Su colaborador indio organizó, por consiguiente, su programa de búsqueda en función de ese calendario. Solamente a partir de los treinta días comenzaba a examinar sus tubos de cultivo. Como disciplinado técnico, consignaba entonces sus observaciones en su cuaderno de experimentos. Y, curiosamente, la constancia de sus resultados negativos no pareció asombrarle. Sin embargo, eran resultados para sorprender. En lugar de la proliferación anárquica de glóbulos blancos que habitualmente se había comprobado al cabo de treinta días en los casos de cultivos infectados por el primer retrovirus HTLV de Robert Gallo, sólo encontraba allí, en el fondo de sus tubos, un cementerio de linfocitos muertos, sin ningún vestigio de virus. El prestigioso laboratorio tardaría meses en alarmarse ante tan extraño fenómeno.
Calcuta, India — Invierno de 1983
«¡Que la ilustre anciana enarbole el estandarte de la rebeldía!»
De dos en dos, como frágiles velas blancas en un océano hostil, atravesaban la ciudad hormigueante en dirección a una leprosería, a un orfelinato, a un dispensario, a una escuela o a un «moridero». Cada mañana, después de la misa de las cinco cuarenta y cinco, las hermanas y las novicias de la Madre Teresa salían del convento de Lower Circular Road para acudir a su lugar de trabajo. Los pobres y los enfermos de la ciudad conocían su recorrido. A cada instante, unas manos se tendían hacia ellas, las madres alzaban a sus bebés hambrientos y los leprosos se aferraban a los faldones de sus saris. Atravesaban ese pasillo de miseria desgranando sin cesar sus
avemarías
. La Madre Teresa insistía tanto sobre el beneficio de la recitación del rosario, que las hermanas no calculaban las distancias en kilómetros, sino en número de rosarios. Para Ananda, la ex pequeña leprosa de Benarés, y para sor Alice, la compañera habitual de sus trayectos, la puerta del «moridero» del Corazón Puro donde ambas trabajaban estaba situada a doscientas ochenta
avemarías
de la casa madre.
Al principio, Ananda se asombraba de tanto tiempo despilfarrado en idas y venidas, cuando aquellos minutos perdidos habrían podido ser preciosos para aliviar sufrimientos. Pero no tardó en comprender también el valor de esa oración, sólo en apariencia monótona. Recordaba las palabras de Bandona, su benefactora de Benarés. Ahora sabía perder tiempo para Dios, amarle de una manera desinteresada y decirle: «Desgrano este Misario sólo por el placer de unirme unos instantes a Ti, como una esposa a su esposo».
Las primeras jornadas de Ananda en el «moridero» de Calcuta la habían puesto a prueba duramente. Como ella temía, ni el crucifijo prendido en el hombro, ni el rosario colgado de su cintura, ni su sari blanco de novicia, ni su delantal azul de sirvienta de los pobres podían hacerle olvidar los estigmas de su nacimiento. Los pensionistas hindúes descubrieron en seguida los orígenes de su nueva cuidadora. Desde el color muy oscuro de su piel hasta sus maneras un poco bruscas, desde su modo de andar hasta las entonaciones roncas de su voz, todo en ella seguía denunciando su condición de intocable. Hubo moribundos que rechazaban la mano caritativa que les ofrecía una cucharada de alimento. Ananda no insistía nunca. Conteniendo las lágrimas, se dirigía a otro indigente, musulmán o paria como ella, o incluso demasiado débil para reconocer la mano que le socorría. Sin embargo, aquellos desaires herían cruelmente a la muchacha en lo más frágil de su ser; si aquellos hombres eran sus hermanos, y si Jesucristo estaba en cada uno de ellos como afirmaba la Madre Teresa, ¿por qué la rechazaban? Ni sor Bandona ni sor Paula tenían una respuesta satisfactoria para ella. Sólo el tiempo llegaría tal vez a curar las heridas, porque es más doloroso para un pobre que para un rico soportar las humillaciones que proceden de otro pobre.
Aquel invierno, un acontecimiento inesperado iba a conmover al pequeño equipo asistencial del «moridero». Después de los tres años que llevaba ayudando a sor Paula en el mantenimiento del hospicio, sor Domenica, de veintiocho años, era una de las figuras más populares del viejo caserón de los pináculos. Oriunda de la isla Mauricio, conservaba el acento cantarín y la exuberancia de sus compatriotas. Esta muchacha alta y soberbia, de paso felino y piel muy clara, aportaba un poco de exotismo al austero universo de la Casa del Corazón Puro. Incluso sor Paula extraía valor y consuelo de la calma y la alegría de aquella compañera. Cuando sor Domenica aparecía en alguna bovedilla, las cabezas se volvían por sí mismas hacia ella. Siempre dispuesta a inclinarse sobre un moribundo, a darle de beber, a tomarle una mano o a enjugarle la frente, sor Domenica sabía apaciguarle con algunas palabras tiernas y tranquilizadoras.
Nada en sus orígenes la destinaba a aquel sacerdocio. Hija de ricos negociantes hindúes, había nacido en una vasta mansión de columnas abiertas al océano que rodeaba su isla natal. Su primera visión de la miseria la tuvo cuando llegó a Bombay. Sus padres la enviaban allí a un pensionado religioso donde debía perfeccionar su educación con vistas al matrimonio. Tenía quince años. Cada día guardaba un trozo de pan para el mendigo que se acurrucaba delante de la puerta del pensionado. Un domingo, al no encontrarlo en su lugar habitual, salió en su busca al
bidonville
que exhibía su miseria justo detrás del convento. El descubrimiento de aquel barrio la marcaría para siempre.
Cuatro años después, ante la desesperación de sus padres y a pesar de las ofertas de matrimonio de los más brillantes partidos de la isla Mauricio, Domenica anunció su intención de ir a Calcuta para vestir el sari blanco y azul de las Misioneras de la Caridad. Una decisión que nunca había lamentado, aunque algunas veces deseó actuar directamente sobre las causas de la pobreza más que sobre sus consecuencias.
«Me habría gustado que la Madre Teresa se dedicase más a las injusticias que engendran la miseria —dirá más adelante Domenica —, que utilizase su carisma y su prestigio para obligar a los gobernantes y a los que poseen mucho a tomar unas medidas radicales». En este final del siglo XX, cerca de quinientos millones de indios ignoraban todavía la simple felicidad de un vientre lleno. Cientos de miles de niños seguían acuclillados en sus talleres-cárceles, aplicados en tareas inhumanas. Millones de campesinos sin tierra continuaban intentando sobrevivir en el infierno de las barracas. Y esta situación no sólo era propia de la India. ¿Quién podía afrontar mejor aquellos desafíos sino aquella que encarnaba para la humanidad la idea de la caridad? La que había instalado sus hospicios, sus dispensarios y sus orfelinatos por toda la India y por el mundo entero, hasta el mismo centro de las dos Américas y de la China roja; la que acudía cada vez que una catástrofe sembraba la muerte y la desolación en algún punto del globo; la que defendía el derecho a la vida en todos los podios del universo; la que era cubierta de honores y de distinciones por las universidades y los gobiernos; la que el premio Nobel distinguió como símbolo de la compasión y del amor humanos.
Domenica no era la única que soñaba con ver a la ilustre anciana enarbolando el estandarte de la rebeldía en nombre de los pobres. Una rebeldía no violenta, naturalmente. ¿Por qué no hacía una huelga de hambre delante de la puerta del primer ministro de la India? También cabía imaginar otras acciones espectaculares en el extranjero, delante del Buckingham Palace, delante de la sede de las Naciones Unidas, en el Kremlin, en París, en Roma o en Pekín. En todos los lugares donde los responsables pudiesen intervenir en favor de los humillados.
Este ideal insatisfecho seguía enterrado en lo más recóndito de la joven isleña de Mauricio. Por el momento se limitaba a asear a los moribundos, a darles la comida, a aliviar sus sufrimientos mediante una inyección, una sonrisa y algunas palabras de consuelo. Sus conocimientos médicos eran demasiado limitados para hacer algo más. Y bien lo lamentaba. Pero la vocación de las hermanas, más que la de curar, era la de aliviar y reconfortar. Y ella lo hacía tan bien, que los pensionistas del «moridero» no ocultaban su preferencia por la dulce y bella mauriciana. Sus compañeras demostraban a veces alguna desconfianza. Domenica fingía no advertirlo.
Aquel invierno, un conflicto íntimo especialmente turbador agitaba a la joven religiosa. ¿Era la mordedura de un frío inhabitual lo que estaba minando su moral? ¿O el sentimiento de frustración que le inspiraba la presencia de voluntarios extranjeros más instruidos médicamente y, por lo tanto, más eficaces? Cada vez se hacía más preguntas. «¿Dios me pide únicamente que cumpla estas humildes tareas? ¿No tiene otra misión que ofrecerme para que sirva más útilmente a los pobres?»
La respuesta llegó de una manera tan brutal como inopinada. Con sus cabellos rubios recogidos en la nuca en forma de cola de caballo, su pequeño diamante clavado en el lóbulo de la oreja izquierda, sus dos mariposas azul y rosa tatuadas en los antebrazos y su pertinaz olor a
after-shave
, el doctor alemán Rudolf Benz, de treinta y dos años, no era precisamente la imagen que nos hacemos de un apóstol de la caridad. Sin embargo, el equipo del «moridero» sabía que aquel hombre había dedicado su vida a la causa de los desheredados de la India. Durante una primera estancia en Calcuta, dos años antes, se presentó como voluntario a la puerta del viejo caserón de los pináculos para trabajar allí durante varias semanas.
Aterrado por el amateurismo que las hermanas mostraban en materia médica, se dedicó a enseñarles algunos rudimentos de higiene y de asepsia. Sus esfuerzos evitaron muchos fallecimientos y contribuyeron a apartar el «moridero» de su única vocación de asistencia a los moribundos. El equipo sentía por aquel amigo providencial un reconocimiento sin límites. De regreso a su país, Rudolf Benz dio conferencias, escribió artículos y proyectó fotografías en los clubes y en las escuelas. Convencido de que lo primero que se necesitaba era actuar sobre el origen del mal, se le ocurrió proponer a diez pueblos de una zona miserable del delta del Ganges un sistema de riego que podría proporcionar a sus campesinos arroz y lentejas en cualquier estación. Y fundó una estructura para financiar este proyecto. La asociación alemana «Trabajo y arroz para mil familias indias» contó bien pronto con cinco mil donantes. Los primeros canales podían ser cavados en seguida. Rudolf Benz se detuvo en Calcuta para recibir los fondos transferidos desde Alemania. Tal formalidad sigue siendo complicada en un país donde la burocracia es especialmente puntillosa. Esta espera le dio ocasión de visitar a sus amigas del Corazón Puro para ponerles al corriente de su iniciativa mientras trabajaba algunos días a su lado.
La llegada del médico alemán no tardó en reavivar las dudas de sor Domenica sobre la utilidad de su trabajo en relación con su ideal. Catalizó sus frustraciones y la incitó a buscar un medio de atacar, ella también, las raíces de la pobreza. Una mañana, sor Paula descubrió la ausencia de la joven novicia. Inquieta, telefoneó a la casa madre. Allí le dijeron que Domenica había salido como de costumbre después de la misa y de la colación. Una carta, encontrada poco después, explicaría su desaparición. La carta estaba dirigida a la Madre Teresa.
Muy santa y respetada Madre:
Sé cuánta pena va a causarle mi partida. No vea usted en ella ni capricho ni rebeldía, sino únicamente la necesidad de servir de una forma diferente a los pobres de Dios. Llevo conmigo el ideal que usted me ha enseñado y me esforzaré en mostrarme digna de él. Sigo siendo en mi corazón una Misionera de la Caridad. Dios me llama a cumplir Su voluntad por otros caminos. Iré a verla en cuanto regrese. Rece por mí
.Su fiel, devota y afectísima siempre,
Domenica
Domenica no era la primera Misionera de la Caridad que perdía «la santa de Calcuta». La abrumadora disciplina, la dureza de las condiciones materiales y las tentaciones que ofrecía el contacto con el mundo conducían fatalmente a algunos abandonos. Pero tan poco numerosos, que eran compensados por la permanente afluencia de las vocaciones. Aquella precipitada partida, sin embargo, produjo una gran consternación en el seno de las cuidadoras del «moridero». Y la más afectada fue Ananda. Domenica había sido a la vez su hermana mayor y su modelo, la que dominaba tranquilamente todas las situaciones y nunca se sentía paralizada por ningún tabú.
París, Francia — Invierno de 1983
Una epopeya en una antigua lavandería