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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (78 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Se vio igualmente sorprendida y distraída cuando al entrar en la ciudad encontraron grupos de personas con ropas de todas las naciones; una escena que le recordó las mascaradas venecianas que había visto en la época del carnaval, pero aquí con toda seguridad, sin alegría, y ruido en lugar de música, mientras que la elegancia sólo podía ser contemplada en los perfiles de las colinas que les rodeaban.

Nada más llegar, monsieur Du Pont se fue al muelle, donde tuvo noticia de varios barcos franceses y de uno en concreto que saldría a los pocos días para Marsella, donde podrían conseguir otro sin dificultad para conducirlos a través del golfo de León hacia Narbona, en la costa distante sólo a unas pocas leguas de la ciudad en la que estaba situado el convento al que Emily quería retirarse. En consecuencia, convino inmediatamente con el capitán que les llevaría a Marsella y Emily se sintió feliz al enterarse de que su pasaje a Francia era seguro. Se vio liberada por fin del terror de la persecución, y con la grata esperanza de ver muy pronto su país, en el que estaba Valancourt, su ánimo se recuperó con una ilusión que no recordaba haber tenido desde la muerte de su padre. En Liorna, Du Pont también tuvo noticias de su regimiento y de que había embarcado para Francia, con lo que recibió la gran satisfacción de que podría acompañar a Emily sin que su conciencia se lo reprochara o con temor a desagradar a su comandante. Durante aquellos días evitó escrupulosamente disgustarla con la mención de su amor y ella se vio inclinada a estimarle y compadecerle, aunque no estaba enamorada de él. Trató de entretenerla mostrándole los alrededores de la ciudad y pasearon con frecuencia a la llegada y salida de los barcos, participando de la alegría de los amigos que se encontraban y, a veces, derramando una lágrima de simpatía por el dolor de los que se separaban. Tras haber contemplado una de estas últimas escenas, escribió las siguientes estancias:

EL MARINERO

Suave llegaba el aliento de la primavera; tranquila crecía la marea;
y, azul, el cielo sonreía en su espejo;
la vela blanca se estreme cía, se inflaba, se dilataba,
los marineros activos se afanaban con el ancla.
De amigos anhelante, que vertían las lágrimas de la separación,
estaba apiñada la cubierta, ¡qué raudos vuelan los momentos!
El bajel vira, aparecen las señales de la despedida,
¡mudas están las lenguas, y elocuentes las miradas!
¡Llega el terrible y último momento! El grumete
esconde la gran lágrima, y sonríe por encima del dolor,
consuela a su novia triste, y promete eterna fidelidad.
«¡Adiós, amor mío, volveremos, volveremos a encontrarnos!»
Firme en la popa, agitando la mano, permanece;
la playa abarrotada se oculta, disminuye ante su vista,
según se desliza gradualmente el buque por las aguas;
ya no ve a su novia. «¡Adiós! ¡Adiós!»
La brisa de la noche gime débilmente, su sonrisa ha cesado,
la oscuridad apaga el crepúsculo carmesí del oeste,
se sube al palo más alto, para ver una vez más
la línea distante de la costa, donde quedan todos sus deseos.
Contempla su línea oscura en el cielo distante,
y la Fantasía le lleva a su pequeño hogar,
ve a su amor llorando, oye su suspiro,
consuela sus pesares, y le habla de júbilos que vendrán.
La tarde cede a la noche, la brisa al ventarrón invernal,
en una vasta sombra mares y playas reposan;
vuelve los ojos doloridos... su ánimo decae,
brota la lágrima del desaliento; ¡se dirige triste a la cubierta!
La tormenta de media noche se inflama, los marineros se aferran,
la sonda suena en lo profundo, pero no encuentra playas amigas,
el barco desventurado es lanzado rápido sobre las olas.
«¡Oh, Ellen, Ellen! ¡No volveremos a encontrarnos!»
¡Los relámpagos, que se esparcen por la vasta profundidad espumosa,
los renovados truenos, según redoblan por el cielo,
los fuertes, recios vientos, que se arrastran por el oleaje,
hacen temblar el ánimo firme, espantan al alma más brava!
¡Ah! ¡Cuánto vale el afanoso quehacer de los marinos!
¡El cordaje tirante se rompe, el mástil se ha rajado!
Los gritos de terror se esparcen por el aire,
se pierden después en la distancia.
¡El barco es lanzado contra las rocas!
¡Furiosas sobre el naufragio pasan las olas sumergidas,
la tripulación impotente se hunde en el rugiente océano!
Las débiles inflexiones de Henry tiemblan en un golpe de aire.
«¡Adiós, amor mío! ¡Nunca volveremos a encontrarnos!»
A veces, en la calma y en el silencio del atardecer,
cuando las brisas del verano se detienen en las olas,
¡se oye una voz triste al derramar
su dulce soledad sobre la tumba del pobre Henry!
Ya veces, a medianoche, se oyen melodías etéreas
alrededor de la sepultura, donde yace la sombra de Ellen;
¡el canto fúnebre no es temido por las doncellas del poblado,
porque el alma de los enamorados guarda la sombra sagrada!

Capítulo X
¡Oh! ¡El júbilo
de los proyectos jóvenes, dibujados en la mente
con los relucientes y cálidos colores que derrama la fantasía
sobre cosas que aún no conocen, cuando todo es nuevo,
y ¡todo es hermoso!

DRAMAS SACROS

V
olvemos ahora al Languedoc y a mencionar al conde De Villefort, el noble que sucedió en una propiedad al marqués De Villeroi, situada cerca del monasterio de Santa Clara. Se recordará que este castillo no estaba habitado cuando St. Aubert y su hija estuvieron en aquella zona, y que el primero se conmovió profundamente al saber que se encontraba tan cerca del Chateau-le-Blanc, un lugar sobre el que el viejo La Voisin había hecho después algunas insinuaciones que despertaron la curiosidad de Emily.

Fue al comienzo del año 1584, el mismo en que murió St. Aubert, cuando Francis Beauveau, conde De Villefort, tomó posesión de la casa y los extensos dominios llamados Chateau-Ie-Blanc, situados en la provincia de Languedoc, en las costas del Mediterráneo. Esta propiedad, que durante varios siglos había pertenecido a su familia, pasaba a sus manos a la muerte de su pariente, el marqués De Villeroi, que había sido en los últimos tiempos un hombre de carácter reservado y austero, circunstancia que junto con los deberes de su profesión, que le habían llevado con frecuencia a los campos de batalla, habían impedido cualquier grado de intimidad con su primo el conde De Villefort. Durante muchos años habían sabido muy poco el uno del otro, y el conde había recibido la primera noticia de su muerte, sucedida en una parte distante de Francia, al mismo tiempo que los documentos que le concedían la posesión del dominio Chateau-le-Blanc; pero hasta el año siguiente no decidió visitar la propiedad, estableciendo que pasaría allí el otoño. Con frecuencia recordaba el ambiente del Chateau-le-Blanc, engrandecido con los toques que una imaginación calenturienta aporta a los placeres juveniles, ya que, muchos años antes, cuando aún vivía la marquesa, y a una edad en la que la imaginación es particularmente sensible a las impresiones de alegría y entretenimiento, había visitado aquel lugar, y, aunque había pasado mucho tiempo entre las vejaciones y problemas de los asuntos públicos que con demasiada frecuencia corroen el corazón y oscurecen el gusto, las sombras de Languedoc y la grandeza de los distantes paisajes nunca habían sido recordados por él con indiferencia.

Durante muchos años el castillo había estado abandonado por el fallecido marqués y, al estar habitado únicamente por un viejo criado y su mujer se encontraba en clara decadencia. La supervisión de las reparaciones que eran necesarias para convertirlo en una residencia confortable habían sido el principal motivo para que el conde pasara los meses otoñales en Languedoc, y ni las protestas ni las lágrimas de la condesa, porque en situaciones extremas hasta podía llorar, fueron suficientemente poderosas para hacerle desistir de su determinación. La condesa se preparó, por ello, a obedecer sus órdenes, que no pudo modificar, y a renunciar a las animadas reuniones de París —donde su belleza no tenía generalmente rival y ganaba el aplauso al que su agudeza no recurría— por la sombría estancia en los bosques, la solitaria grandeza de las montañas, las solemnidad de los patios góticos y las largas y prolongadas galerías en las que sólo resuenan los pasos solitarios de las personas de la casa o el sonido regular del enorme reloj que contempla todo desde lo alto. Desde estas melancólicas expectaciones trató de consolarse recogiendo todo lo que había oído relativo a las alegres cosechas de las llanuras de Languedoc, pero nada podía compensarla de la alegre melodía de las danzas parisinas, y la vista de las fiestas rústicas de los campesinos poco podía aportar a su corazón, en el que incluso los sentimientos de una tolerancia común habían decaído desde hacía largo tiempo por la corrupción del lujo.

El conde tenía un hijo y una hija, fruto de un matrimonio anterior, quienes, según decidió, deberían acompañarle al sur de Francia. Henri, que tenía veinte años, estaba en el ejército francés, y Blanche, que aún no había cumplido dieciocho, había estado confinada en un convento desde el segundo matrimonio de su padre. La condesa, que no había tenido la habilidad suficiente ni inclinación para vigilar la educación de su hijastra, había aconsejado este paso, y el temor a la superior belleza de Blanche le había impelido desde entonces a servirse de cualquier medio para que se prolongara su reclusión. En consecuencia, recibió una nueva mortificación al saber que no seguiría dominándole en este aspecto, pero le produjo algún consuelo considerar que aunque Blanche saliera de su convento, las sombras de su estancia en el campo ocultarían con un velo su belleza de la mirada pública.

La mañana en la que iniciaron el viaje los postillones se detuvieron en el convento por orden del conde para recoger a Blanche, cuyo corazón latía emocionado ante el panorama de novedad y de libertad que se le abría. Según se acercaba el tiempo de su salida, su impaciencia había aumentado de tal modo que la última noche, en la que contó cada campanada de cada hora, le pareció la más tediosa de las que había vivido. Por fin llegó la luz de la mañana, sonó la campana de maitines, oyó a las monjas que bajaban desde sus celdas y saltó desde su almohada para dar la bienvenida al nuevo día, que la emanciparía de las severidades del claustro y la introduciría en un mundo en el que los placeres sonreían y la bonanza era bendecida; en el que, en resumen, sólo reinaban el placer y la satisfacción! Cuando oyó la campana de la gran puerta de entrada y el sonido que siguió de las ruedas del carruaje, corrió con el corazón palpitante a la ventana, y al ver el coche de su padre en el patio, bailó con pasos etéreos por el pasillo, donde tropezó con una monja que le traía un recado de la abadesa. Un momento después se encontró en el refectorio, y en presencia de la condesa, que le pareció un ángel que la conducía a la felicidad. Pero las emociones de la condesa al contemplarla no latieron al unísono con las de Blanche, que estaba más hermosa que nunca, porque su rostro, animado por la sonrisa iluminada de la alegría, resplandecía con la belleza de la felicidad inocente.

Tras conversar unos minutos con la abadesa, la condesa se levantó para irse. Era el momento que Blanche había soñado con la máxima expectación, la cumbre desde la que había contemplado el país de la hadas de la felicidad y admirado todo su encanto. ¿Era el momento para lágrimas de arrepentimiento? Sí, así era. Se volvió con el rostro alterado a sus jóvenes compañeras que habían acudido a despedirla y ¡lloró! Incluso a la madre abadesa, tan firme y tan solemne, la saludó con un cierto grado de pena que sólo una hora antes le habría parecido imposible llegar a sentir. Es momento de considerar con qué contrariedad nos separamos incluso de los lugares que no nos agradan cuando sabemos que es para siempre. Volvió a besar a las pobres monjas, y a continuación siguió a la condesa, alejándose del lugar con lágrimas cuando esperaba haberlo hecho sólo con sonrisas.

La presencia de su padre y otros detalles, ya en el camino, atrajeron su atención y disiparon las sombras que la tierna conmoción habían lanzado sobre su ánimo. Sin escuchar la conversación que mantenían la condesa y su amiga, mademoiselle Bearn, Blanche permaneció sentada perdida en gratos sueños, según contemplaba las nubes silenciosas por el cielo azul, ocultando el sol a veces y alargando las sombras y dejándole al descubierto con toda su fuerza. El viaje continuó proporcionándole deleites inexpresables, porque los nuevos paisajes de la naturaleza se abrían a su vista y su fantasía se llenó con imágenes alegres y hermosas.

En la tarde del séptimo día los viajeros llegaron a los alrededores del Chateau-le-Blanc, cuya belleza romántica impresionó profundamente la imaginación de Blanche, que contempló con sorpresa sublime las montañas de los Pirineos que había visto en la distancia durante el día y que se elevaban ahora a pocas leguas con sus escarpadas laderas e inmensos precipicios. Los rayos del sol poniente, que teñían las nevadas cumbres con un tono rosado, caían sobre los puntos más bajos con variados colores, mientras el tono azul del cielo, que ocultaba los rincones oscurecidos, daba la fuerza del contraste al esplendor de la luz. Por el sur aparecía el Mediterráneo, transparente como el cristal y azul como los cielos que reflejaba, y sobre su superficie, las naves, cuyas velas blancas recogían los rayos del sol y daban animación a la escena. En un alto promontorio, bañado por las aguas del Mediterráneo, estaba la mansión de su padre, casi oculta a la vista por los bosques de pinos, robles y castaños, que cubrían por un lado la elevación y que se extendían hacia las llanuras; mientras que, por el otro, se alargaban a considerable distancia por la costa.

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