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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (29 page)

»El aseo mortuorio sólo nos ocupaba algunos minutos. Envolvíamos el cuerpo en una sábana de algodón blanco. Si se trataba de un hindú, sor Paula le pedía a alguien que fuese a prevenir a uno de los sacerdotes brahmines del templo vecino dedicado a la diosa Kali. Los funerarios de la casta de los
dom
, la casta de mi familia, venían entonces a buscar el muerto con una camilla para llevarlo a la pira funeraria de la orilla del Hooghly. En el caso de que fuese musulmán, sor Paula telefoneaba a una organización islámica que se ocupaba de los difuntos sin familia. Unas horas después, una camioneta venía a hacerse cargo del cadáver y lo conducía a la fosa común del cementerio musulmán de Gobra. En cuanto a los escasos cristianos, era nuestra ambulancia la que los llevaba al panteón del “moridero”, en el cementerio de Tollygunge, al sur de la ciudad.

»Es cierto: en la Casa del Corazón Puro, la muerte no era más que una formalidad. Probablemente, mis años de infancia entre el humo y el olor de las hogueras me habían preparado más que a cualquiera para aceptarla tal como era. Sin embarro una especie de cólera me invadía a veces ante la crueldad de algunas agonías. No olvidaré nunca la de aquel joven musulmán reducido al estado de esqueleto y con el cuerpo cubierto de llagas. Había sido hallado en los lavabos de un tren procedente de Madrás. Contrariamente a las costumbres, que excluían todo empeño médico, luché realmente para intentar salvarle. No sé cuántas botellas de suero pude meterle en sus venas, ni cuántos frascos de antibióticos, de vitaminas y de hierro conseguí hacerle tragar. Aquel muchacho, con sus orejas despegadas y sus cabellos crespos, se parecía un poco a mi hermanito, aquel con el cual me sumergía en el Ganges para buscar los dientes y las joyas de oro de los ricos difuntos incinerados. Su nombre era Abdul. Pero había sufrido demasiado: su motor ya no tenía fuerza para arrancar de nuevo. Pasábamos muchas horas juntos. Él no quería soltar mis manos. Me llamaba «Didi-Gran Hermana».

»Cada tarde, cuando llegaba para nosotros el momento de regresar al convento, situado en el otro extremo de la ciudad, una crisis de desesperación sacudía a Abdul. Se aferraba a mi sari con una fuerza insospechada en un cuerpo tan debilitado. “No me abandones, Gran Hermana”, suplicaba. Una tarde, sus lamentos me conmovieron especialmente. Hice el mayor gesto de amor que podía ofrecerle. Descolgué de mi hombro el pequeño crucifijo de metal que había recibido de la Madre Teresa al entrar en el noviciado.

»—Toma, hermanito —le dije depositándolo en el hueco de su mano—. Es lo más valioso que poseo en el mundo. Es como si tu “Gran Hermana” se quedase contigo.

»Su rostro se apaciguó en seguida.

»—Didi —murmuró—, ahora puedes irte.

»Al día siguiente, cuando volví al “moridero”, Abdul estaba muerto, con el pequeño crucifijo entre sus manos cruzadas sobre el pecho. Caí de rodillas y rompí en sollozos.

»Todavía lloraba cuando sentí sobre mí la mano de sor Paula. Me tendía un sobre cubierto de sellos extranjeros y que llevaba mi nombre escrito a máquina. Un joven monje libanés me escribía desde Israel. Deseaba ofrecerme sus oraciones y sus sufrimientos de paralítico para ayudarme “a ser fuerte y valerosa en mi trabajo de servidora de los pobres de Dios”».

27

París, Francia — Invierno de 1983
Una buena noche bien caliente para los huéspedes del asesino

Christian Brunetto, el estilista de moda, yacía apaciblemente dormido sobre la mesa de operaciones. En cuanto el cirujano terminó la ablación de su ganglio, la doctora Françoise Brun-Vézinet, jefa del laboratorio de virología del hospital Claude-Bernard, se apoderó de él para cortarlo en varias rodajas. Ir a recoger las biopsias formaba parte de su trabajo, lo mismo de noche que de día, o durante el fin de semana; y esto en todos los hospitales de la aglomeración parisiense, en todos los lugares donde un trozo de carne de un enfermo o de un muerto arrancada urgentemente podía facilitar el diagnóstico inmediato de un tumor, el estudio de células cerebrales todavía calientes o el descubrimiento del virus responsable de una enfermedad inexplicada.

La joven colocó cada uno de los fragmentos en el fondo de diferentes frascos. Enviaría los dos primeros a los laboratorios de anatomopatología y de bacteriología del hospital, y se quedaría el tercero para sus pruebas virológicas personales. En cuanto al cuarto, el más grueso, era el regalo que ella y el doctor Willy Rozenbaum querían hacer al profesor Luc Montagnier, cuyas clases sobre los retrovirus había seguido ella, y a su equipo del Instituto Pasteur. Para asegurarse de que la valiosa muestra de la glándula infectada no sufriese ningún daño durante su transporte, lo había sumergido en una solución estéril. Y aún le quedaba un último fragmento, no destinado a ningún experimento ni a ninguna manipulación. Constituía la memoria del gancho extraído aquel día al estilista parisiense. Conservado en las profundidades de un congelador, se convertiría en uno de los valores del capital de un banco de células. Dentro de un año, dentro de diez, dentro de un siglo tal vez, algunos científicos ricos en nuevos conocimientos podrían despertarlo de su sueño glacial para obligarlo a dar alguna información que las técnicas actuales no pueden conseguir que confiese.

Veinte minutos después, Françoise Brun-Vézinet estacionó su Alfa Romeo rojo bajo los castaños centenarios del Instituto Pasteur de París. Si hay un lugar en el mundo donde los hombres han sabido penetrar en los misterios de las infecciones, no cabe duda de que es este taller de descubrimientos situado en el corazón de la capital francesa. Fue aquí, entre estas paredes, donde fueron vencidas las grandes epidemias, la difteria, la viruela, el cólera, el tifus, la peste, el tétanos, la fiebre amarilla, la tuberculosis o la poliomielitis. Fue aquí donde se pusieron a punto los primeros medicamentos antiinfecciosos y las sulfamidas, donde fue descubierto el parásito del paludismo, responsable cada año de la muerte de un millón de niños, fue aquí donde se demostró la culpabilidad de los protozoarios en la iniciación de las parasitosis; fue aquí donde fueron puestos en evidencia los principios de la inmunidad celular, el papel de los anticuerpos contra las agresiones y el de los antihistamínicos en el tratamiento de las alergias. Y fue aquí donde se codificó la acción de los genes y la manera de expresarse en los organismos vivos.

Apenas era la una de la tarde cuando la muchacha llegó al laboratorio de su antiguo maestro, en el pabellón contiguo a aquel en que Louis Pasteur vivió los últimos años de su vida y donde ahora reposa en un sepulcro de mármol. Era precisamente el día en que comenzaba el curso de virología dirigido por Luc Montagnier. Pero hasta el fin de la jornada no podría poner él mismo en cultivo las células del ganglio del estilista que presentaba unos síntomas precursores del sida.

Desde que inició, a los doce años de edad, los primeros experimentos de química en el sótano de la casa familiar de Châtellerault, Luc Montagnier estuvo siempre poseído por el demonio de la experimentación. Pasaba sus domingos destilando perfumes o confeccionando luces de bengala. Cuando llegó a París para estudiar medicina y preparar una licenciatura en ciencias, aquel provinciano, hijo de un padre de Auvernia y de una madre del Berry, había preferido, una vez obtenidos sus diplomas, el microscopio del investigador al estetoscopio del clínico. Una vocación que le llevó, a los veintitrés años, a un laboratorio de la Fundación Curie, en donde iba a descubrir el fascinante universo de la biología celular, entonces en plena renovación. Las nuevas técnicas de cultivo de las células y de los virus inventadas en los Estados Unidos estaban proporcionando unos instrumentos revolucionarios a la investigación. Maravillado, el joven científico decidió dedicarse al estudio de los linfocitos, los glóbulos blancos que iban a desempeñar un papel tan capital en su vida.

Uno de los agresores más virulentos de los glóbulos blancos, el virus de la fiebre aftosa, pesadilla de los criadores de bovinos, proporcionó a Luc Montagnier el tema de su tesis de doctorado. Estos trabajos orientaron definitivamente su carrera hacia la virología. Una beca le permitió entrar en uno de los grandes templos científicos del momento: el instituto británico de Carshalton. Allí, al lado de un inglés francófilo, fumador de Gitanes, llamado Kingsley Sanders, asistió a los primeros balbuceos de una disciplina reciente que prometía un fantástico futuro, una ciencia que trascendía el estudio único de la vida de las células para interesarse incluso por su patrimonio genético: la biología molecular. Como los virus constituyen sistemas biológicos relativamente simples, eran unos privilegiados objetos de estudio que permitían a los pioneros de la biología molecular avanzar con paso de gigante. El joven auvernés pudo aportar su contribución personal a los esfuerzos de sus maestros descubriendo ciertos mecanismos de la reproducción de un virus que mataba a los ratones en menos de cuarenta y ocho horas. Una tímida proeza que le dio la satisfacción de ver su nombre escrito al pie de un artículo publicado por la famosa revista científica británica
Nature
.

Después de Carshalton, Glasgow. Su larga estancia al otro lado del canal de la Mancha pondría al investigador francés en contacto con los cerebros más importantes de aquel tiempo y le proporcionaría el dominio del inglés, un vehículo ya indispensable en toda comunicación científica. Luc Montagnier pasó los ocho años siguientes en varios laboratorios ingleses instruyendo el sumario que demostraba la implicación de los virus en la aparición de algunos cánceres. Sus obstinados esfuerzos le valieron el honor de entrar, a los cuarenta años, en el Instituto Pasteur de París.

Ser «pasteuriano» es pertenecer a una orden que tiene su alma, su estilo y su unidad. Y que también tiene sus clanes. Así, por ejemplo, algunos «pasteurianos» no querían ver el nombre de su prestigioso instituto mezclado en una epidemia de connotaciones consideradas desagradables. Y, sin embargo, como dirá más adelante Luc Montagnier, «si había una investigación acorde con la vocación de Louis Pastear, era ciertamente la del sida. No me cabe duda de que si Pasteur hubiese estado vivo, se habría lanzado el primero, y con toda su energía, en aquella aventura». Cien años después, el azar encomendaba al laboratorio de Luc Montagnier perpetuar aquella vocación.

La tarea era ruda. De todos los desafíos lanzados por la naturaleza a los virólogos, la identificación de un retrovirus humano era, quizá, el más arduo. En casi un siglo de esfuerzos, sólo uno de aquellos «supervirus» de tan compleja acción había podido ser desenmascarado en el hombre: el retrovirus HTLV, responsable de algunas leucemias raras, descubierto por Robert Gallo en 1977. Luc Montagnier ya había cultivado miles de millones de células sospechosas de albergar tales virus. Conocía sus gustos, sus caprichos y sus alimentos preferidos. Uno de sus frigoríficos estaba repleto de frascos llenos de los manjares y de las salsas que tanto les gustaban, especialmente una sabia mezcla de sales minerales, de calcio, de magnesio y de suero de ternera fetal. ¡Aquel suero era un auténtico regalo de la gastronomía celular! Como los grandes vinos, tenía sus años de cosecha y sus denominaciones de origen. Se decía que el mejor procedía de Nueva Zelanda. El investigador disponía también de un poderoso estimulante extraído de una alubia que, como las espinacas de Popeye el marino, decuplicaba sus fuerzas. Esta sustancia se fijaba en la superficie de las células e imitaba la señal de su movilización en caso de agresión.

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