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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (74 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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La noche era tormentosa. Las fortificaciones del castillo parecían ceder al viento y, a intervalos, gemidos prolongados parecían llegar con el aire, como esos que con frecuencia engañan a mentes melancólicas en las tempestades y en medio de las escenas de desolación. Emily oyó, como otras veces, el alerta de los centinelas a lo largo de la terraza y, al mirar por la ventana, observó que había sido doblada la guardia; una precaución que resultaba necesaria tras contemplar las condiciones en que se encontraban los muros. Los sonidos que conocía de la marcha de los soldados, sus voces distantes que le llegaban con el viento, se perdieron de nuevo, y trajeron a su memoria las sensaciones de melancolía cuando los oyó anteriormente y despertó comparaciones casi involuntarias entre su situación de entonces y la presente. Pero aquello no era para congratularse y tuvo el acierto de controlar el curso de sus pensamientos. Como aún no era la hora en que acostumbraba a oír la música, cerró la ventana y trató de esperar con paciencia. Aseguró como de costumbre la puerta que conducía a la escalera con algunos de los muebles de la habitación, pero aquello aumentó sus temores al ver que todo era inadecuado al poder y a la perseverancia de Verezzi, y miró un enorme y pesado armario que había en la habitación y deseó que entre ella y Annette tuvieran fuerza suficiente para moverlo. Mientras se lamentaba de la larga ausencia de la muchacha, que seguía con Ludovico y con otros criados, avivó el fuego de la chimenea para hacer que la habitación pareciera menos desolada y se sentó junto a la misma con un libro, cuyos ojos recorrían, mientras sus pensamientos estaban con Valancourt y sus propias desgracias. Según estaba sentada, en una pausa del viento, creyó distinguir la música y corrió a la ventana para escuchar, pero la fuerza del aire se impuso a cualquier otro sonido. Cuando el viento volvió a detenerse, oyó claramente en la profunda pausa que sucedió las dulces cuerdas de un laúd, pero de nuevo la creciente tempestad se llevó sus notas y una vez más vencieron en una pausa solemne. Emily, temblando con la esperanza y el temor, abrió la ventana para escuchar y tratar de comprobar si su voz podía ser oída por el músico y acabar con aquel estado de torturante inquietud relativa a Valancourt, lo que parecía imposible. Había tal tranquilidad en las habitaciones que distinguió las suaves notas del mismo laúd que había oído anteriormente, y, con ellas, una voz más dulce que el sonido que le llegaba de las copas de los árboles, hasta que se perdió en el viento. Las altas copas se empezaron a mover, mientras el viento que rugía pesadamente se movía por los bosques inclinando los árboles casi hasta las raíces. Otros árboles, a la derecha, parecieron contestar el agudo lamento cediendo luego en un murmullo hasta morir en el silencio. Emily volvió a escuchar con expectación y miedo y oyó las dulces notas del laúd y la misma voz solemne. Convencida de que procedía de una habitación bajo la suya, se asomó todo lo que pudo tratando de descubrir alguna luz, pero las ventanas inferiores, como las de arriba, estaban hundidas tan profundamente en los espesos muros del castillo que no pudo verlas, ni siquiera un débil rayo que probablemente lucía entre los barrotes. Se aventuró a llamar, pero el viento ahogó su voz en el otro extremo de la terraza y de nuevo oyó la música como antes, en una pausa del ventarrón. De pronto, le pareció oír un ruido en su habitación y se retiró de la ventana. Un momento después distinguió la voz de Annette. Convencida de que había sido ella la que había producido el ruido, la dejó entrar.

—Avanza sin ruido, Annette, hasta la ventana —dijo—, y escucha conmigo; la música ha vuelto.

Se quedaron quietas y silenciosas.

—¡Virgen Santa! —exclamó Annette—, conozco muy bien esa canción. Es francesa, una de las favoritas de mi querido país.

Se trataba de la balada que Emily había oído en otra ocasión, aunque no la que había escuchado en el pabellón de pesca en Gascuña.

—¡Oh!, el que canta es francés —dijo Annette—, tiene que ser monsieur Valancourt.

—¡Silencio! Annette, no hables tan fuerte —dijo Emily—, pueden oímos.

—¿Quién? ¿El chevalier? —dijo Annette.

—No —replicó Emily entristecida—, alguien que pueda informar al signor. ¿Qué razones tienes para creer que es monsieur Valancourt el que canta? Pero, ¡silencio! ¡Ahora se oye más fuerte! ¿No recuerdas ese timbre de voz? Temo confiar en mi propio juicio.

—Lo que sucede es que yo nunca he oído cantar al chevalier, mademoiselle —replicó Annette, que, como comprendió Emily desilusionada, no tenía razones para deducir que se trataba de Valancourt, sino que el músico debía ser francés. Poco después oyó la canción del pabellón de pesca, y distinguió su propio nombre, que fue repetido tan claramente que Annette también lo oyó. Temblorosa, se dejó caer en una silla junto a la ventana, y Annette gritó: «¡Monsieur Valancourt! ¡Monsieur Valancourt!», mientras Emily trataba de contenerla, pero ella repitió la llamada con más fuerza que antes y el laúd y la voz se detuvieron de pronto. Emily escuchó durante un rato con tensión intolerable, pero no recibió respuesta alguna.

—Esto no significa, mademoiselle —dijo Annette—, que no sea el chevalier. Hablaré con él.

—No, Annette —dijo Emily—, lo haré yo misma. Si es él, reconocerá mi voz y hablará de nuevo. ¿Quién canta a esta hora tan tardía?

Siguió un largo silencio, y tras repetir la pregunta, percibió unos ligeros sonidos que fueron borrados por el viento. Eran tan distantes y pasaron tan rápidamente que casi no los oyó y mucho menos pudo distinguir las palabras que habían musitado o reconocer la voz. Tras otra pausa, Emily llamó de nuevo y también de nuevo ambas oyeron una voz, pero tan débil como antes y comprendieron que intervenían otras circunstancias además de la fuerza y la dirección del viento, ya que la gran profundidad de los ventanales en los muros del castillo contribuían aún más que la distancia a impedir que se entendieran las palabras, aunque los sonidos pudieran llegar a oírse. Sin embargo, Emily se aventuró a creer, por el hecho de que su voz había sido contestada, que Valancourt era el desconocido y que sabía que se trataba de ella, y se llenó de alegría al extremo de no poder hablar. No era esa la situación de Annette, por lo que renovó sus llamadas, sin recibir respuesta. Emily, temiendo que un nuevo intento fuera altamente peligroso y que pudiera exponerlas a la guardia del castillo, y puesto que no podía concluir con sus dudas, ordenó a Annette que abandonara sus preguntas por aquella noche, aunque determinó que haría otras a Ludovico por la mañana y con más insistencia. Sabía que el desconocido al que había oído anteriormente seguía en el castillo, y orientaría a Ludovico respecto a la parte del mismo en que estaba confinado.

Emily, acompañada por Annette, continuó en la ventana durante algún tiempo, pero todo permaneció en silencio. No volvieron a oír el laúd ni la voz, y Emily se sintió tan oprimida por su alegría como había estado por el sentimiento de su desgracia. Con pasos rápidos recorrió la habitación ora diciendo su nombre, ora deteniéndose de pronto, o acercándose a la ventana para escuchar, donde, sin embargo, sólo oyó el solemne agitarse de los árboles. En algún momento su impaciencia por hablar con Ludovico le hizo pensar en que Annette le llamara, pero el sentido de lo impropio que sería hacerlo a medianoche la contuvo. Annette, mientras tanto, tan impaciente como su señora, acudió con la misma frecuencia a la ventana para escuchar, regresando casi con la misma contrariedad. Por fin mencionó al signor Verezzi y comentó sus temores de que pudiera entrar en la habitación por la escalera.

—Pero si ya casi ha pasado la noche, mademoiselle —dijo—, ya se ve la luz de la mañana asomando por esas montañas, hacia el este.

Emily se había olvidado hasta aquel momento que existiera Verezzi y todo el peligro que la había tenido atemorizada; pero el recuerdo del nombre renovó su alarma y recordó el viejo armario que había deseado colocar ante la puerta, que intentó mover con la ayuda de Annette, pero que resultó tan pesado que no lo pudieron apartar de su sitio.

—¿Qué hay en este armario, mademoiselle —dijo Annette—, para que sea tan pesado?

Emily replicó que se lo había encontrado en la habitación cuando llegó por primera vez al castillo y que nunca lo había examinado.

—Entonces lo haré yo, mademoiselle —dijo Annette, y trató de abrir la hoja, pero estaba sujeta con un candado del que no tenía la llave, y parecía por su construcción peculiar que se abría con un muelle. La mañana entraba ya por la ventana y el viento había quedado en calma. Emily miró al exterior, a los bosques y a las montañas a media luz y vio el espectáculo completo, tras la tormenta, en profunda quietud, los árboles inmóviles y las nubes que temblaban en el amanecer, como fijas en el cielo. Un soldado paseaba por la terraza inferior midiendo sus pasos, y dos, más distantes, se habían dormido apoyados en el muro. Tras respirar el aire puro y el aroma de la vegetación que había desprendido la lluvia y escuchar una vez más por si se oía la música, cerró la ventana y se retiró a descansar.

Capítulo IX
Así, en el helado y triste país lapón,
perdido durante muchos meses en la nieve profunda,
cuando Febo desde Cáncer envía la suavidad de las estaciones
yen su cueva del norte se han encerrado las tempestades,
desde las montañas silenciosas, directo, con ruidos alarmantes,
los torrentes se abalanzan, emergen colinas verdes, y mirad
los árboles frondosos, los acantilados coronados de flores,
por los valles llenos de césped, van murmurando los riachuelos claros
y rebosa el corazón del campesino de admiración, amor y alegría.

BEATTIE

V
arios de los días siguiente pasaron en la duda, ya que Ludovico sólo pudo enterarse por los soldados de que había un prisionero en la habitación que le había señalado Emily, y que se trataba de un francés capturado en una de sus salidas, que iba con un grupo de compatriotas. Durante este intervalo Emily escapó de las persecuciones de Bertolini y de Verezzi, encerrándose en su habitación excepto cuando algunas veces, por la tarde, se atrevió a pasear por el pasillo. Montoni parecía respetar su última promesa, aunque había profanado la primera, ya que su presente tranquilidad sólo podía ser atribuida a su protección, y con ello se veía tan segura que no deseaba abandonar el castillo hasta no tener alguna certeza relativa a Valancourt; lo que esperó en realidad sin sacrificio, puesto que no se había presentado circunstancia alguna que hubiera podido hacer probable su huida.

Al cuarto día Ludovico le informó de que tenía esperanzas de poder entrar en contacto con el prisionero. Lo haría en la guardia de un soldado del que era amigo y al que acompañaría la noche siguiente. No fue contrariado en sus esperanzas. Con el pretexto de llevar una jarra de agua, entró en la prisión, aunque como por prudencia no había comunicado al centinela el motivo real de su visita, se vio obligado a hacer que su conversación con el prisionero fuera muy breve.

Emily esperó el resultado en su habitación, pues Ludovico había prometido acompañar a Annette hasta el corredor por la tarde, y llegó tras varias horas de espera impaciente. Emily, deseosa de que le confirmara que se trataba de Valancourt, no pudo articular palabra, se quedó temblorosa y expectante.

—El chevalier no me ha confiado su nombre, signora —replicó Ludovico—, pero cuando mencioné el vuestro pareció lleno de alegría, aunque no estaba tan sorprendido como yo esperaba.

—¿Entonces es que me recuerda? —exclamó Emily.

—¡Oh! ¡Es monsieur Valancourt! —dijo Annette, y miró impaciente a Ludovico, que comprendió lo que le quería decir y continuó:

—Sí, señora, el chevalier os recuerda y estoy seguro de que os tiene la consideración que vos tenéis por él. Me preguntó entonces cómo habíais llegado a saber que estaba en el castillo y si me habíais ordenado que hablara con él. A la primera pregunta no pude contestar, pero la segunda sí, y él volvió de nuevo a su éxtasis. Temí que su alegría le traicionara ante el centinela que estaba en la puerta.

—¿Pero cómo está, Ludovico? —interrumpió Emily—. ¿No está melancólico y enfermo tras este confinamiento?

—No lo creo. No presentaba síntomas de estar melancólico, señora, mientras estuve con él, ya que le vi más animado de lo que nunca he visto a nadie; su rostro estaba lleno de alegría y parecía encontrarse bien, pero no le pregunté.

—¿Te dio algún mensaje para mí? —dijo Emily.

—Sí, signora, y algo más —replicó Ludovico, que se registró en los bolsillos—. No puedo haberlo perdido —añadió—, el chevalier dijo que os habría escrito, señora, de haber tenido pluma y tinta, y os iba a enviar un largo mensaje, cuando el centinela entró en la habitación, pero no antes de que me hubiera dado esto.

Ludovico sacó una miniatura de su pecho, que Emily recibió con mano temblorosa y vio que se trataba de su retrato, el mismo retrato que su madre había perdido tan misteriosamente en el pabellón de pesca de La Vallée.

Lágrimas de alegría y ternura brotaron de sus ojos, mientras Ludovico proseguía.

—«Dile a tu señora», dijo el chevalier al darme el retrato, «que éste ha sido mi compañero y mi único solaz en todas mis desgracias. Dile que lo he llevado junto a mi corazón y que se lo envío como prueba de un afecto que no morirá nunca, que no me separaría de él, si no fuera para ella, por todas las riquezas del mundo, y que ahora lo hago con la esperanza de recibirlo de sus propias manos. Dile...» En ese momento, signora, llegó el centinela y el chevalier no dijo nada más; pero él me había pedido antes que le ayudara a tener una entrevista con vos, y cuando le dije que tenía pocas esperanzas de convencer al guardián para que me ayudara, me dijo que tal vez no fuera tan difícil como yo imaginaba y me suplicó que le llevara vuestra respuesta, y que entonces me informaría de más cosas que se podrían hacer. Esto es, creo, señora, todo lo sucedido.

—¿Cómo podría, Ludovico, compensarte por esos riesgos? —dijo Emily—. Pero ahora no poseo los medios. ¿Cuándo volverás a ver de nuevo al chevalier?

—No estoy seguro, signora —replicó—, depende de quién haga la próxima guardia. Sólo hay uno o dos a los que me atrevería a pedirles que me dejaran entrar en la cámara del prisionero.

—No necesito recordarte —prosiguió Emily—, el interés que tengo en que veas pronto al chevalier, y cuando lo hagas, dile que he recibido el retrato y con los sentimientos que él desea. Dile que he sufrido mucho y que sigo sufriendo... —se detuvo.

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