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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (72 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—¡Oh! Están cambiando la guardia —replicó Ugo.

—No recuerdo haber oído esa trompeta —dijo Emily—, es una costumbre nueva.

—Es sólo una costumbre que se ha revivido, señora; siempre lo hacemos en tiempo de guerra. Ha sonado a medianoche desde que la plaza fue sitiada.

—¡Silencio! —dijo Emily, mientras sonaba de nuevo la trompeta. Un momento después oyó el ruido de las armas y la voz de alerta que recorría la terraza superior fue contestada desde una parte distante del castillo, tras lo cual todo volvió a quedar en silencio. Se quejó del frío y les rogó que siguieran.

—Ahora mismo, señora —dijo Bertrand, revolviendo unas armas rotas con la pica que llevaba normalmente—. ¿Qué hay aquí?

—¡Silencio! —gritó Emily—. ¿Qué ruido ha sido ése?

—¿Qué ruido ha sido? —dijo Ugo mirando hacia arriba y escuchando.

—¡Silencio! —replicó Emily—. Estoy segura de que viene de las murallas.

Al mirar hacia arriba vieron una luz que se movía por los muros. Un momento después, en medio de la brisa, la voz sonó con más fuerza que antes.

—¿Quién anda por ahí? —gritó un centinela del castillo—. Hablad, o será peor para vos.

Bertrand lanzó un grito de alegría:

—¡Ah!, mi valiente camarada, ¿eres tú? —dijo, y lanzó un silbido muy agudo, señal que fue contestada por otro de los soldados de la guardia, y el grupo continuó, saliendo poco después de entre los árboles hacia el camino que conducía directamente a las puertas del castillo, y Emily vio, con renovado terror, toda aquella tremenda estructura. «¡Ay! —se dijo a sí misma—'."¡Voy de nuevo a mi prisión!»

—¡Por San Marcos, sí que ha habido lucha! —exclamó Bertrand, agitando la antorcha sobre el suelo—. Las balas han destrozado la tierra por aquí como en una venganza.

—Así es —replicó Ugo—, disparaban desde ese reducto, ahí, e hicieron pocas incursiones. El enemigo atacó con furia la puerta principal, pero debieron haber supuesto que nunca lo lograrían, porque, además del cañón que disparaba desde los muros, nuestros arqueros, en las dos torres redondas, les atacaron a tal velocidad que, ¡por San Pedro!, no había manera de que se quedaran. No había visto un espectáculo mejor en mi vida. Reí hasta que me dolieron las mandíbulas, al ver cómo escapaban. Bertrand, mi buen amigo, debías haber estado entre ellos. ¡Te garantizo que te habrían ganado la carrera!

—¡Ah!, de nuevo con tus bromas —dijo Bertrand con tono agrio—, tienes suerte de que nos encontremos tan cerca del castillo, y sabes muy bien que he matado a muchos hombres antes de ahora.

Ugo contestó sólo con una risotada, y a continuación le dio algunos detalles más sobre el sitio, ante lo cual, según Emily escuchaba, se sintió conmovida por el enorme contraste entre lo que veía y la escena que había tenido lugar allí.

Los estruendos mezclados del cañón, los tambores y las trompetas, los gemidos de los conquistados y los gritos de los conquistadores habían retrocedido a un silencio tan profundo que parecía que la muerte había triunfado tanto como la victoria. Las condiciones en que se encontraba una de las torres de la puerta de entrada no confirmaban la reseña valiente que acababa de dar Ugo del grupo atacante que, era evidente, no se había limitado a acercarse, sino que había causado muchos destrozos antes de retirarse; porque la torre aparecía, según podía comprobar Emily a la débil luz de la luna que caía sobre ella, como abierta y las almenas casi demolidas. Mientras miraba, una luz osciló a través de uno de los agujeros a baja altura y desapareció, pero al momento siguiente, a través del muro roto, vio a un soldado que subía por las escaleras del interior de la torre y recordó que era la misma en la que había estado una noche cuando Barnardine la había engañado con la promesa de ver a madame Montoni. La imaginación le hizo sentir casi el mismo terror que había sufrido entonces. Estaba muy cerca ya de la entrada en la que el soldado había abierto la puerta de la habitación de entrada, y la lámpara que llevaba le ofreció la terrible visión de aquel cuarto, y casi se desmayó al recordar los temores de aquel momento, cuando retiró la cortina y descubrió el objeto que ocultaba.

«¡Tal vez —se dijo a sí misma— la están usando con un propósito parecido; quizá ese soldado va a esta hora de la noche a velar el cuerpo de su amigo!» Los restos de su fortaleza se escaparon ante el recuerdo y anticiparon los horrores del desgraciado destino de madame Montoni, que parecía ser el suyo. Consideró que si renunciaba a las propiedades de Languedoc podría satisfacer la avaricia de Montoni, pero que ello no impediría su venganza e incluso pensó que cuando hubiera renunciado a ellas, el temor a la justicia podía urgir a Montoni a tenerla como prisionera o a quitarle la vida.

Llegaron a la puerta y Bertrand, al ver la luz que asomaba por la pequeña ventana de la habitación, llamó, y el soldado, mirando hacia fuera, preguntó quién era.

—Traigo un prisionero —dijo Ugo—, abre la puerta y déjanos entrar.

—Dime primero quién eres para pedir entrada —replicó el soldado.

—¡Cómo, mi viejo amigo! —gritó Ugo—, ¿no me conoces? ¿No conoces a Ugo? He traído un prisionero atado de pies y manos, un tipo que ha estado bebiendo el vino de Toscana mientras nosotros luchábamos aquí.

—No descansarás hasta que encuentres lo que buscas —dijo Bertrand de malos modos.

—¡Ah!, amigo mío, ¿eres tú? —dijo el soldado—, voy hacia allá.

Emily oyó sus pasos bajando por las escalera y la pesada cadena que caía, así como los cerrojos de una pequeña puerta que se abrió para dejarles pasar. Mantuvo la lámpara baja para iluminarles el camino de entrada y se encontró una vez más bajo el arco de la entrada, mientras oía cómo se cerraba la puerta, que le pareció que la separaba del mundo para siempre. Un momento después estaba en el primer patio del castillo, donde contempló aquella zona solitaria con una especie de calma desesperada. Lo avanzado de la noche, las sombras góticas de los edificios circundantes y los ecos sombríos e imperfectos que le devolvían, mientras Ugo y el soldado hablaban, colaboraron para aumentar los sentimientos melancólicos de su corazón. Pasaron al segundo patio, y les llegó un débil sonido que rompía el silencio y que se hacía cada vez más intenso al seguir avanzando. Emily distinguió voces y risas, pero para ella no eran sonidos de alegría.

—Debéis tener vino de Toscana por aquí —dijo Bertrand—, si se juzga por lo que está pasando ahí dentro. Ugo ha recibido una proporción mayor de eso que de lucha, te lo aseguro. ¿Quién está de juerga a esta hora?

—Su
excellenza
y los signors —replicó el soldado—. Parece que eres un extraño en este castillo o no habrías tenido necesidad de hacer esa pregunta. Son gente brava, que no necesita dormir. Pasan la noche generalmente con buen ánimo, pero nosotros, que hacemos la guardia, disfrutamos bien poco. Es un trabajo duro pasear por las murallas tantas horas de la noche, y no tenemos licor alguno que nos caliente el corazón.

—El valor, muchacho, el valor es lo que tiene que calentarte el corazón —replicó Ugo.

—¡Valor! —replicó el soldado con un aire amenazador que Ugo advirtió de inmediato, por lo que no siguió hablando de ello y volvió al tema de la fiesta.

—Ésta es una costumbre nueva —dijo—. Cuando salí del castillo, los signors solían sentarse en sus consejos.

—Y también divertirse —replicó el soldado—, pero, desde el sitio, no han hecho otra cosa que organizar fiestas, y si yo fuera ellos, habría hecho lo mismo después de las duras batallas.

Habían cruzado ya el segundo patio, y al llegar al vestíbulo, el soldado les dio las buenas noches y regresó rápido a su puesto. Mientras esperaban a ser admitidos, Emily consideró que podría evitar ver a Montoni y retirarse sin ser vista a su antigua habitación, porque se venía abajo ante la idea de encontrarse, ya fuera con él o con cualquiera de su grupo, a aquella hora de la noche. El estruendo en el interior del castillo era tan fuerte que Ugo llamó repetidamente a la puerta del vestíbulo, pero no le oyó ninguno de los criados, lo que motivó la preocupación de Emily, mientras aprovechaba el tiempo para pensar de qué medios se valdría para retirarse sin ser vista; porque, aunque era posible que pasara hacia la gran escalera sin que ninguno lo advirtiera, era imposible que encontrara el camino hacia su habitación sin una luz, y la dificultad de conseguir una y el peligro de moverse por dentro del castillo sin ella, la asustaron profundamente. Bertrand tenía sólo una antorcha, y sabía que los criados nunca llevaban unas velas a la puerta, porque el vestíbulo estaba suficientemente iluminado por la gran lámpara de trípode que colgaba del techo; y, mientras esperara a que Annette llevara una lámpara, Montoni, o alguno de sus acompañantes, podrían descubrirla.

Cario abrió entonces la puerta y Emily, tras solicitarle que le enviara a Annette inmediatamente con una lámpara a la galería principal, donde se decidió a esperarla, cruzó con paso rápido hacia la escalera. Bertrand y Ugo, con la antorcha, siguieron a Carlo hacia la zona de los criados, impacientes por cenar y por calentarse al fuego. Emily, con los débiles rayos que la lámpara del techo lanzaba por los arcos del enorme vestíbulo, trató de encontrar el camino hacia la escalera, oculta en la oscuridad. Los gritos de la fiesta que llegaban del salón sirvieron para aumentar su terror y temió a cada momento ver cómo se abría la puerta y a Montoni o alguno de sus acompañantes que salían. Tras llegar por fin a la escalera, subió todo el tramo, sentándose en el último peldaño para esperar la llegada de Annette, ya que la profunda oscuridad de la galería le impidió proseguir su camino. Mientras escuchaba atentamente los pasos de Annette, sólo oyó los ruidos distantes de la reunión que se expandían en ecos por los arcos inferiores. En un momento creyó oír un leve ruido procedente de la oscura galería que tenía tras ella y, al volver la vista, imaginó que se movía algo luminoso, y como en aquel momento no era capaz de dominarse, debilitada a causa de sus temores, abandonó el asiento y se deslizó suavemente un peldaño más bajo.

Al no aparecer Annette, Emily dedujo que se habría acostado y que nadie iría a despertarla. Ante la idea que se le presentaba de pasar la noche en la oscuridad, en aquel lugar o en otro igualmente entristecedor (porque sabía que no podría encontrar el camino hacia su habitación por los intrincados pasillos y galerías), lágrimas de terror y de impotencia brotaron de sus ojos.

Desde el nuevo sitio le pareció oír un extraño ruido procedente de la galería, y escuchó casi sin atreverse a respirar, pero las voces que llegaban de abajo, cada vez más fuertes, taparon cualquier otro sonido. Poco después, oyó que Montoni y sus acompañantes salían al vestíbulo. Hablaban como si estuvieran muy bebidos y le pareció que avanzaban hacia la escalera. Recordó entonces que aquél era el camino para llegar a sus habitaciones y, olvidando todos los temores a la oscuridad de la galería, corrió hacia ella con la intención de esconderse en alguno de los pasajes que había más allá y tratar, cuando los signors se retiraran, de encontrar el camino hasta su habitación o a la de Annette, que estaba en un lugar alejado del castillo.

Con los brazos extendidos, se introdujo en la galería mientras seguía oyendo las voces de las personas que estaban abajo, que parecían haberse quedado en su conversación al pie de la escalera. Tras detenerse un momento para escuchar, temió seguir por aquel camino al pensar que aquel ruido que había oído procedía de alguna persona que estaba acechando en la galería. «Ya están enterados de mi llegada —se dijo—, ¡y Montoni viene a buscarme! En su presente estado de ánimo, sus intenciones pueden ser desesperadas». En ese momento, recordó la escena que había tenido lugar en el corredor la noche anterior a su marcha del castillo, y dijo: «¡Oh, Valancourt! Debo renunciar a ti para siempre. Enfrentarse a la injusticia de Montoni no es fortaleza sino temeridad». Las voces de abajo no se aproximaron, pero se hicieron más intensas; y distinguió las de Verezzi y Bertolini por encima de las otras, mientras que las pocas palabras que entendió le hicieron escuchar con más ansiedad las de los otros. La conversación parecía referirse a ella, y tras aventurarse unos pasos más cerca de la escalera, descubrió que discutían sobre ella, cada uno basándose en una promesa anterior de Montoni, que apareció inclinándose al principio a aplacarlos y a convencerlos de que volvieran a seguir bebiendo, pero poco después intervino en la disputa. Les dijo que dejaba a su cuidado el resolverlo y se volvió con el resto del grupo al salón del que acababan de salir. Verezzi le detuvo.

—¿Dónde está ahora, signor? —dijo, en tono impaciente—. Decidnos dónde está.

—Ya os lo he dicho. No lo sé —replicó Montoni, que parecía algo afectado por el vino—, pero lo más probable es que se haya ido a su habitación.

Verezzi y Bertolini abandonaron su disputa y corrieron juntos hacia la escalera, mientras Emily, que durante la conversación había temblado tan excesivamente que tuvo dificultades para mantenerse en pie, se sintió inspirada con una nueva fuerza en el momento en que oyó el ruido de sus pasos, y corrió por la galería, a pesar de estar a oscuras, con la agilidad de un cervatillo. Pero, antes de que llegara al final, la luz que llevaba Verezzi se reflejó en los muros, y ambos vieron al instante a Emily e iniciaron la persecución. En ese momento, Bertolini, cuyos pasos, aunque tranquilos, no eran firmes, y cuya impaciencia superó a las precauciones que había tenido hasta entonces, se tambaleó y cayó al suelo. La lámpara cayó con él y se apagó en el suelo. Verezzi aprovechó la ventaja de aquel accidente sobre su rival y siguió tras Emily, a la que la luz había mostrado uno de los pasadizos que arrancaban de la galería y se lanzó por él al instante. Verezzi pudo ver el camino que había tomado y lo siguió, pero el sonido de sus pasos se perdieron rápidamente en la distancia, mientras él, menos conocedor del castillo, se vio obligado a proseguir su camino en la oscuridad, con precaución, por temor a caer por alguna de las escaleras de las que aparecían con frecuencia al final de las galerías. Aquel pasaje condujo a Emily al corredor en el que se encontraba su habitación, y, al no oír paso alguno, se detuvo para tomar aliento y considerar cuál era la solución más segura. Había seguido aquel pasadizo porque fue el primero que había visto, pero al llegar al término del mismo estaba tan perpleja como antes. No sabía cómo seguir avanzando en la oscuridad y sólo tenía conciencia de que no debía ir a su habitación, ya que irían finalmente a buscarla y los peligros aumentaban por momentos mientras permaneciera cerca del mismo. No obstante, su ánimo y su respiración estaban tan agotados que se vio obligada a descansar al final del pasillo, sin que oyera paso alguno que se aproximara. Allí estaba cuando advirtió una luz en la puerta opuesta de la galería, y desde el lugar en que se encontraba se dio cuenta de que era de la puerta de la habitación misteriosa, en la que había hecho un descubrimiento tan terrible que nunca había podido recordar sin un estremecimiento de terror. El que hubiera luz en aquella habitación y a aquella hora excitó su sorpresa y se vio tan conmovida por el miedo que no pudo volver a mirar, ya que en su estado de ánimo esperaba ver cómo se abría la puerta lentamente y que apareciera alguna horrible realidad. Tras escuchar de nuevo con atención y al no oír nada ni ver luz alguna por el pasillo, dedujo que Verezzi habría regresado para coger una lámpara, y segura de que no tardaría en estar allí, consideró de nuevo qué camino debería tomar, o mejor, cuál podría encontrar en medio de la oscuridad.

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