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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (76 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Ludovico abrió otra puerta, donde encontraron a Annette, y el grupo descendió por un corto tramo de escaleras hacia un pasadizo que, según dijo Ludovico, corría alrededor del patio interior del castillo y salía al otro exterior. Según avanzaban, les llegaron sonidos confusos y tumultuosos que parecían proceder del patio interior, que alarmaron a Emily.

—Al contrario, signora —dijo Ludovico—, nuestra única esperanza está en ese tumulto; mientras los hombres del signor están ocupados con los que llegan, tal vez podamos pasar sin ser vistos por las puertas. ¡Pero silencio! —añadió según se aproximaban a una pequeña puerta que comunicaba con el primer patio—, esperadme aquí un momento. Iré a ver si las puertas están abiertas y si no hay nadie en el camino. Por favor, apagad la luz, signor, si me oís hablar —continuó Ludovico entregando la lámpara a Du Pont—, y permaneced silenciosos.

Tras decir esto, salió al patio y cerraron la puerta, escuchando ansiosamente sus pasos que se alejaban. Sin embargo, no se oía voz alguna en el patio que estaba cruzando, aunque les llegaba gran confusión del interior.

—No tardaremos en estar al otro lado de estos muros —dijo Du Pont en voz baja a Emily—, tened ánimo un poco más, señora, y todo irá bien.

Pero pronto oyeron a Ludovico hablar en voz alta, y las voces de otras personas, y Du Pont apagó inmediatamente la lámpara.

—¡Ah! ¡Demasiado tarde! —exclamó Emily—. ¿Qué será de nosotros?

Siguieron escuchando y advirtieron que Ludovico estaba hablando con un centinela, cuyas voces fueron oídas también por el perro favorito de Emily, que la había seguido desde su habitación y que ladraba fuertemente.

—¡Este perro nos descubrirá! —dijo Du Pont—. Lo contendré.

—¡Me temo que ya nos ha traicionado! —replicó Emily.

Du Pont, no obstante, lo sujetó y volvió a escuchar lo que pasaba en el exterior. Oyeron a Ludovico que decía: «Vigilaré las puertas un rato».

—Quédate un momento —replicó el centinela—, y no tendrás que molestarte. Que envíen los caballos a los establos exteriores, entonces cerrarán las puertas y podré dejar mi puesto.

—No es ninguna molestia, camarada —dijo Ludovico—, ya me harás tú un favor en otra ocasión. Ve, ve a tomarte un trago; los que acaban de llegar se lo beberán todo si no vas.

El soldado dudó y gritó a las gentes que estaban en el segundo patio para saber por qué no enviaban los caballos, ya que las puertas debían cerrarse; pero estaban demasiado ocupados para atenderle, incluso aunque hubieran oído sus voces.

—Lo ves —dijo Ludovico—, ellos saben lo que tienen que hacer. Se lo están repartiendo. Si esperas a que vengan los caballos ya se habrán bebido todo el vino." Yo ya me he tomado mi ración, pero puesto que no te interesa la tuya, no sé por qué no voy a tomármela yo.

—Para, para, no tan rápido —gritó el centinela—, entonces vigila un momento. Estoy aquí ahora mismo.

—No hace falta que corras —dijo Ludovico fríamente—, no es la primera vez que hago guardia. Pero déjame tu trabuco, y si el castillo fuera atacado, sabría defender el paso como un héroe.

—Toma, aquí lo tienes —contestó el soldado—, te puede servir, aunque no creo que valiera mucho para defender el castillo. Ya te contaré una buena historia de este trabuco.

—Será mejor que me la cuentes cuando te hayas tomado el vino —dijo Ludovico—. ¡Mira!, ya salen al patio.

—De todos modos me tomaré esa copa —dijo el centinela, que salió corriendo—. Sólo tardaré un momento.

—Tarda lo que quieras, no tengo prisa —replicó Ludovico, que se puso a correr cruzando el patio mientras el soldado regresaba.

—¿Adónde vas tan deprisa, amigo, adónde vas? —dijo este último—. ¡Qué es eso! ¡Pensabas hacer así la guardia! Me parece que tendré que quedarme en mi puesto!

—Menos mal —replicó Ludovico—, me has ahorrado el tener que ir corriendo detrás de ti. Iba a decirte que si quieres beber vino de Toscana, debes pedírselo a Sebastián. El que tiene ése que se llama Federico no merece la pena. Pero me temo que no vas a probar ninguno, porque veo que ya salen.

—¡Por San Pedro! —dijo el soldado, y salió corriendo mientras Ludovico se dirigía hacia la puerta del pasadizo, donde Emily estaba a punto de desfallecer de ansiedad por su conversación. Al saber que el patio estaba vacío, le siguieron hasta el portón sin más espera, cogiendo antes dos caballos que había en el segundo patio y que estaban mordisqueando unas hierbas que crecían entre el pavimento.

Cruzaron sin interrupción las temidas puertas y avanzaron por el camino que conducía hacia los bosques. Emily, monsieur Du Pont y Annette andando, y Ludovico, que se había montado en uno de los caballos, conducía el otro. Se detuvieron y Emily y Annette fueron subidas a los caballos con sus dos protectores. Ludovico, en cabeza, dirigió la marcha lanzándose por la senda irregular, bajo la débil luz que recibían de la luna entre las ramas.

Emily estaba tan sorprendida por su marcha inesperada que le costaba trabajo creer que estuviera despierta, y dudaba si la aventura concluiría, una duda plenamente justificada, antes de que llegaran al otro extremo de los bosques. No tardaron en oír gritos que les llegaban con el viento, y a través de los bosques pudieron ver luces que se movían por el castillo. Du Pont espoleó al caballo, y con algunas dificultades logró que fuera más aprisa.

—¡Pobre animal! —dijo Ludovico—, está muy cansado, ha estado todo el día de marcha. Pero, signor, ahora tenemos que volar, ya que por allí se ven luces que se dirigen por este camino.

Tras espolear también a su caballo, ambos emprendieron el galope, y cuando volvieron a mirar hacia atrás, las luces estaban ya tan distantes que casi no se veían y las voces se perdieron en el silencio. Los viajeros redujeron entonces la marcha y comentaron por cual camino debían seguir. Se decidió que bajarían hasta Toscana y que tratarían de llegar al Mediterráneo, donde podrían embarcar para Francia. Allí, Du Pont se ocuparía de Emily, si se informaba de que el regimiento con el que había ido a Italia había regresado a su país.

Se encontraban en el camino que Emily había recorrido con Ugo y Bertrand, pero Ludovico, que era el único del grupo que conocía los pasos por las montañas, dijo que un poco más adelante, un sendero que salía del camino les llevaría a Toscana con pocas dificultades y que a pocas leguas de distancia había una pequeña ciudad donde podrían procurarse lo necesario para el viaje.

—Pero, espero —añadió—, que no nos encontremos con algún grupo de bandidos, puesto que hay varios fuera del castillo, según mis noticias. Sin embargo, tengo un buen trabuco que puede prestarnos un buen servicio en caso de que nos encontremos con alguno de ellos. ¿Tenéis armas, signor?

—Sí —replicó Du Pont—, tengo la daga del villano que quería acuchillarme, pero regocijémonos en nuestra huida de Udolfo y no nos atormentemos con peligros que quizá no lleguen nunca.

La luna se había elevado por encima de los árboles que cubrían ambos lados del estrecho sendero por el que avanzaban y les proporcionaba luz suficiente para distinguir el camino y para evitar las piedras caídas desde las montañas. Avanzaban con paso regular y en profundo silencio. Ninguno se había recobrado de la sorpresa de la inesperada huida. Especialmente Emily estaba sumida en varias emociones, en una meditación que la serena belleza del paisaje que les rodeaba y el suave murmullo de la brisa entre las hojas contribuían a prolongar. Pensó en Valancourt y en Francia, con esperanza, y habría sentido profunda alegría de no haber sufrido los primeros acontecimientos de la tarde, que habían agitado su espíritu. Mientras tanto, Emily era el único tema de las melancólicas consideraciones que se iba haciendo Du Pont; sin embargo, pese a la desilusión que había sufrido, ésta se mezclaba con el suave placer que le ocasionaba su presencia, pero pese a ello no intercambiaron palabra alguna. Annette pensaba en su maravillosa escapada y en la indignación que sentirían Montoni y su gente al descubrir su marcha; y pensaba también en el regreso a su país, y en su matrimonio con Ludovico, pues parecía que ya no había impedimento alguno, puesto que no consideraba a la pobreza como tal. Ludovico, por su parte, se felicitaba por haber rescatado a su Annette y a la signora Emily del peligro que las rodeaba; en su propia liberación de aquella gente cuya conducta detestaba desde hacía tiempo; de la libertad que había dado a monsieur Du Pont; del futuro de felicidad con la destinataria de sus afectos, y, no menos, de la charla con la que había engañado al centinela y llevado adelante todo el plan.

Así, cada uno sumido en sus propios pensamientos, los viajeros avanzaron en silencio durante más de una hora, con algunas interrupciones momentáneas por preguntas de Du Pont relativas al camino o algún comentario de Annette sobre lo que veían a la incierta luz de la noche. Finalmente, percibieron unas luces a un lado de la montaña y Ludovico no dudó de que se trataba de la ciudad que había mencionado, mientras sus compañeros, satisfechos con su seguridad, volvieron al silencio. Annette fue la primera en interrumpirlo.

—¡Virgen Santa! —dijo—, ¿con qué dinero haremos el viaje? Porque sé que ni yo ni mi señora tenemos un solo cequí. ¡El signor se ocupará de eso!

Este comentario produjo una seria reacción, que concluyó con una situación embarazosa igualmente seria, porque Du Pont había sido desprovisto de casi todo su dinero cuando fue hecho prisionero. Lo que le quedaba se lo había dado al centinela que le había permitido ocasionalmente salir de la habitación que le había servido de prisión; y Ludovico, que llevaba tiempo encontrando dificultades para conseguir que le pagaran su sueldo, tenía muy poco para lograr los alimentos necesarios en la primera ciudad a la que llegaran.

Su pobreza era aún más desesperada, puesto que les detendría en la zona donde, incluso en una ciudad, casi no podrían considerarse libres de Montoni. Sin embargo, a los viajeros no les quedaba otra salida que continuar y enfrentarse con el futuro y así lo hicieron marchando por el sendero a través de valles oscuros y silvestres, cubiertos por las ramas de los árboles que impedían la entrada de los rayos de la luna; paisajes tan desolados que a la primera mirada parecían no haber sido hollados por persona humana. Incluso el camino que seguían parecía confirmar esta impresión, porque las altas hierbas y otras vegetaciones excesivamente crecidas decían claramente que no habían sido pisadas por viajero alguno.

De la distancia les llegó el débil sonar de las esquilas del ganado, y poco después vieron los rebaños, de lo que dedujeron que estaban cerca de alguna zona habitada. La luz que Ludovico había visto y que suponía de una ciudad quedaba oculta por las montañas. Animados con esta esperanza, aceleraron el paso por el sendero estrecho que recorrían y que se abrió a uno de esos valles pastoriles de los Apeninos, que podían haber sido pintados para una escena de la Arcadia y cuya belleza y sencillez formaban un contraste encantador con la grandeza de las cumbres nevadas de las montañas que se extendían por encima.

La luz de la mañana, que asomaba en el horizonte, se mostró débilmente en la distancia, por encima de una colina que parecía mirar «con los ojos entornados del nuevo día». La ciudad que buscaban apareció y no tardaron en alcanzarla. Tuvieron algunas dificultades para encontrar una casa que pudiera acogerles, así como a sus caballos, y Emily indicó que sólo debían descansar lo necesario para recuperarse. Su apariencia despertó cierta curiosidad, porque no llevaba tocado alguno, al haber tenido tiempo únicamente para coger su velo antes de salir del castillo, un detalle que le forzó a lamentar de nuevo la falta de dinero, sin el cual era imposible que se procuraran lo necesario.

Ludovico, tras examinar su bolsa, comprobó que era incluso suficiente para pagar el refrigerio, y Du Pont se aventuró a informar al dueño de la casa, cuyo rostro parecía simple y honesto, de su exacta situación, solicitándole que les ayudara a proseguir su camino, un propósito que él prometió atender en la medida de lo posible cuando supo que eran prisioneros que escapaban de Montoni, al que odiaba por muchas razones. Pero, aunque accedió a prestarles caballos de refresco que les pudieran llevar a la ciudad siguiente, su propia escasez le impedía facilitarles dinero alguno. Lamentaban de nuevo su pobreza, cuando Ludovico, que había estado con los caballos para que descansaran, entró en la habitación medio loco de alegría, de la que participaron sus oyentes. Al quitarles las sillas a los caballos, en uno de ellos había encontrado una pequeña bolsa que contenía sin duda el botín de uno de los
condottieri,
que había regresado de una de sus excursiones, poco antes de que Ludovico saliera del castillo. Sin duda el caballo había quedado en el patio interior mientras su amo se entretenía en beber, y había ocultado allí el tesoro que consideraba el premio a su expolio.

Al contarlo, Du Pont comprobó que había más que suficiente para que llegaran todos a Francia, a donde decidió que iría acompañando a Emily, tanto si se enteraba de dónde estaba su regimiento o no; porque, aunque tenía gran confianza en la integridad de Ludovico, no le conocía lo suficiente para confiarle el cuidado de su viaje o, tal vez, no tuvo suficiente decisión para privarse del peligroso placer que se podría derivar de su presencia.

Les consultó sobre el mejor puerto al que podrían dirigirse, y Ludovico, mejor informado de la geografía del país, dijo que Liorna era el más próximo, del que Du Pont también sabía que era el mejor de los de Italia para asistirles en su plan, puesto que desde allí salían continuamente barcos para todas las naciones. En consecuencia, fue decidido que se dirigirían allí.

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