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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (71 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Emily, escuchando con sorpresa y atención, distinguió la siguiente invocación cantada en la lengua pura y elegante de Toscana, acompañada por unos cuantos instrumentos pastoriles.

A UNA NINFA MARINA

¡Oh, ninfa, que amas flotar en la ola verde,
cuando Neptuno duerme bajo la hora de la luz de la luna,
arrullada por el poder melancólico de la música!
¡Oh, ninfa, surge de tu cueva perlada!
Porque Héspero brilla entre la sombra del crepúsculo,
y pronto temblará Cintia sobre la marea,
reluciendo en esta escollera, que limita el orgullo del océano,
y solitario silencio llenará todo el aire.
Entonces, deja que tu suave voz se inflame en la distancia,
y se deslice sin ruido en esta solitaria playa,
se sumerja en la brisa, hasta morir —sin oírse más—
despertando la magia inesperada de tu concha.
Mientras la extensa costa en dulce eco contesta,
sus melodías confortantes seducen el corazón meditabundo,
y proclaman las visiones de futura sonrisa.
¡Oh, ninfa, surge de tu cueva perlada!
(Coro.) ¡Surge!
(Semicoro.) ¡Surge!

Al repetir las últimas palabras el grupo que la rodeaba, el manojo de flores fue lanzado a las olas, y el coro, apagándose con su canto, murió en el silencio.

—¿Qué quiere decir eso, Maddelina? —preguntó Emily, despertando del grato trance en el que le había sumergido la música.

—Es la víspera de una fiesta, signora —replicó Maddelina—, y los campesinos se entretienen con toda clase de juegos.

—Pero hablaban de una ninfa marina —dijo Emily—, ¿cómo es posible que esta buena gente piense en las ninfas marinas?

—Oh, signora —prosiguió Maddelina, confundiendo la causa de la sorpresa de Emily—, nadie cree en esas cosas, pero nuestras antiguas canciones hablan de ellas, y, cuando estamos en nuestros juegos, las cantamos a veces y echamos guirnaldas al mar.

Emily había sido enseñada desde muy niña a venerar a Florencia como la sede de la literatura y de las bellas artes; pero que su gusto por la historia hubiera alcanzado a los hombres del campo, le produjo sorpresa y admiración. A continuación, le llamó la atención el aire arcadiano de las muchachas. Sus vestidos eran muy cortos, llenos de puntillas de un verde claro, con corpiño de seda blanca; las mangas perdidas y sujetas a los hombros con lazos y ramos de flores. El pelo, que caía en trenzas por la espalda, estaba también adornado con flores, y un pequeño sombrero de paja, colocado hacia atrás en un lado de la cabeza, daba una expresión de alegría y de vivacidad a toda su figura. Cuando la canción hubo concluido, varias de aquellas muchachas se aproximaron a Emily, la invitaron a sentarse con ellas y le ofrecieron, a ella y a Maddelina, uvas e higos.

Emily aceptó su cortesía, complacida por la gentileza y gracia de sus modales, que parecían ser perfectamente naturales en ellas. Cuando Bertrand se acercó poco después y trató de llevársela con violencia, un campesino le invitó a beber, una tentación que rara vez era capaz de resistir.

—Deja que la señorita se una al baile, amigo —dijo el campesino, mientras vaciaba su vaso—. Empieza ahora mismo. ¡Arriba! ¡Muchachos, golpead vuestros tambores y haced sonar vuestras alegres flautas!

La música sonó alegre y los más jóvenes se colocaron en un círculo, al que ya se había unido Emily, que se había animado al unísono con su alegría. Maddelina, sin embargo, lo aceptó menos decidida, y Emily, según contemplaba aquel feliz grupo, perdió la sensación de sus desgracias en aquel suave placer. Pero los pensamientos melancólicos volvieron a su cabeza al sentarse un poco apartada del grupo, mientras escuchaba la música dulce que el viento iba apagando. Se quedó mirando la luna, reflejada en las olas y en las cumbres cubiertas de árboles de los acantilados que se extienden por estas playas de Toscana.

Mientras tanto, Bertrand se quedó tan satisfecho con el primer vaso que se dispuso a empezar con el segundo, y ya era muy tarde cuando Emily, no sin algunos temores, regresó a la casa.

Tras aquella tarde paseó frecuentemente con Maddelina, pero nunca fue atendida por Bertrand; y se fue sintiendo más serena según las circunstancias de su situación lo permitían. La tranquilidad en la que la habían obligado a vivir ánimo su esperanza de que no hubiera sido enviada allí con un designio perverso; y, si no hubiera sido por la probabilidad de que Valancourt estuviera en Udolfo, habría deseado permanecer en aquel lugar, hasta que se le hubiera ofrecido una oportunidad para regresar a su país natal. Pero, cuando pensaba en los motivos de Montoni para enviarla a la Toscana, se quedaba más perpleja y no podía creer que algún tipo de consideración por su seguridad hubiera influido en él en aquella ocasión.

Llevaba algún tiempo en la casa, cuando recordó que, debido a la prisa por salir de Udolfo, había olvidado los documentos que le había confiado su difunta tía relativos a las propiedades del Languedoc; pero, aunque este hecho le ocasionó bastante inquietud, tenía algunas esperanzas de que, en el oscuro lugar en que habían quedado depositados, escaparan a la atención de Montoni.

Capítulo VIII
Mi lengua tiene, sin embargo, un relato más duro que contar.
Yo interpreto al atormentador, poco a poco,
para prolongar lo peor que debe ser dicho.

RICARDO II

V
olvemos ahora por un momento a Venecia, donde el conde Morano padecía una acumulación de desgracias. Poco después de su llegada a la ciudad había sido arrestado por orden del Senado, y, sin saber de lo que se le acusaba, fue llevado a un lugar de confinamiento, donde las más interesadas investigaciones de sus amigos habían sido incapaces de encontrarle. No había podido descubrir qué enemigo le había ocasionado aquella calamidad, a menos, claro está, que fuera Montoni, al que se dirigían sus sospechas, y no sólo con aparente probabilidad, sino con justicia.

En el asunto de la copa envenenada Montoni había sospechado de Morano, pero al no poder obtener las pruebas suficientes para condenarle por una intención culpable, había recurrido a otros medios para completar su venganza. Contrató a una persona en la que creía que podía confiar para enviar una carta de acusación a la
Demunzie secrete,
o bocas de leones, que hay en las galerías del palacio del Dux, como receptáculos para información anónima, relativa a personas que pudieran ser desafectas al Estado. Como en estas ocasiones el acusador no es enfrentado al acusado, un hombre puede ser implicado falsamente por su enemigo y lograr una venganza injusta sin temor al castigo o a ser detenido. Que Montoni hubiera recurrido a este medio diabólico de arruinar a una persona, de la que sospechaba que había atentado contra su vida, no es sorprendente. En la carta que había empleado como instrumento de venganza acusaba a Morano de conspirar contra el Estado, lo que intentaba probar con toda la simplicidad plausible de la que era maestro; y el Senado arrestó al conde como consecuencia de la acusación. Sin hacerle indicación alguna sobre su delito, le encerraron en una de aquellas prisiones secretas, que eran el terror de los venecianos, y en las que las personas languidecían y a veces morían sin ser localizadas por sus amigos.

Morano había incurrido en el resentimiento personal de muchos miembros del Estado; sus costumbres le habían hecho odioso a algunos; y su ambición y la rivalidad que manifestó en varias ocasiones de modo público, a otros. No era de esperar que el perdón pudiera suavizar los rigores de la ley, que debía ser administrada por las manos de sus enemigos.

Mientras tanto, Montoni se vio asaltado por peligros de otra naturaleza. Su castillo había sido sitiado por tropas que parecían dispuestas a todo y a aguantar pacientemente cualquier complicación para lograr la victoria. No obstante, el castillo había resistido el ataque, y esto, junto con la vigorosa defensa de sus hombres y la dificultad de aprovisionamiento en aquellas montañas salvajes, no tardaron en obligar a los asaltantes a levantar el sitio. Cuando Udolfo se vio de nuevo en manos de la tranquila posesión de Montoni, mandó a Ugo a Toscana en busca de Emily, a la que había enviado en consideración a su seguridad personal a aquel lugar mientras el castillo corría el riesgo de ser invadido por enemigos. Lograda la tranquilidad en Udolfo, estaba impaciente por asegurarse que ella estuviera de nuevo bajo su techo, y había encargado a Ugo que ayudara a Bertrand en su viaje de regreso. Obligada así a regresar, Emily lamentó tener que separarse de Maddelina, y después de unos quince días en Toscana, donde había experimentado un intervalo de calma,. que era absolutamente necesario para que recuperara su ánimo afectado durante tanto tiempo, comenzó de nuevo a ascender los Apeninos, desde cuyas alturas echó una última y triste mirada al hermoso país que se extendía a sus pies, y al Mediterráneo distante, cuyas olas había deseado tantas veces que la llevaran a Francia. La inquietud que sentía a su regreso al lugar de sus anteriores sufrimientos se veía suavizada sin embargo por la conjetura de que Valancourt estuviera allí, y en parte se consoló con la idea de estar cerca de él, por encima de la consideración de que probablemente sería uno de los prisioneros.

A mediodía salió de la casa y ya era noche cerrada mucho antes de que llegara a las proximidades de Udolfo. Había luna, pero asomaba sólo a intervalos, ya que la noche era nubosa, y a la luz de la antorcha que llevaba Ugo los viajeros avanzaban en silencio, Emily meditando en su situación, y Bertrand y Ugo anticipando las satisfacciones de un vaso de vino y de un buen fuego, porque llevaban tiempo sintiendo la diferencia entre lo templado del clima en las llanuras de Toscana y el aire cortante de estas regiones de la altura. Emily se vio arrancada de sus sueños por el sonido lejano del reloj del castillo, que oyó con cierta preocupación según le llegaba con la brisa. Se sucedieron las campanadas y murieron en el leve murmullo de las montañas: para su afectada imaginación le parecieron medir un período de su destino.

—¡Ay, el reloj! —dijo Bertrand—. ¡Ahí sigue, el cañón no le ha hecho callar!

—No —contestó Ugo—, suena tan alto como el mejor de ellos en medio de todo el fragor. ¡También sonaba en medio del más tremendo fuego que he visto hasta la fecha! Dije que a lo mejor alguno de ellos podía haber acertado a la vieja que lo sostiene, pero logró escapar, y la torre también.

Siguieron por el camino que rodeaba la base de la montaña hasta llegar a la vista completa del castillo, que estaba iluminado en la perspectiva del valle por los rayos de la luna, y desapareció después en la sombra. Sus muros pesados y tristes despertaron en Emily ideas de prisión y sufrimiento. Al avanzar, una cierta esperanza se mezcló con su terror, porque aunque era ciertamente la residencia de Montoni, era posible, también, que fuera la de Valancourt, y no podía aproximarse al lugar en el que tal vez se encontrara sin experimentar en parte la alegría de la esperanza.

Continuaron rodeando el valle y pronto volvió a ver los viejos muros y las torres iluminadas por la luna, que se elevaban por encima del bosque. Los fuertes rayos le permitieron también ver los destrozos que había causado el asedio, con los muros rotos y las almenas caídas, ya que en ese momento se encontraban al pie de la llanura en la que se extendía Udolfo. Fragmentos de piedra habían rodado hasta los árboles, a través de los que los viajeros ascendían, y se mezclaban con la tierra y con los trozos de roca que habían arrastrado en su caída. Los bosques también habían sufrido los disparos, ya que el enemigo se había refugiado allí para librarse del fuego que disparaban desde las murallas. Muchos árboles nobles yacían en el suelo, y otros, en gran cantidad, habían sido desprovistos de sus ramas.

—Será mejor que desmontemos —dijo Ugo— y llevemos a las mulas por la colina, o caeremos en algunos de los hoyos que han hecho las balas. Está todo lleno de ellos. Dame la antorcha —continuó Ugo— y ten cuidado por dónde pisas, porque el campo no está aún limpio de enemigos.

—¡Cómo! —exclamó Emily—, ¿todavía sigue aquí el enemigo?

—No, no me refiero a eso —replicó—. Cuando pasé por aquí vi uno o dos cuerpos entre los árboles.

Al seguir, la antorcha iluminó levemente el suelo y las entradas en el bosque, y Emily no se atrevió a mirar a lo lejos, ante el temor de contemplar algún terrible espectáculo. El sendero estaba cubierto con puntas rotas de flechas y con trozos de coraza que en aquel tiempo se usaban sobre las ropas más ligeras de los soldados.

—Acerca la luz —dijo Bertrand—, he tropezado con algo que huele que apesta.

Ugo aproximó la antorcha y vieron un peto en el suelo, que Bertrand levantó, y el interior estaba lleno de sangre. Ante la insistencia de Emily de que debían continuar, Bertrand hizo algunas bromas sobre el desgraciado al que había pertenecido y lo tiró con fuerza contra el suelo, mientras proseguía.

A cada paso, Emily temía ver algún vestigio de muerte. Al llegar a un claro del bosque Bertrand se detuvo para comprobar el suelo, que estaba cubierto con troncos y ramas de árboles y que parecía haber sido un lugar especialmente fatal para los sitiadores; porque era evidente por la destrucción de los árboles que el fuego más duro había sido dirigido hacia allí. Ugo levantó de nuevo la antorcha entre los árboles caídos y vieron que el suelo estaba cubierto con los trajes destrozados de los soldados, cuyas formas fantasmales casi esperaba ver Emily y volvió a rogarles que continuaran su camino, pero estaban demasiado interesados en su examen para atenderla. Volvió la mirada de aquel lugar desolado hacia el castillo, en el que vio las luces que se movían por las murallas. En ese momento el reloj dio las doce y sonó la trompeta, por lo que Emily preguntó el motivo.

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