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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (81 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Blanche, aunque deseó ver aquellas cámaras, evitó, al observar que los ojos de Dorothée se llenaban de lágrimas, pedirle que le abriera la puerta, y poco después se marchó para vestirse para la comida que precedería a la excursión de la tarde. Todos se reunieron con buen ánimo y mejor humor, excepto la condesa, cuya mente vacía, abrumada por la languidez del ambiente, no era capaz de ser feliz o de contribuir a la felicidad de los demás. Mademoiselle Bearn, intentando mostrarse animada, dirigió sus bromas contra Henri, quien contestó, porque no pudo ignorarlas y no porque tuviera inclinación alguna a prestarle atención, bromas cuya ligereza le divertía a veces pero cuya intención e insensibilidad le disgustaban con frecuencia.

El ánimo con el que Blanche se reunió con los demás desapareció cuando alcanzó la orilla del mar. Contempló con temor la inmensidad de las aguas, que desde lejos había mirado únicamente con satisfacción y asombro, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse a sus temores antes de seguir a su padre y subir al barco.

Según recorría con la vista el vasto horizonte, una emoción del rapto más sublime la hizo vencer el sentimiento de peligro personal. Cruzaba las aguas una ligera brisa que movía el entoldado de seda del barco y agitaba las hojas de los bosques que coronaban los acantilados, que el conde contempló con el orgullo de la propiedad consciente y con la satisfacción del buen gusto.

En medio de los bosques, a cierta distancia, había un pabellón que en otro tiempo había sido escenario de fiestas sociales y cuya situación seguía manteniendo su belleza romántica. El conde había ordenado que llevaran a aquel lugar café
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y otros refrescos, y allí se dirigieron los marineros, siguiendo las revueltas de la costa y los promontorios cubiertos de árboles, y movieron en círculo el barco por la bahía, mientras las profundas notas de los cornos y otros instrumentos de viento, tocados por los músicos en un barco apartado, eran repetidas en eco por las rocas y morían entre las olas. Blanche consiguió dominar todos sus miedos; una sensación de tranquilidad invadió su mente y la mantuvo silenciosa. Era demasiado feliz para recordar el convento o sus pesares pasados como puntos de comparación con su presente felicidad.

La condesa se sintió menos infeliz de lo que había estado desde el momento en que salieron de París, porque su mente estaba bajo alguna influencia de contención, ya que no quería dejarse llevar por sus humores e incluso deseaba recobrar la buena opinión del conde. Éste contemplaba todo lo que le rodeaba, y miraba con satisfacción a su familia, mientras que su hijo mostraba el espíritu alegre de la juventud, que anticipaba nuevas diversiones y olvidaba las que quedaban ya en el pasado.

Tras una hora de trabajo de los remeros, el grupo pasó a tierra y ascendió por el pequeño sendero rebosante de vegetación. A poca distancia del promontorio, dentro de un claro del bosque, aparecía el pabellón, y Blanche comprobó, al recibir la impresión del pórtico a través de los árboles que había sido construido con mármol jaspeado. Según caminaba tras la condesa se volvió varias veces para contemplar el océano, que se veía bajo las oscuras ramas, al fondo, y desde allí a la profundidad del bosque, cuyo silencio y umbría impenetrable despertaban emociones más solemnes, pero no menos deliciosas.

El pabellón había sido preparado todo lo posible para recibir a los visitantes después de un aviso tan poco anticipado, pero los muros y el techo estaban descoloridos y la tapicería del que en otro tiempo fue mobiliario magnificente, mostraba cuánto tiempo llevaba abandonado a la fuerza de los cambios de estación. Mientras el grupo consumía la colación de frutas y café, los cornos, situados en una parte alejada del bosque, donde un eco prolongaba sus tonos melancólicos, rompieron suavemente la tranquilidad de la escena. El lugar pareció atraer incluso la admiración de la condesa, o, tal vez se trataba únicamente del placer de planificar las decoraciones lo que hizo que insistiera en la necesidad de repararlo y adornarlo, mientras que el conde, que nunca se sentía más feliz que cuando la veía interesada en cosas naturales y simples, coincidió en todas sus opiniones relativas al pabellón. Era necesario renovar las pinturas de las paredes y el techo, los sofás y doseles debían ser cubiertos con damasco verde claro; las estatuas de mármol de ninfas del bosque, que llevaban en la cabeza cestos de flores frescas, quedarían para adornar el lugar entre las ventanas, que llegaban hasta el suelo y cubrían la habitación, que era de forma octogonal. Una de las ventanas daba a un arroyuelo romántico, donde la vista se recreaba en el claro del bosque, y la escena se veía llena de la pompa de las ramas; desde otra, los bosques ascendían a las distantes cumbres de los Pirineos; una tercera estaba frente al camino por el que se veían las torres grises del Chateau-le-Blanc y una pintoresca parte de sus ruinas asomaban entre el follaje; una cuarta daba a una imagen de los pastos entre los árboles y de las ciudades que se extendían por las riberas del Aude. El Mediterráneo, con sus agrestes acantilados que asomaban sobre sus costas, era el gran espectáculo de una quinta ventana y las otras, desde diferentes puntos de vista, mostraban el paisaje agreste de los bosques.

Tras pasear durante algún tiempo por ellos, el grupo regresó a la playa y embarcó. La belleza de la tarde les decidió a extender su excursión y siguieron más allá por la bahía. Una calma total había sucedido a la ligera brisa que les había llevado allí y los hombres cogieron sus remos. A su alrededor, las aguas se extendían en una vasta zona de un espejo brillante que reflejaba los acantilados grises y los bosque que asomaban hacia la superficie, el brillo del horizonte en el oeste y las negras nubes que avanzaban lentas desde el este. A Blanche le encantaba ver cómo se hundían los remos en el agua y contemplar los anillos que dejaban, que daban un movimiento temblante al paisaje reflejado, sin destruir la armonía de sus contornos.

Por encima de la oscuridad de los bosques vio un claustro de torres altas, bañado por el esplendor de los rayos de poniente, y poco después, al callar los cornos, oyó el débil sonido de las voces de un coro en la distancia.

—¿Qué voces son ésas que llegan con el aire? —dijo el conde, mirando a su alrededor y escuchando, aunque la melodía había cesado.

—Parece que era un himno de vísperas como los que solía oír en mi convento —dijo Blanche.

—Estamos cerca del monasterio —observó el conde.

Poco después, cuando el barco dobló un saliente de tierra, apareció el monasterio de Santa Clara, situado cerca del borde del mar, donde los acantilados, cediendo de pronto, formaban una playa baja con una pequeña bahía, casi totalmente rodeada de árboles, entre los que se veía una parte del edificio: la gran puerta de entrada y la ventana gótica del zaguán, los claustros y el costado de una capilla más alejada, mientras que un arco, que en otro tiempo conducía a una parte de la construcción que estaba demolida, se mantenía como una ruina majestuosa separada del edificio principal y tras el cual asomaba una extensa perspectiva del bosque. Por los muros grises había crecido el musgo y alrededor de las puntiagudas ventanas de la capilla colgaba la hiedra y la brionia en fantásticos ramos.

Todo estaba silencioso en el exterior, pero cuando Blanche contemplaba con admiración aquel lugar venerable, cuyo efecto se veía engrandecido por las luces y sombras que surgían de un anochecer nuboso, el sonido de muchas voces cantando lentamente, surgió de su interior. El conde ordenó a sus hombres que dejaran de remar. Los monjes estaban cantando el himno de vísperas y algunas voces de mujer se mezclaban con la melodía, hasta que sus leves graduaciones se alzaron con el órgano y los sonidos del coro en una armonía total y solemne. Poco después la melodía se hundió en un profundo silencio, renovándose en un tono más grave, hasta que, al fin, el coro santo se desvaneció y no volvieron a oírlo. Blanche suspiró, en sus ojos temblaban las lágrimas y sus pensamientos parecieron subir, como los sonidos, al cielo. Mientras la quietud se imponía en el barco, un grupo de frailes y luego otro de monjas, con velos blancos, salieron de los claustros y pasaron bajo las sombras del bosque al cuerpo principal del edificio.

La condesa fue la primera del grupo en despertar de aquella pausa de silencio.

—Esos himnos tristes y los monjes la llenan a una de melancolía —dijo—; se acerca el crepúsculo, por favor, regresemos, o ya estará oscuro antes de que lleguemos a casa.

El conde, mirando en la distancia, percibió que el crepúsculo se anticipaba por una tormenta. Por el oeste se manifestaba la tempestad; un bochorno pesado se opuso contrastándolo al brillante esplendor de la puesta de sol.

El oleaje se levantó en círculos por la superficie del agua según avanzaban en busca de refugio. Los marineros movieron con rapidez los remos, pero el trueno, que ya se oía en la distancia, y las gruesas gotas de lluvia que empezaron a caer, hicieron que el conde diera la orden para que regresaran hacia el monasterio en busca de refugio, y de inmediato se cambió el curso del barco. Al aproximarse las nubes hacia el oeste, la oscuridad cambió el tono brillante que parecía cubrir de fuego las copas de los árboles y la torres del monasterio.

El aspecto del cielo alarmó a la condesa y a mademoiselle Beam, cuyas expresiones de temor desagradaron al conde y dejaron perplejos a sus hombres; mientras, Blanche continuó silenciosa, aunque, ora agitada con temores, ora con admiración al contemplar la grandeza de las nubes y su efecto en el paisaje, escuchó las largas llamadas del trueno que se extendían por el aire.

Al llegar el barco al prado que había frente al monasterio, el conde envió a un criado para anunciar su llegada y solicitar cobijo de su superior, que, poco después, apareció en la gran puerta de entrada rodeado de varios monjes, a la vez que el criado regresaba con un mensaje que expresaba la hospitalidad y el orgullo. Inmediatamente el grupo desembarcó y fue recibido en la puerta por el superior, quien, según entraba, extendió la mano y les dio su bendición. Pasaron a un gran vestíbulo donde esperaba la madre abadesa con varias monjas, vestidas, como ella, de negro y con velo blanco. El velo de la abadesa estaba medio echado hacia atrás y descubría un rostro cuya casta dignidad estaba endulzada por la sonrisa de bienvenida, con la que se dirigió a la condesa, a la que condujo, con Blanche y mademoiselle Beam, al salón del convento, mientras el conde y Henri eran conducidos por el superior al refectorio.

La condesa, fatigada y descontenta, recibió las cortesías de la abadesa con altivez descuidada y la siguió con paso indolente hacia el salón, en el que las vidrieras y el cubrimiento de las paredes con madera imprimían una sombra melancólica que la oscuridad de la tarde convertía casi en tinieblas.

Mientras la madre abadesa ordenaba algunos alimentos y conversaba con la condesa, Blanche se acercó a una ventana, cuyos paneles inferiores no tenían vidrieras, lo que le permitió contemplar el avance de la tormenta sobre el Mediterráneo, cuyas oscuras olas, que habían estado dormidas hasta entonces, se agitaban y llegaban en sucesión hasta la playa donde se rompían con blanca espuma y salpicaban las rocas. Un tono sulfuroso se extendía por la larga línea de nubes por encima del horizonte hacia oeste, tras el cual seguía brillando el sol, iluminando las distantes costas del Languedoc, así como las copas de los bosques más próximos, y daba un brillo parcial a las olas del oeste. El resto de la escena estaba envuelto en oscuridad, excepto cuando un rayo de sol asomaba entre las nubes e iluminaba las alas blancas del oleaje o tocaba la vela deslizante de un bajel, que se movía en medio de la tormenta. Blanche estuvo contemplando con ansiedad durante un rato los movimientos del barco, rodeado de olas de espuma y relámpagos, suspirando por el destino que les aguardara a los pobres marineros.

El sol se ocultó finalmente y las pesadas nubes cubrieron el esplendor de su curso. Sin embargo se podía ver aún el barco, y Blanche continuó observándolo hasta que la sucesión de relámpagos en el oscuro horizonte la hicieron retirarse de la ventana para reunirse con la abadesa, que tras haber agotado todos los temas de conversación con la condesa, se había dignado a prestarle atención.

Su charla se vio interrumpida por los tremendos golpes del trueno y la campana del monasterio empezó a sonar poco después llamando a todos a la oración. Blanche cruzó de nuevo frente a la ventana y echó una mirada al océano, donde, a la luz de un relámpago que iluminó las aguas pudo distinguir al barco que había visto antes, en medio de un mar de espuma, rompiendo las olas, con el mástil inclinado hacia las aguas y levantándose después en el aire.

Suspiró profundamente al contemplarlo y siguió a la madre abadesa y a la condesa a la capilla. Mientras tanto, algunos de los criados del conde, que habían ido por tierra hasta el castillo para traer carruajes, regresaron poco después de que concluyeran las vísperas, cuando la tormenta se había calmado, y el conde y su familia regresaron a casa. Blanche se sorprendió al descubrir cómo le habían engañado las revueltas de la playa por lo que se refería a la distancia que había entre el castillo y el monasterio, cuya campana de vísperas había oído la noche anterior, desde las ventanas del salón del oeste, y cuyas torres podría haber visto desde allí si no se lo hubiera impedido el crepúsculo.

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