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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (70 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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La casa, que tenía toda la sombra del bosque y que sólo recibía el sol de la tarde, estaba rodeada enteramente por los emparrados, las higueras y jazmines, cuyas flores sobrepasaban en tamaño y fragancia todas las que Emily había visto. Los jazmines y los racimos maduros de uvas que colgaban alrededor de su ventana se mezclaban con la variedad de perfumes de las flores silvestres y de las hierbas, y, en el margen opuesto de la corriente, que llenaba todo de frescura, se elevaban los grupos de naranjos y limoneros. Aquello, aunque situado frente a la ventana de Emily, no interrumpía su visión, sino que la hacía más grata, por sus tonos verde oscuro y el efecto de la perspectiva; y para ella aquel lugar estaba lleno de dulzuras, cuyos encantos influyeron imperceptiblemente en su mente para su propia serenidad.

La hija de los campesinos la llamó para el desayuno. Era una muchacha de unos diecisiete años, de rostro agradable, a la que Emily contempló con agrado, animándose con los afectos puros de la naturaleza, aunque los otros, los que la rodeaban, expresaran más o menos las peores cualidades: crueldad, ferocidad, astucia y traición; del último estilo eran especialmente los rostros del campesino y de su mujer. Maddelina habló poco, pero lo que dijo fue con voz suave y con aire modesto y complaciente, que interesó a Emily, que desayunó en una mesa aparte con Dorina, mientras Ugo y Bertrand se atiborraban del jamón y vino de Toscana con su anfitrión, cerca de la puerta de la casa. Cuando acabaron, Ugo se levantó con rapidez, reclamando su mula, y Emily supo que iba a regresar a Udolfo, mientras Bertrand permanecería en la casa; una circunstancia que, aunque no la sorprendió, sí la llenó de angustia.

Cuando Ugo se hubo marchado, Emily se propuso pasear por los bosques próximos; pero, al ser informada de que no podría salir de la casa sin ir acompañada por Bertrand, se retiró a su habitación. Allí, con los ojos fijos en las cumbres de los Apeninos, recordó las terribles escenas que le ofrecieron y los horrores que había sufrido la noche anterior, particularmente en el momento en que Bertrand se traicionó a sí mismo reconociendo que era un asesino. Estos recuerdos despertaron un cúmulo de imágenes, que al abstraerla de sus consideraciones sobre su propia situación, le permitieron expresarlas en las líneas siguientes, contenta de haber descubierto un medio inocente por el que podía librarse durante una hora de su desgracia.

EL PEREGRINO

Despacio por los Apeninos, con los pies sangrando,
un paciente Peregrino teje su camino solitario,
para engalanar el trono de la Virgen de Loreto,
con la pequeña riqueza que su fervor pueda ofrendar,
desde las cumbres de las montañas frío muere el rayo de la tarde,
y, extendido en el crepúsculo, adormece el valle en el fondo;
y entonces, al fin, la última franja púrpura del día
a lo ancho del melancólico Oeste se desvanece lenta.
En lo alto, sobre su cabeza, los pinos inquietos se lamentan,
cuando sobre sus copas se agita la brisa de la noche;
en lo más hondo, la ronca corriente increpa en vano a las rocas;
el Peregrino se detiene en el vértigo de la altura,
entonces se apresura con paso cauteloso hacia el valle,
porque se ve oscuramente l a cruz de una ermita,
coronando una roca, y allí podría descansar su cojera,
confortando en la cueva del buen hombre, al resplandor de la leña,
sobre camas frondosas, sin engaños que molestaran su sueño.
¡Infeliz Luke! ¡Confía en una pista traidora!
Tras las rocas acecha escondido el ladrón;
no había luna amiga que proyectara su sombra gigante
por el camino, para preservar la sangre del Peregrino;
al avanzar cantaba un himno de vísperas,
el himno que por las noches le calmaba en el reposo.
¡El rufián saltó fiero sobre su presa i ndefensa!
El Peregrino moría desangrado, sus párpados cerrados.
¡Sin embargo, su espíritu humilde no tuvo en cuenta la venganza,
sino, muriendo, por la vida de su asesino, ¡pensó en una santa oración!
[31]

Prefiriendo la soledad de su cuarto a la compañía de las personas que había en el piso de abajo, Emily cenó en ella, y Maddelina tuvo que ocuparse de ello. De su simple conversación supo que el campesino y su esposa eran antiguos habitantes de la casa, que había sido comprada para ellos por Montoni, en recompensa por algún servicio que le había hecho Marco hacía muchos años. Marco era algo pariente de Carlo, el mayordomo del castillo.

—Hace tantos años, signora —añadió Maddelina—, que no estoy enterada de ello; pero mi padre le hizo al signor un buen servicio, porque mi madre le dice con frecuencia que esta casa era lo menos que podía haberle dado.

Emily prestó gran atención a estos detalles, con doloroso interés, ya que parecían dar una impresión temible del carácter de Marco, cuyo servicio había sido premiado de ese modo por Montoni, y casi no dudó de que fuera algo criminal. Si era así, lo que tenía demasiadas razones para creer, habría sido puesta en sus manos con algún propósito desesperado.

—¿Has oído si hace muchos años que tu padre realizó ese servicio del que habla? —preguntó Emily, que estaba considerando el hecho de la desaparición de la signora Laurentini de Udolfo.

—Fue poco antes de que viniera a vivir a esta casa, signora —replicó Maddelina—, y eso debe hacer unos dieciocho años.

Era más o menos el período en que la signora Laurentini había desaparecido, y Emily pensó que Marco le habría ayudado en aquel asunto misterioso y, tal vez, ¡había sido utilizado como asesino! Este horrible pensamiento se apoderó de ella con tal profundidad que Maddelina salió de la habitación sin que se diera cuenta y permaneció inconsciente ante todo lo que la rodeaba durante bastante tiempo. Las lágrimas, finalmente, llegaron para consolarla, con las que su ánimo se calmó, cesó de temblar ante la idea de terribles males que pudieran no llegar nunca, y tuvo la decisión suficiente para tratar de borrar esos pensamientos con la consideración de sus propios intereses. Recordó los pocos libros que en su rápida marcha de Udolfo había puesto en su equipaje y se sentó ante la ventana, mientras sus ojos pasaban con frecuencia de las páginas al paisaje, cuya belleza la sumergió gradualmente en grata melancolía.

Allí quedó sola hasta la tarde y vio cómo el sol descendía por el oeste, lanzando toda la pompa de su luz y sombra sobre las montañas, y brillaba en el océano distante y en los barcos deslizantes, al reflejarse en las aguas. Entonces, en la hora pensativa del crepúsculo, su imaginación volvió a Valancourt, al recuerdo de todos los detalles relacionados con la música a medianoche y todo lo que podía ayudarla a razonar sobre su posible prisión en el castillo, y se afirmó en la suposición de que era su voz la que había oído, en un recuerdo que la llenó de emociones y pesares momentáneos.

Animada por el aire fresco y fragante, su espíritu se sumergió en un estado de suave melancolía por el permanente murmullo del riachuelo y de los bosques que la rodeaban, permaneciendo ante la ventana hasta mucho después de que el sol se hubiera ocultado, contemplando cómo el valle desaparecía en la oscuridad, hasta que la silueta de las montañas que la rodeaban, proyectándose en el horizonte, fue lo único visible. Pero no tardó en aparecer la luz clara de la luna, que dio al paisaje lo que el tiempo a las escenas de la vida pasada, cuando suaviza todos sus aspectos más duros y lanza sobre el conjunto la sombra leve de la contemplación a distancia. Las escenas de La Vallée, en los primeros años de su vida, cuando estaba protegida y era querida por sus padres con cariño igual, se presentaron en la memoria de Emily como el futuro que tenía entonces ante ella, despertando dolorosas comparaciones. Al no estar dispuesta a enfrentarse a la actitud de la mujer del campesino se quedó sin cenar en su habitación, mientras lloraba de nuevo por su peligrosa situación, que dominó por completo los restos de ánimo que le quedaban, reduciéndola a una desesperación temporal, al extremo de desear verse libre del terrible peso de la vida que llevaba tanto tiempo oprimiéndola y rezando al cielo para que se la llevara, en su misericordia, con sus padres.

Fatigada por el llanto, se echó finalmente en la cama y se quedó dormida. Poco después la despertaron unos golpes en la puerta de su habitación. Se puso en pie llena de terror y oyó una voz que la llamaba. La visión de Bertrand, con un estilete en la mano, se presentó ante su imaginación aterrorizada, y ni abrió la puerta ni contestó, escuchando en profundo silencio, hasta que la voz repitió su nombre en el mismo tono, y preguntó quién llamaba.

—Soy yo, signora —replicó la voz, que ahora identificó claramente como la de Maddelina—, os ruego que abráis la puerta. No os asustéis, soy yo.

—¿Qué es lo que te trae aquí a estas horas, Maddelina? —preguntó Emily, al dejarla entrar.

—¡Silencio! ¡Signora, por amor de Dios, silencio! Si nos oyen nunca me lo perdonarán. Mi padre, mi madre y Bertrand se han ido a la cama —continuó Maddelina, mientras cerraba suavemente la puerta y avanzaba sin hacer ruido—, os he traído algo de cena, ya que no habéis bajado. Aquí tenéis algunas uvas e higos, y media copa de vino.

Emily le dio las gracias, pero le expresó el temor de que su bondad pudiera traerle la indignación de Dorina, cuando se diera cuenta de que faltaba fruta.

—Llévatelo, Maddelina —añadió Emily—, prefiero pasar sin ello antes de que este acto de bondad pueda ocasionar el disgusto de tu madre.

—¡Oh, signora!, no hay ningún peligro —replicó Maddelina—, mi madre no podrá echar de menos esta fruta porque os la he guardado de mi propia cena. Me haréis muy desgraciada, signora, si os negáis a comerla.

Emily se vio tan afectada por la generosidad de aquella buena muchacha que permaneció algunos momentos incapacitada para replicar, y Maddelina la contempló en silencio, hasta que, confundiendo la causa de su emoción, dijo:

—¡No lloréis, signora! Mi madre es un poco dura a veces, pero en seguida se le pasa, no os lo toméis muy a pecho. También me regaña a mí, pero me he acostumbrado a soportarlo y, cuando termina, si puedo escaparme al bosque y jugar un rato, se me olvida todo en un momento.

Emily sonrió a través de las lágrimas, le dijo a Maddelina que era una buena chica y aceptó su oferta. Deseaba saber si Bertrand y Dorina habían hablado de Montoni, pero rechazó la idea de llevar adelante una conducta tan retorcida con una muchacha inocente, al extremo de que traicionara una conversación privada de sus padres. Cuando se marchaba, Emily le indicó que podía ir a su habitación siempre que quisiera, sin enfadar a su madre, y Maddelina, tras prometer que lo haría, salió hacia su cuarto sin hacer ruido.

Así pasaron varios días durante los cuales Emily permaneció en su habitación, atendida por Máddelina en las comidas, cuyo rostro gentil y dulces maneras la tranquilizaron más que ninguno de los acontecimientos que le habían sucedido durante muchos meses. Poco a poco se fue sintiendo mejor en su habitación y empezó a tener la impresión de seguridad que normalmente atribuimos a nuestros hogares. En este intervalo, además, su mente, al no verse inquietada por ninguna nueva causa de disgusto o alarma, recobró su tono habitual al extremo de permitirle disfrutar de sus libros, entre los que encontró algunos bocetos inacabados de paisajes, varias hojas de papel y sus útiles de dibujo. Pudo así entretenerse seleccionando alguna de las hermosas vistas que contemplaba desde la venta y las combinó con la gracia de su delicada fantasía. En estos pequeños dibujos incluía generalmente grupos interesantes, característicos del ambiente que recogían, y con frecuencia contaban una simple y afectiva historia que en las lágrimas imaginadas de sus personajes le permitían olvidar por un momento sus sufrimientos reales. De este modo inocente se consoló de las pesadas horas de desgracia y esperó con paciencia los acontecimientos futuros.

Una tarde, realmente hermosa, que siguió a un día sofocante, le indujo a Emily a pasear, aunque sabía que tendría que ir acompañada por Bertrand, y con Maddelina, que se unió a ella, salió de la casa. Bertrand le permitió elegir su propio camino. Todo estaba fresco y silencioso y contempló con satisfacción el campo que la rodeaba. ¡Qué hermoso aparecía, también, el azul brillante que coloreaba las regiones altas del aire y que se perdía en la línea imprecisa del horizonte! No menos hermosos eran los colores cálidos y las sombras variadas de los Apeninos, cuando el sol de la tarde lanzaba sus pálidos rayos sobre su superficie irregular. Emily siguió el curso del riachuelo, bajo las sombras que cubrían su verde margen.

En la otra orilla, los pastos se veían animados por el ganado y, más allá, las plantaciones de limoneros y naranjos, con las ramas llenas de frutos, a veces tantos como hojas, que los escondían parcialmente. Prosiguió su camino hacia el mar, que reflejaba el color del sol en el ocaso, mientras los acantilados, que se levantaban en la orilla, se iluminaban con los últimos rayos. El valle se terminaba hacia la derecha en un leve promontorio, cuya cumbre, que asomaba por encima de las olas, estaba coronada por una torre en ruinas que servía como atalaya, cuyos muros almenados se extendían como alas de gaviota, y seguía iluminado por los rayos del sol, aunque su disco se ocultaba detrás del horizonte; mientras, la parte baja de la ruina, el acantilado en la que estaba asentada y las olas a sus pies, se ensombrecían con los primeros tintes del crepúsculo.

Al llegar a este punto, Emily contempló con solemne placer los acantilados que se extendían a ambos lados por la costa, algunos coronados por pinos, y otros que mostraban sólo precipicios desnudos de mármol, excepto en las zonas en las que había crecido el mirto y otras plantas aromáticas. El mar dormía en perfecta calma; sus olas, que morían entre murmullos en las playas, fluían con una ondulación suave, mientras su superficie clara reflejaba en apacible belleza los tintes rojizos del oeste. Según miraba al océano, Emily pensó en Francia y en los tiempos pasados y deseó (¡oh, qué ardiente y vanamente lo deseó!), ¡qué sus olas la pudieran llevar a su casa distante!

«¡Ah, aquel barco! —dijo—, ¡aquel barco que se desliza tan suavemente con sus altas velas reflejadas en el agua tal vez se dirige a Francia! ¡Feliz, feliz navío!» Continuó mirando con emoción hasta que el gris del crepúsculo oscureció la distancia y la ocultó a su vista. El ruido melancólico de las olas a sus pies influyó en la ternura que hizo brotar sus lágrimas. Era el único sonido que rompía el silencio de aquella hora, hasta que, al seguir las irregularidades de la playa, un coro de voces pasó por encima de ella en el aire. Se detuvo un momento, deseosa de oír más, y sin embargo temiendo ser vista, y, por primera vez, se volvió hacia Bertrand, como a su protector, que la seguía a poca distancia en compañía de otras personas. Tranquilizada por esta circunstancia avanzó hacia los sonidos que parecían proceder de detrás de un alto promontorio que se proyectaba sobre la playa. Se produjo una inesperada pausa en la música y, a continuación, una voz femenina comenzó una canción. Emily aceleró el paso, rodeó la roca y vio en la bahía, que estaba cubierta de bosque desde el borde del acantilado, a dos grupos de campesinos, unos sentados bajo la sombra y otros de pie al borde del mar, rodeando a una muchacha que, estaba cantando y que sostenía en su mano un manojo de flores que parecía que iba a tirar a las olas.

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