Sor Paula relataba después detalladamente la odisea que la condujo de hospital en hospital, con Ananda y Alice, en busca del indispensable suero. Aquel día, ningún centro de asistencia de la inmensa ciudad parecía disponer de él. Finalmente, alguien les aconsejó que se dirigiesen al establecimiento que llevaba el nombre de Pasteur Institute, en la Convent Road. Al parecer se criaban allí algunos carneros de los que se servían para fabricar un poco del precioso suero. Pero sólo encontraron un edificio abandonado, con el tejado y las paredes arruinados por el monzón. Un vecino les comunicó que el Instituto había cerrado hacía tiempo sus puertas y que el personal, antes de irse, se había comido, uno tras otro, todos los carneros. Las tres religiosas tuvieron que regresar al convento de Lower Circular Road, adonde acudió un médico para examinar las heridas. En ausencia de la Madre Teresa, que estaba de viaje por el extranjero, su ayudante envió un telegrama a Nueva Delhi para pedir el envío urgente de suero. El día en que sor Paula escribía a Philippe, el suero aún no había llegado.
Nuestra inquietud es muy grande
—concluía la hermana—,
pues, como usted sabe, la rabia es una enfermedad mortal. Cuando se declara, ya no hay nada que hacer. Si el suero no nos llega antes de cuarenta y ocho horas, tal vez sea demasiado tarde
.Querido hermano: tenemos una apremiante necesidad de sus oraciones
.
Philippe buscó la fecha indicada en lo alto de la primera página. La carta había sido escrita doce días antes. Impresionado, hizo que llamasen al pabre abad.
—Padre —le dijo al barbudo anciano—, lea en seguida esta carta. Nuestra comunidad debe demostrar con urgencia que la comunión de los santos es una realidad viva.
Terminada su lectura, el religioso, sin decir una palabra, se dirigió a la campana del monasterio para convocar a todos los monjes a la capilla. Sin esperar las vísperas, y luego durante todos los oficios de los días y las noches siguientes, los diez trapenses de la abadía de los Siete Dolores de Latroun se asociaron con sus cantos y sus oraciones a la ofrenda de los sufrimientos de su hermano paralizado «para que sobrevivan las dos hermanitas indias con sari que han entregado su vida para aliviar el dolor de los hombres».
París, Francia — Invierno de 1983
Carrera contra reloj para salvar unos virus asesinos
El espectáculo era de tal belleza que Françoise Barré-Sinoussi no conseguía apartar los ojos de él. Ningún orfebre habría podido crear, ni siquiera concebir, aquel arriate fluorescente de miríadas de bolas y de bastoncillos dorados que tapizaban la placa de cristal bajo la lente de su microscopio. Françoise había contemplado miles de millones de células a lo largo de su carrera, pero no se cansaba nunca de admirar el poder de la naturaleza para desplegar tanta armonía en la creación de sus elementos infinitesimales.
Lo que estaba en juego aquella tarde de invierno era tan fundamental, que la bióloga no podía dar rienda suelta a su emoción estética. Tenía que llevar a cabo una tarea urgente. Debía controlar los linfocitos que nadaban en el líquido nutricio de sus tubos de ensayo y asegurarse de que su número era satisfactorio. Ella sabía que una densidad demasiado fuerte o demasiado débil del líquido podía impedirles crecer según las normas. La laminilla en la que había depositado su muestra estaba estriada con una fina cuadrícula que permitía contarlos. Cuando levantó la cabeza, un hoyuelo se dibujaba en sus mejillas.
—Está bien —dijo sonriendo.
Desde hacía varios días, en la atmósfera confinada de la sala Bru del Instituto Pasteur de París, todos se afanaban alrededor de los tubos, de las pipetas y de las centrifugadoras con el fin de preparar la manipulación decisiva que confirmaría o no la presencia de un retrovirus en los glóbulos blancos del ganglio infectado del estilista parisiense. El problema era hacer que se manifestase la enzima que le servía de clave para introducirse en el núcleo de las células. Se trataba de una de las operaciones más delicadas y más complejas de la biología celular. Françoise Barré-Sinoussi introdujo los tubos en una centrifugadora que giraba a mil revoluciones por minuto. Esa rotación estaba destinada a hacer caer los linfocitos en el fondo de los recipientes y a recuperar las partículas víricas presentes en el líquido que sobrenadaba. Después, Françoise hizo concentrarse esas partículas víricas gracias a una segunda rotación, esta vez a cien mil revoluciones por minuto. Seguidamente colocó el concentrado detrás de la pantalla de seguridad de la campana con flujo de aire estéril y le añadió algunas gotas de un simple detergente. Si todo se producía tal como esperaba, el detergente provocaría el estallido de las células y, al mismo tiempo, liberaría la enzima específica que servía de intermediaria al retrovirus. Entonces, sólo faltaría demostrar la presencia de esa transcriptasa inversa y medirla, una manipulación de rutina cuyo instrumento esencial era una mixtura opalina que contenía diversos ingredientes para activar la enzima-firma del retrovirus buscado.
La joven bióloga no permitía que nadie elaborase esos cócteles alimenticios. Françoise componía diversas variantes, añadiendo a veces manganeso u otra sustancia, según el tipo de enzima que esperaba descubrir. Sin embargo, el elemento básico seguía siendo una preparación conservada en el congelador y que se llama «cebador» en la jerga de laboratorio, un nombre que conviene perfectamente a su vocación. Esa solución transparente contenía una auténtica máquina de cebadura genética, una especie de cebo hecho con un trocito de ADN, portador del código genético de las células, que atraía irresistiblemente a la enzima. Entonces, cogida en la trampa, la «firma» del retrovirus podría ser detectada. El trabajo de detección consistía en introducir en la preparación un producto radiactivo destinado a «marcar» una secreción específica de esta enzima-firma.
Después de haber incorporado su sabia mezcla a los concentrados de virus depositados en el fondo de sus tubos, la bióloga los colocó en los alveolos de un incubador oscilante. El vaivén del aparato debía permitir una ósmosis completa entre los diferentes elementos. La manipulación llegaba así a su fase crítica. Sería ahora o nunca cuando la enzima, irreprimiblemente atraída por el ADN cebador, podría ser puesta en evidencia gracias a su secreción convertida en radiactiva. A condición —como sabía la bióloga— de que los tubos contuviesen realmente el retrovirus buscado. El incubador osciló durante más de una hora. El momento crucial se acercaba. Ahora había que distribuir la solución sobre una batería de filtros circulares, del tamaño de una hostia, para secarla. Ayudada por sus compañeros, Françoise Barré-Sinoussi encerró esas «tortas» en un horno calentado a 90° durante unos diez minutos. Terminada la cocción, repartió las «tortas» en unas copelas (pequeños vasos) de vidrio, en las que vertió algunas gotas de un líquido de centelleo. Ya sólo faltaba meter los recipientes en el aparato provisto del contador electrónico que se encargaría de pronunciar el veredicto.
Todo el equipo se movilizó entonces delante de la pantalla verdosa con la esperanza de ver inscribirse en ella las cifras fatídicas que demostrarían que el asesino responsable del sida era un retrovirus y que los investigadores del Instituto Pasteur acababan de identificarlo. Pero la pantalla siguió desesperadamente virgen; y la impresora, silenciosa. Era un fracaso. Como le ocurrió a Robert Gallo en Bethesda, el misterio celular se negaba a revelar sus secretos. Había que partir de cero otra vez, modificar la composición del cóctel cebador, verificar las operaciones de detección de la enzima muda y comprobar los posibles errores de manipulación. En la investigación biológica, un fracaso como éste es moneda corriente. Todos lo sabían. Sin embargo, en aquella tarde glacial de enero, la decepción abrumaba a los sucesores de Louis Pasteur.
—No, todavía nada. Ningún signo de radiactividad en el contador.
Luc Montagnier, malhumorado, colgó por enésima vez el auricular telefónico. Hacía ya catorce noches que sus contrariados colaboradores le daban la misma respuesta. Y, sin embargo, ¡lo habían puesto en marcha todo, con gran empecinamiento, para hacer hablar a sus tubos de ensayo! Si realmente era un retrovirus lo que había infectado el ganglio del estilista parisiense, parecía imposible que ese agente de muerte pudiera mantener su incógnito después de un acoso tan largo. La duda comenzó a invadir a todos los miembros del equipo de la sala Bru. ¿Tenían los medios técnicos para enfrentarse con un adversario como aquél? ¿Y si tal virus no existía? ¿No sería una invención, un fantasma con el que los clínicos y los epidemiólogos disimulaban su impotencia para dominar la enfermedad?
Fue en ese ambiente siniestro donde resonó, en la mañana del decimoquinto día, el grito de gozo que iba a trastornarlo todo. Allí, en la pantalla del contador electrónico, acababa de aparecer la cifra «3.000». Era, ciertamente, una cifra miserable y, sin embargo, era también el primer signo irrefutable de la presencia de una sustancia radiactiva en el fondo de los tubos, tal vez la primera manifestación de la enzima con la que los investigadores franceses esperaban demostrar la existencia del hipotético agente del sida. Era necesario hallar la confirmación. Ésta se materializó tres días después, esta vez con seis mil impulsos radiactivos por minuto. Tres días más, y la cifra trepó a los nueve mil. Luc Montagnier acudió para felicitar a sus colegas. La euforia había barrido las dudas de la semana anterior, cuando se produjo el drama.
Sobrevino durante un simple control de rutina, el del buen comportamiento de los cultivos de linfocitos confiados veinte días antes por Luc Montagnier al equipo de la sala Bru. Este control era hasta tal punto primordial, que Françoise Barré-Sinoussi lo realizaba ella misma varias veces al día. Los glóbulos blancos extraídos del ganglio del estilista representaban un capital inestimable porque se les consideraba sospechosos de contener el famoso agente del sida. Hasta aquel día se habían comportado admirablemente bien y constituían el orgullo de la bióloga, porque afirmaban la base de todas sus esperanzas. Siempre que se les prestase una atención continua y que se les diese tiempo, Françoise estaba convencida de verlos reproducirse en número suficiente para acarrear, al mismo tiempo, la multiplicación del virus asesino que albergaban, lo cual permitiría su identificación. Pero el espectáculo de desolación que descubrió en la luz de su microscopio aniquiló esa esperanza. Las células estaban a punto de morir ante sus ojos. El suntuoso arriate de bolas y de bastoncillos fosforescentes ante el cual se había extasiado tantas veces había sido reemplazado por una funesta imagen. Algunas células hinchadas como dirigibles estaban a punto de estallar. Otras se habían fusionado para formar gigantes y grotescas amalgamas. En lugar de refulgir como las facetas de un brillante, sus membranas se habían vuelto casi negras. Estaban granulosas, se despedazaban y se erizaban de asperezas, señales de su fin inminente.
La consternación se apoderó de los investigadores franceses. ¿De dónde provenía aquel desastre? ¿Qué error habían cometido? ¿A qué nivel? ¿En la alimentación, en el calentamiento, en la respiración de los cultivos? ¿Había podido un cuerpo extraño contaminar las pipetas, los tubos, los filtros? Jean-Claude Chermann y Françoise Barré-Sinoussi comprobaron una tras otra todas las posibilidades. No pudieron hallar ninguna causa accidental. Fue entonces cuando una misma intuición vino a sus mentes: ¿y si el responsable de la catástrofe fuese el propio retrovirus? ¿Aquel cuya existencia se empeñaban en demostrar mediante la presencia de la enzima que le servía de vehículo para introducirse en el núcleo de las células? Esta posibilidad les produjo vértigo. Si el agente que mataba sus cultivos de glóbulos blancos era realmente un retrovirus, se trataba de un retrovirus desconocido, porque se comportaba al revés que el primer retrovirus humano descubierto por Robert Gallo y que todos los retrovirus hallados en los animales. En lugar de desencadenar la alocada y anárquica proliferación de los glóbulos blancos infectados por él, como en el caso de la leucemia, los mataba, simplemente.
¿Era posible que existiese un retrovirus humano de una familia muy distinta de la del retrovirus descubierto por el científico norteamericano? La hipótesis, en efecto, era como para dar vértigo. Si se confirmaba, ¡qué bomba en el camino de la investigación médica! ¡Qué consagración para el equipo de la sala Bru! ¡Y qué angustia, también! «La muerte de los linfocitos del joven estilista amenazaba con privarnos del objeto mismo de nuestro descubrimiento —explica Jean-Claude Chermann—. Seguro que desembocaría en la destrucción del virus que aquellos linfocitos albergaban. Al acabarse las células, se acabarían los virus». Para conjurar esta catástrofe había que tratar con toda urgencia de prolongar la vida de los cultivos agonizantes con una aportación de células sanas.
Los incubadores y las congeladoras de un laboratorio siempre rebosan células en cultivo destinadas a los diferentes programas de investigación que están en marcha. Los de Jean-Claude Chermann contenían aquel invierno un gran número de células de ratones, de visones y de otros mamíferos de piel. ¿Resucitaría el virus del estilista enfermo con el contacto de esas células animales? ¿Querría sitiarlas? ¿Sería capaz de forzar el acceso, de infiltrarse en su núcleo, de obligarlas a reproducirse? Todas las tentativas se saldaron con un fracaso. Sólo una aportación de células humanas podría evitar, tal vez, aquel desastre.