteamericanos. Trescientos diecisiete habían muerto. Esta proporción era más elevada que en las más devastadoras epidemias de la Edad Media. Los supervivientes sólo eran condenados pendientes del cumplimiento de la sentencia. Los enfermos aquejados del sarcoma de Kaposi morían al cabo de dieciséis meses, y los aquejados de neumonía infecciosa al cabo de nueve meses. El número de casos se duplicaba cada seis meses. A ese ritmo, cien mil americanos se verían afectados en menos de cinco años.
Los médicos del CDC de Atlanta lo habían imaginado todo menos la increíble reacción de sus interlocutores. «Simplemente, se negaron a creernos —declara Harold Jaffe—. Pretendían que nuestras cifras no eran probatorias y que concernían a unos pocos casos, insuficientes para que las transfusiones de sangre pudiesen ser incriminadas con certeza; que las verificaciones costarían unas sumas astronómicas sin relación con la realidad del riesgo, y que prohibirles a los homosexuales la donación de sangre sería considerado contrario a los derechos del individuo».
Aquel 4 de enero de 1983 se recordará siempre como uno de los días más negros de la cruzada del equipo de Atlanta contra la epidemia galopante del sida. Ninguna medida de protección, ninguna decisión de control pudo ser arrancada a los incrédulos asistentes. Antes de terminar la reunión, un joven investigador de la organización, el doctor Donald Francis, resumió la decepción de sus colegas y el temor que les acosaba.
—Entonces, ¿cuántos muertos necesitan ustedes —preguntó a la asistencia— para decidirse a actuar?
[14]
En cambio, hubo otra noticia que era un verdadero regalo. Después del fracaso que acababan de sufrir ante los banqueros de sangre, Jim Curran y sus colegas acogieron con una gratitud especial la entrada de los franceses en la competición por la búsqueda de un virus. En seguida entrevieron las ventajas de los trabajos del Instituto Pasteur. Su compatriota Robert Gallo recogería el desafío, espolearía a sus tropas, les daría más medios y, en resumen, les condenaría al descubrimiento.
Su reputación de primer retrovirólogo mundial lo exigía. Y toda la investigación médica norteamericana, tan fecunda aquellos últimos años, tendría que movilizarse también.
El equipo del CDC de Atlanta se engañaba. Robert Gallo no tenía la menor intención de cambiar un ápice de su programa. Consideraba que no tenía nada que temer de los franceses, unos «principiantes» carentes de autoridad internacional en materia de retrovirología. ¿Unos competidores, esos «comedores de ranas»? ¿Esos provincianos, más bien cómicos y atrasados, con su extraño acento, sus métodos pasados de moda y su manera arcaica de presentar sus resultados? Todo lo más, unos aguafiestas. Si el agente del sida era en realidad un retrovirus, sería él, Robert Gallo, el único que lo identificaría. ¿Acaso no era quien había descubierto el primer retrovirus humano? ¿El que había puesto a punto las técnicas específicas para esa clase de investigación? Era natural, pues, que siguiera mostrando su poco entusiasmo para emplearse de lleno en la batalla. «Yo estaba tan convencido de que mi investigador Prem Sarin acabaría encontrando algo —confesó luego—, que me parecía superfluo hacerle la competencia. Ni siquiera me habría atrevido; él era más
antiguo
que yo. Fue mi gran error».
Pero el auténtico error del eminente científico estaba en otra parte. Residía en su exceso de confianza. El descubridor del único retrovirus humano conocido hasta entonces no daba su brazo a torcer: si había otros retrovirus humanos en la naturaleza, tenían que pertenecer a la misma familia. El agente del sida sólo podía ser un pariente cercano del espécimen que él había hallado. Seguro de este postulado, descuidó aconsejar a su colaborador para que procediese como en la búsqueda clásica de los virus. Era inútil vigilar los cultivos de células día tras día con la esperanza de ver salir de ellas un virus, cuando se sabía positivamente que su modelo no se manifestaba hasta después de unos treinta días. Bastaba con esperar ese lapso de tiempo para evidenciar y comprobar, por medio de una comparación genética, su ineluctable parentesco con el HTLV que Gallo había descubierto. Y se alcanzaría el objetivo.