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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (83 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—¿Ya no estuvo alegre después? —dijo Blanche.

Dorothée movió la cabeza, y Emily observó con mirada de profundo interés lo que manifestaba sentir.

—Sentémonos junto a esta ventana —dijo Blanche al llegar al otro extremo de la galería—, y por favor, Dorothée, si no te resulta muy doloroso, cuéntanos algo más sobre la marquesa. Me gustaría mirar en ese cristal del que acabas de hablamos y ver algunas de las escenas que dices que ves pasar por él con frecuencia.

—No, mi señora —replicó Dorothée—. Si supierais tanto como yo, no me lo pediríais, porque suponen una desesperada cadena de detalles. Muchas veces he deseado que quedaran ocultos para siempre, pero vuelven a mi memoria. Veo a mi querida señora en su lecho mortuorio, su aspecto... y recordar todo lo que dijo, ¡es una escena terrible!

—¿Por qué era terrible? —dijo Emily emocionada.

—¡Oh, mi querida señorita! ¿No es la muerte siempre terrible?

A nuevas preguntas de Blanche, Dorothée contestó guardando silencio; y Emily, al observar lágrimas en sus ojos, no quiso insistir en el tema y trató de apartar la atención de su joven amiga a algunos detalles de los jardines, en donde habían aparecido el conde y la condesa, con monsieur Du Pont, a los que se unieron.

Cuando el conde vio a Emily avanzó para encontrarse con ella y presentarle a la condesa de un modo tan gentil que acudió con fuerza a su mente la idea de su desaparecido padre, y sintió más gratitud hacia él que inquietud por la condesa, quien, no obstante, la recibió con una de sus sonrisas fascinadoras, que su comportamiento caprichoso le permitía asumir a veces, y que era el resultado de la conversación que había tenido con el conde relacionada con Emily. Fuera lo que fuera lo tratado y lo que había sucedido en su conversación con la madre abadesa, a la que acababa de visitar, la amabilidad y la estima estaban fuertemente presentes en su actitud al dirigirse a Emily, que experimentó esa dulce emoción que despierta la conciencia de poseer la aprobación de los buenos; porque casi desde el primer momento había estado inclinada a valorar así al conde, por lo que había visto de él.

Antes de que pudiera terminar de expresar su agradecimiento por la hospitalidad que había recibido, y mencionar su deseo de marchar inmediatamente al convento, fue interrumpida por una invitación para que prolongara su estancia en el castillo, que fue manifestada insistentemente por el conde y por la condesa con tal apariencia de amistosa sinceridad que, pese a desear ardientemente ver a sus viejas amigas en el monasterio y suspirar una vez más sobre la tumba de su padre, accedió a permanecer unos cuantos días en el castillo.

Sin embargo, escribió inmediatamente a la abadesa, informándole de su llegada a Languedoc y de su deseo de ser recibida en el convento como huésped. Envió también cartas a monsieur Quesnel y a Valancourt; al primero le informó de su llegada a Francia, y, puesto que no sabía dónde estaría acuartelado este último, dirigió su carta a la dirección de su hermano en Gascuña.

Por la tarde, Blanche y monsieur Du Pont pasearon con Emily hasta la casa de La Voisin, cuyo acercamiento le despertaba una satisfacción melancólica, pensando en lo que había suavizado su pesar por la desaparición de St. Aubert, aunque no consiguiera borrarlo del todo, y se sintió conmovida por una tristeza tibia al recordar todo aquello y las escenas que le traían a la mente. La Voisin vivía aún y parecía disfrutar como antes de la tarde tranquila de una vida sin culpa. Estaba sentado a la puerta de su casa, viendo cómo sus nietos jugaban en la hierba ante él, y les animaba a ello de cuando en cuando con sus risas o sus recomendaciones. Se acordó de inmediato de Emily, a la que le agradó ver, tanto a ella el oír que nadie de su familia había desaparecido desde su marcha.

—Sí, señorita —dijo el viejo—, todos seguimos viviendo juntos y felices. ¡Gracias a Dios! Podéis creerme si os digo que no es posible encontrar en Languedoc una familia más feliz que la nuestra.

Emily no se atrevió a entrar en la habitación en la que había muerto su padre, y, tras media hora de conversación con La Voisin y su familia, abandonó la casa.

Durante estos primeros días de su estancia en el Chateau-le-Blanc se movió con frecuencia al observar la profunda y silenciosa melancolía que en ocasiones asaltaba a Du Pont; y Emily, temiendo su desilusión, decidió trasladase al convento tan pronto como lo permitiera el respeto que debía al conde y a la condesa De Villefort. El rechazo de su amigo no tardó en preocupar al conde, al que Du Pont confió finalmente el secreto de su afecto sin esperanzas, aunque secretamente determinara ponerse a su favor si se presentaba la ocasión propicia. Considerando la peligrosa situación de Du Pont, se opuso débilmente a su intención de abandonar el Chateau-le-Blanc al día siguiente, pero le hizo prometer que volvería para una visita más larga cuando pudiera hacerlo tranquilo. Emily misma, aunque no podía dar ánimos a su afecto, le estimaba tanto por las muchas virtudes que poseía como por los servicios que había recibido de él y le vio partir para la residencia de sus padres en Gascuña con tierna emoción de gratitud y piedad, mientras él se separó de ella con un rostro tan expresivo de su amor y de su pesar que interesó al conde más apasionadamente en su causa que antes.

Pocos días después Emily también marchó del castillo, no sin antes prometer al conde y a la condesa que repetiría su visita muy pronto. Fue recibida por la abadesa con el mismo cariño maternal con que la trató anteriormente, y las monjas no escatimaron expresiones de consideración. Las escenas bien conocidas para ella del convento despertaron muchos recuerdos melancólicos, pero con ellos se mezclaron otros inspirados en la gratitud por haber escapado de los distintos peligros que la habían acosado desde su marcha, y por la de su nueva situación, y, aunque una vez más lloró sobre la tumba de su padre con lágrimas de afecto, su pesar era más suave que en otro tiempo.

Poco después de su regreso al monasterio recibió una carta de su tío, monsieur Quesnel, contestando a su información de que había llegado a Francia, especialmente relativas al período por el que sido alquilado La Vallée, donde era su deseo regresar si se comprobaba que sus ingresos lo permitían. Como esperaba, la réplica de monsieur Quesnel fue fría y formal, sin expresar preocupación alguna por los males que había sufrido, ni satisfacción por el hecho de que se hubiera librado de ellos; tampoco hacía alusión alguna de reproche por rechazado al conde Morano, aunque manifestaba que seguía creyendo que se trataba de un hombre de honor y fortuna, ni se manifestaba vehemente contra Montani, ante el que hasta entonces se ha bía sentido inferior. No obstante, le informaba que el término para el compromiso de La Vallée casi había expirado, y sin invitarla a su propia casa, añadía que sus circunstancias no le permitirían en modo alguno residir allí, aconsejándole honestamente que se quedara por el momento en el convento de Santa Clara.

A sus preguntas relativas a la pobre Theresa, el ama de llaves de su difunto padre, no daba respuesta alguna. En una posdata, monsieur Quesnel mencionaba a madame Motteville, en cuyas manos el fallecido St. Aubert había puesto sus propiedades personales, indicando que parecía que iba a arreglar sus asuntos de modo satisfactorio para sus acreedores, y que Emily recobraría gran parte de la fortuna que anteriormente había tenido razones para esperar. La carta incluía también para Emily una orden, sobre un mercader de Narbona, por una pequeña suma de dinero.

La tranquilidad del monasterio y la libertad de la que disfrutaba para pasear por los bosques y playas de aquella deliciosa provincia restauraron gradualmente su ánimo a su tono natural, excepto por la ansiedad que sentía en ocasiones por Valancourt, según se acercaba el momento en que era posible que recibiera respuesta a su carta.

Capítulo XIII
Como, cuando una ola que amenaza desde una nube,
y, henchida por las tormentas, desciende sobre el barco,
blancas de espuma están las cubiertas; los vientos recios
rugen en los mástiles, y cantan por todas las jarcias:
Pálidos, temblorosos, cansados, los marineros se hielan de miedo,
y la muerte instantánea aparece en cada ola.

Homero,
de POPE
[36]

B
lanche, que se había quedado muy sola, se mostró impaciente por contar con la compañía de su nueva amiga, con quien deseaba compartir el placer que recibía de los escenarios que la rodeaban. No tenía a quien pudiera expresar su admiración y comunicar sus satisfacciones, ninguna mirada que contestara a su sonrisa, o rostro alguno que reflejara su felicidad, y se fue quedando abatida y pensativa. El conde, al observar su insatisfacción, cedió de inmediato a su interés y recordó a Emily su prometida visita. Pero el silencio de Valancourt, que se prolongaba más allá del tiempo que se podía esperar que tardase una carta en llegar a Estuviere, oprimía a Emily con profunda ansiedad y la hacía contraria a la vida en sociedad, por lo que deseaba diferir la aceptación de las invitaciones hasta que su ánimo se viera calmado. No obstante, el conde y su familia insistieron en verla y, como las circunstancias que justificaban su deseo de soledad no podían ser explicadas, su rechazo tenía apariencias de un capricho que no podía mantener sin ofender a unos amigos cuya estima tanto valoraba. En consecuencia, finalmente regresó para una segunda visita al Chateau-Ie-Blanc. Allí, el comportamiento amistoso del conde De Villefort animó a Emily a informarle de su situación, en relación con las propiedades de su difunta tía y a consultarle sobre los medios para recuperarlas. Él tuvo pocas dudas en que la ley decidiría en favor de ella, y, tras aconsejarla que se ocupara del asunto, le ofreció primero escribir a un abogado de Avignon en cuya opinión pensaba que podía confiar. Emily aceptó agradecida su amabilidad y se vio animada por las cortesías que recibía diariamente. Podría haber sido nuevamente feliz si hubiera estado segura de que Valancourt se encontraba bien y de que su afecto no había cambiado. Llevaba más de una semana en el castillo sin recibir noticias suyas, y, aunque sabía que estaba ausente de la residencia de su hermano, era muy posible que su carta ya le hubiera llegado y no pudo impedir el admitir dudas y temores que destruían su tranquilidad. Consideró de nuevo todo lo que podía sucedido en aquel largo período desde que fue recluida en Udolfo y se sintió llena de aprensiones con la idea de que Valancourt hubiera muerto o que viviera sin pensar en ella. Incluso la compañía de Blanche se le hizo intolerablemente opresiva y se quedó sola en sus habitaciones cuando los compromisos de la familia le permitieron hacerlo sin ser descortés.

En una de esas horas solitarias abrió uuna cajita que contenía algunas cartas de Valancourt, junto con algunos dibujos que había hecho durante su esencia en Toscana, que ya no le interesaban; pero en las cartas, con cierta melancolía, trató de recobrar la ternura que tantas veces la había calmado y por un momento la hicieron sentirse insensible a la distancia que le separaba del autor de las mismas. Pero su efecto había cambiado. El afecto que expresaban oprimía su corazón cuanto consideraba que, tal vez, había cedido a los poderes del tiempo y de la ausencia, e incluso la vista de sul etra le despertó tan dolorosos recuerdos que comprobó que no era capaz de volver a leer la primera que había abierto, y sentó pensativa, con la mejilla apoyada en un brazo, y las lágrimas cayendo por su rostro, cuando Dorothée entró en la habitación para informarle de que a cena se serviría una hora antes que de costumbre. Emily se sobresaltó al verla y ocultó con rapidez los papeles, pero no antes de que Dorothée hubiera observado tanto su agitación como sus lágrimas.

—¡Oh, mademoiselle! —dijo—, vos que sois tan joven, ¿tenéis razones para penar?

Emily trató de sonreír, pero no fue capaz de hablar.

—Querida sefiorita, cuando lleguéis a mi edad no lloraréis por pequeñeces, y es seguro que no hay nada serio que pueda preocuparos.

—No, Dorothée, nada que tenga importancia —replicó Emily.

Dorothée, que se detuvo para recoger algo que se había caído de entre los papeles, exclamó de pronto:

—¡Virgen Santa! ¿Qué veo?

Después, temblando, se sentó en una silla que había al lado de la mesa.

—¿Qué es lo que has visto? —dijo Emily, alarmada por su tono y echando una mirada por la habitación.

—¡Es ella misma! —dijo Dorothée—, ¡ella misma! ¡Exactamente con el aspecto que tenía antes de su muerte!

Emíly, aún más alarmada comenzó a temer que Dorothée hubiera sido dominada por un frenesí inesperado, pero trató d e que se explicara.

—¡Ese retrato! —dijo—, ¿dónde lo encontrasteis, señora? ¡Es mi bendita señora!

Se inclinó sobre la mesa en la que estaba la miniatura, que Emily encontró entre los papeles que su padre le había mandado destruir y sobre la que le vio mirar una vez con lágrimas de ternura y afecto, y, recordando todos los detalles de su comportamiento, que tanto la habían sorprendido, sus em ociones crecieron al extremo de privarla de todo poder para hacer las preguntas ante cuyas respuestas temblaba, por lo que no pudo aclarar si Dorothée estaba segura de que el retrato se parecía a la difunta marquesa.

—¡Oh, señorita! —dijo—. ¿Cómo podría haberme afectado tanto nada más verlo si no hubiera sido por el parecido con mi ama? ¡Ah! —añadió, cogiendo la miniatura—, son sus mismos ojos azules, con su mirada dulce y suave, y es su rostro como lo he visto tantas veces, cuando se sentaba pensativa durante un buen rato y las lágrimas corrían por sus mejillas, pero ¡nunca se quejó! Era esa mirada triste y resignada que me rompía el corazón y que me hacía quererla tan profundamente.

—¡Dorothée! —dijo Emily solemnemente—, estoy interesada en la causa de esos pesares más de lo que tal vez puedas imaginar, y te ruego que no sigas negándote a ceder a mi curiosidad. No es simple interés.

Mientras Emily decía esto, recordaba los documentos que estaban con el retrato y casi no dudaba de que se referían a la marquesa De Villeroi, pero con esta suposición sintió el escrúpulo de si debía seguir preguntando sobre el asunto, que tal vez se tratara del mismo que su padre había cuidado de ocultar. Su curiosidad en relación con la marquesa, aunque era muy fuerte, es probable que hubiera podido resistirla, como había hecho anteriormente, pero tras haber leído aquellas pocas y terribles palabras que no se habían borrado de su mente, le parecía estar segura de que contenían la historia de aquella dama y que los detalles que pudiera relatar Dorothée estuvieran incluidos en las órdenes de su padre. Lo que supiera podría no ser un secreto para muchas otras personas, y, puesto que parecía probable que St. Aubert no hubiera tratado de ocultar lo que Emily llegara a saber por otros medios, decidió, finalmente, que si los papeles relataban la historia de la marquesa, no podría tratarse de los mismos detalles que Dorothée le podría descubrir, puesto que él había pensado que era suficientemente importante como para ocultárselo. En consecuencia, ya no dudó en hacer las preguntas que pudieran conducir a satisfacer su curiosidad.

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