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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (86 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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«¡Oh, Valancourt! —exclamó para sí—, después de haber estado separados tanto tiempo, ¿nos encontramos sólo para ser desgraciados, sólo para separamos para siempre?»

En medio del tumulto que asaltaba su mente, recordaba pertinazmente el candor y la sencillez de su conducta la noche anterior, y si se hubiera atrevido a confiar en su propio corazón, se habría inclinado por la esperanza. Con todo, no podía apartarle de ella para siempre, sin obtener nuevas pruebas de su conducta reprochable; sin embargo, no vio qué probabilidades tenía para lograrlo y si pruebas más positivas eran posibles. Algo tenía que decidir sobre ello, y casi se inclinó por dejar guiar su opinión por la reacción de Valancourt ante sus insinuaciones relativas a su comportamiento.

Así pasó las horas hasta la cena, cuando Emily, luchando contra la presión de su dolor, secó sus lágrimas y se reunió con la familia en la mesa, donde el conde mantuvo hacia ella su más delicada atención. La condesa y mademoiselle Beam, tras contemplar con sorpresa durante un momento su rostro alterado, comenzaron como de costumbre con sus bromas, mientras Blanche la llenaba de preguntas con su mirada, que sólo pudo contestar con una triste sonrisa.

Emily se retiró tras la cena lo más pronto que pudo y fue seguida por Blanche, a cuyas ansiosas preguntas no pudo corresponder, aunque trataba de compartir con ella la causa de su desesperación.

Hablar del tema era demasiado doloroso para ella, por lo que Blanche, tras intentar comentarlo sin éxito, la dejó abandonada a una pena que comprendía que no podía enjugar.

Emily decidió secretamente marcharse al convento en uno o dos días, porque la compañía, especialmente la de la condesa y mademoiselle Beam, le resultaba intolerable en su presente estado de ánimo. En el retiro del convento y con la amabilidad de la abadesa, esperaba recobrar el dominio de su mente y adquirir la resignación que los acontecimientos que se aproximaban hacían claramente necesaria.

Haber perdido a Valancourt porque hubiera muerto o haberle visto casado con una rival, le habrían proporcionado, pensaba, menos angustia que la convicción de su culpa, que le llevaría a la desgracia y que le robaba incluso la imagen que tanto la había animado en su corazón. Estas dolorosas reflexiones fueron interrumpidas por una nota enviada por Valancourt, escrita con clara distracción de su mente, solicitando que le permitiera verla aquella misma tarde en lugar de a la mañana siguiente; una solicitud que le causó tanta agitación que no pudo contestar. Deseaba verle y concluir su estado de inquietud, pero temía la entrevista, e, incapaz de decidir por sí misma, solicitó ver un momento al conde en su biblioteca, donde le entregó la nota y solicitó su consejo. Después de leerla, dijo que, si creía que se encontraba lo suficientemente bien para poderla celebrar, su opinión era que, para tranquilidad de ambas partes, debería celebrarla aquella misma tarde.

—Su afecto por vos es sin duda muy sincero —añadió el conde—, y da la impresión de estar desesperado, y vos, mi amable amiga, os encontráis tan mal que cuanto antes resolváis el asunto, mejor será.

En consecuencia, Emily contestó a Valancourt que le vería, y luchó por lograr la fortaleza y la compostura necesarias para soportar la escena que se aproximaba, ¡una escena tan profundamente distinta de cualquiera de las que había tenido que mantener!

VOLUMEN IV
Capítulo I
Es todo el consejo que nosotros dos hemos compartido,
las horas que hemos pasado,
mientras ahuyentábamos el
para separarnos. —¡Oh! ¿Todo se ha olvidado?
Y ¿rasgarás en dos nuestro antiguo amor?

EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

P
or la tarde, cuando Emily fue informada por fin de que el conde De Villefort deseaba verla, supuso que Valancourt estaba abajo, y, tratando de asumir la compostura y dominar el ánimo, se levantó y salió de la habitación; pero, al llegar a la puerta de la biblioteca, donde se imaginaba que estaba, su emoción volvió con tal energía que regresó al vestíbulo, donde permaneció durante mucho tiempo, incapaz de dominar su agitación.

Cuando lo logró, encontró en la biblioteca a Valancourt, sentado con el conde, y ambos se pusieron en pie a su llegada; pero no se atrevió a mirar a Valancourt, y el conde, tras conducirla a una silla, se retiró de inmediato.

Emily permaneció con los ojos fijos en el suelo, con tal agitación en su corazón que no pudo hablar y respiraba con dificultad; Valancourt se sentó en una silla a su lado, y suspirando profundamente, continuó silencioso. Al levantar la mirada, pudo advertir las violentas emociones de que era presa. Por fin, con voz trémula, dijo:

—He solicitado verte para poder liberarme de la tortura de la inquietud que tu comportamiento me ha ocasionado, y que las indicaciones que acabo de recibir del conde explican en parte. Me doy cuenta de que tengo enemigos que envidian mi felicidad y que se han ocupado activamente en buscar la manera de destruirla. Me doy cuenta, también, de que el tiempo y la ausencia han debilitado el afecto que una vez sentiste por mí y que ahora puedes ser fácilmente conducida a olvidarme. —Sus últimas palabras fueron balbuceantes, y Emily, más incapaz de hablar que antes, continuó silenciosa—. ¡Oh, qué extraño encuentro! —exclamó Valancourt, levantándose y recorriendo la habitación con pasos presurosos—. ¡Qué encuentro después de tan larga separación! —Se sentó de nuevo, y tras un momento de duda añadió en torno firme pero desesperado—: Es demasiado, ¡no puedo soportarlo! Emily, ¿no piensas hablarme?

Se cubrió el rostro con la mano, como para ocultar la emoción, y cogió la de Emily, que ella no retiró. No pudo contener sus lágrimas y cuando Valancourt levantó la mirada y comprobó que estaba llorando, recobró toda la ternura y cruzó por su mente un rayo de esperanza, ya que exclamó:

—¡Oh! ¡Sientes compasión por mí! ¡Entonces, me amas! ¡Si sigues siendo mi Emily, deja que esas lágrimas me lo hagan creer, que es eso lo que me dicen!

Emily hizo entonces un esfuerzo para recobrar la firmeza y se las secó rápidamente.

—Sí—dijo—, te tengo lástima, y lloro por ti, pero, ¿lo hago con afecto? Debes recordar que ayer por la tarde te dije que aún tenía confianza en tu candor para creer que cuando te pidiera una explicación a tus palabras, me la darías. Esa explicación ya no es necesaria, las entiendo demasiado bien; pero pruébame, al menos, que tu inocencia se merece la confianza que puse en ella, cuando te pregunté si eras consciente de ser el mismo Valancourt digno de estima al que amé en otro tiempo.

—¡En otro tiempo! —gritó él—. ¡El mismo! —Se detuvo lleno de emoción y añadió después con voz solemne y preocupado—: ¡No, no soy el mismo! ¡Estoy perdido, ya no soy digno de ti!

Volvió a ocultar el rostro. Emily estaba demasiado afectada por su confesión. para poder replicar inmediatamente, y mientras luchaba por superar los ruegos de su propio corazón, y actuar con la firmeza decisiva que era necesaria para su paz futura, se dio cuenta del peligro de confiar en su decisión en presencia de Valancourt, y deseó concluir una entrevista que torturaba a ambos. Sin embargo, cuando consideró que probablemente se trataba de su último encuentro, su fortaleza desapareció de inmediato y experimentó únicamente las emociones de la ternura y la compasión.

Valancourt, mientras tanto, perdido en el remordimiento y en el pesar, que no tenía poder o voluntad para expresar, siguió sentado casi insensible a la presencia de Emily, con el rostro aún oculto y la respiración agitada por suspiros profundos.

—Ahórrame la necesidad —dijo Emily, recobrando su fortaleza—, ahórrame la necesidad de mencionar los detalles de tu conducta que me obligan a romper nuestra relación para siempre. Debemos separamos, te veo ahora por última vez.

—¡Imposible! —exclamó Valancourt, despertando de su profundo silencio—. ¡No puedes pensar lo que dices! ¡No puedes alejarme de ti para siempre!

—¡Debemos separamos —repitió Emily, con énfasis—, y ha de ser para siempre! Tu conducta lo ha hecho necesario.

—Ha sido la decisión del conde —dijo en tono altivo—, no la tuya, y preguntaré con qué autoridad ha interferido entre nosotros.

Tras estas palabras se levantó y volvió a pasear por la habitación emocionado.

—He de sacarte de tu error —dijo Emily, igualmente agitada—, es una decisión mía, y, si reflexionas un momento sobre tu último comportamiento, te darás cuenta de que mi paz futura lo requiere.

—¡Tu paz futura requiere que nos separemos para siempre! —dijo Valancourt—. ¡Nunca pensé que pudiera oírte decir esas palabras!

—Y qué poco esperaba yo que fuera necesario que las dijera —prosiguió Emily, con la voz rota por la ternura, mientras brotaban de nuevo lágrimas en sus ojos—, ¡que tú, tú, Valancourt, hubieras podido perder mi estima!

Se quedó silencioso un momento, como vencido por la conciencia de que ya no merecía su estima, tanto como por la certeza de que la había perdido y entonces, con pesar apasionado, lamentó lo criminal de su último comportamiento y la miseria a la que le había llevado, hasta que, vencido por el recuerdo del pasado y por la convicción sobre su futuro, rompió a llorar y dejó escapar sollozos profundos y entrecortados.

Emily no pudo ser testigo indiferente del remordimiento que él había expresado y de la desesperación que sufría, y si no hubiera tenido presentes todos los detalles de los que le había informado el conde De Villefort y todo lo que le había dicho sobre el peligro de confiar en el arrepentimiento, formulado bajo la influencia de la pasión, tal vez habría confiado en las seguridades que le daba su propio corazón y habría olvidado su mal comportamiento en medio de la ternura que despertaba su arrepentimiento.

Valancourt regresó junto a la silla y dijo con voz calmada:

—Es cierto, ¡he perdido mi propia estima!, pero ¿podrías tú, Emily, renunciar tan pronto, tan inesperadamente, si no hubieras dejado de amarme o si tu conducta no estuviera dirigida por las decisiones, digamos... egoístas decisiones de otra persona? ¡En otro caso habrías estado dispuesta a confiar en mi reforma y no habrías podido soportar, apartándome de ti, abandonarme a la desesperación! —Emily sollozó con fuerza—. No, Emily, no, no lo habrías hecho, si siguieras amándome. Habrías encontrado tu propia felicidad en salvar la mía.

—Hay demasiadas probabilidades contra esa esperanza —dijo Emily— para que justifiquen el que confíe a ella la tranquilidad de toda mi vida. ¿No puedo yo preguntarme también si tú desearías que hiciera eso, si realmente me amaras?

—¡Amarte realmente! —exclamó Valancourt—, ¿es posible que puedas dudar de mi amor? Es razonable que lo hagas puesto que ves que estoy menos dispuesto a sufrir el horror de separarme de ti que el de envolverte en mi ruina. ¡Sí, Emily, estoy arruinado, irreparablemente arruinado, rodeado de deudas que nunca podré pagar!

La mirada de Valancourt, llena de agitación, se fijó en una expresión de absoluta desesperanza. Emily, que estaba animada a admirar su sinceridad, vio, con nueva angustia, más razones para temer la violencia de sus sentimientos y la importancia de la miseria en la que podían envolverle. Pasados unos minutos, pareció batallar contra su dolor y luchar para lograr la fortaleza que necesitaba para concluir la entrevista.

—No prolongaré estos momentos —dijo— con una conversación que no puede conducir a ningún buen propósito. ¡Valancourt, adiós!

—¡No es posible que te marches! —dijo interrumpiéndola—, ¡no me dejarás así, no me abandonarás incluso antes de que pueda sugerir una posibilidad de compromiso entre el último acto de mi desesperación y la fortaleza de mi pérdida!

Emily se quedó aterrada por la dureza de su mirada y dijo con voz suave:

—Tú mismo has reconocido que es necesario que nos separemos; si deseas que crea que me amas, volverás a reconocerlo.

—¡Nunca, nunca —gritó—, no supe lo que decía! ¡Oh!, Emily, esto es demasiado, aunque no has sido engañada sobre mis faltas, lo has sido por esta exasperación contra ellas. El conde es una barrera entre nosotros, pero no lo seguirá siendo.

—Estás equivocado —dijo Emily—, el conde no es tu enemigo; por el contrario, es amigo mío y eso debería, en cierta medida, inducirte a creerle como tuyo.

—¡Amigo tuyo! —dijo Valancourt, con violencia—. ¿Desde cuándo es tu amigo para que te pueda ordenar tan fácilmente que olvides a la persona a quien amas? ¿Quién es él, que te recomienda que favorezcas a monsieur Du Pont, quien, como has dicho, te acompañó desde Italia y quien, como digo yo, me ha robado tu afecto? Pero no tengo derecho a preguntarte, tú eres señora de ti misma. ¡Tal vez Du Pont no tarde en triunfar sobre mi maltrecha fortuna!

Emily, más asustada que antes por la desviada mirada de Valancourt, dijo en un tono casi inaudible:

—¡Por amor de Dios, sé razonable, recompórtate! Monsieur Du Pont no es tu rival, ni el conde es su abogado. Tú no tienes rivales ni, excepto tú mismo, enemigos. Mi corazón está oprimido por la angustia que aumenta con tu conducta desesperada, que me muestra, más que nunca, que has dejado de ser el Valancourt al que amaba.

Él no contestó, sino que se sentó dejando caer los brazos sobre la mesa, tapándose el rostro con las manos, mientras Emily, de pie, silenciosa y temblando, luchaba consigo misma sin atreverse a dejarle en aquel estado de ánimo.

—¡Terrible desgracia! —exclamó él de pronto—. Nunca podré lamentar mis sufrimientos sin acusarme, no podré recordarte sin pensar en la locura y en el vicio que me han llevado a perderte. ¡Tuve que ir a París y ceder a los encantos que me han hecho despreciable para siempre! ¡Oh! ¿Por qué no podré mirar atrás, sin interrupción, a aquellos días de inocencia y de paz, los días de nuestro primer amor? —El recuerdo pareció conmover su corazón y el aliento de la desesperanza cedió a las lágrimas. Tras una larga pausa, se volvió hacia ella, y cogiendo su mano dijo con voz suave—: Emily, ¿puedes soportar que nos separemos, puedes decidir renunciar a un corazón que, aunque ha errado, errado profundamente, no es irremediable en el error, y, como sabes muy bien, no podrá ser remediado del amor? —Emily no contestó salvo con sus lágrimas—. ¿Cómo puedes —continuó—, cómo puedes olvidar todos nuestros días de felicidad y de confianza, cuando no tenía un pensamiento que deseara ocultarte, cuando no tenía satisfacciones en las que no participaras?

—¡Oh!, no me obligues a recordar aquellos días —dijo Emily—, a menos que seas capaz de hacerme olvidar el presente. No es mi intención hacerte reproches, si lo hubiera sido, me habría ahorrado estas lágrimas, pero ¿por qué no soportas tus sufrimientos de hoy contrastándolos con tus anteriores virtudes?

—Esas virtudes —dijo Valancourt—, tal vez podrían ser mías de nuevo, si tu afecto, que las cuidaba, no hubiera cambiado, pero temo que ya no me amas. Aquellas horas felices que pasamos juntos intercederían por mí y no podrías recordarlas sin conmoverte. Sin embargo, ¿por qué debo torturarme con el recuerdo, por qué quedarme en él? ¿No estoy arruinado? ¿No sería locura complicarte en mis desgracias, incluso si tu corazón siguiera pensando en mí? No te molestaré más. No obstante, antes de marchar —añadió con voz solemne—, permíteme que te repita que, cualquiera que sea mi destino, sea lo que sea lo que deba sufrir, te amaré siempre, te amaré profundamente. ¡Me marcho, Emily, voy a dejarte, para siempre!

Al decir estas últimas palabras, le tembló la voz y se dejó caer de nuevo en la silla, de la que se había levantado. Emily no tenía fuerzas para abandonar la habitación o para decir adiós. Todas las impresiones de su conducta criminal y casi todas las de sus locuras habían cedido en su mente y sólo era sensible a la piedad y al dolor.

—He perdido toda mi fortaleza —dijo Valancourt finalmente—, ni siquiera puedo luchar para recuperarla. No puedo dejarte, no puedo darte un adiós eterno, dime, al menos, que me verás una vez más.

Emily se sintió animada en parte por su solicitud y trató de creer que no debía rehusarla. No obstante, se sintió inquieta al pensar que era una invitada en casa del conde, al que no le agradaría el regreso de Valancourt. Sin embargo, otras considera ciones se impusieron y accedió a su ruego con la condición de que no pensara en el conde como en un enemigo ni en Du Pont como un rival. Quedó con el corazón aligerado por ese pequeño respiro y casi perdió su anterior sentimiento de desgracia.

Emily se retiró a su habitación para reanimarse y hacer desaparecer los rastros de las lágrimas que despertarían las observaciones de censura de la condesa y su amiga, así como la curiosidad del resto de la familia. Comprobó que era imposible que se tranquilizara, porque no podía borrar de su recuerdo la entrevista con Valancourt, ni la conciencia de que habría de verle de nuevo por la mañana. Esa nueva entrevista le parecía aún más terrible que la última, porque le había impresionado profundamente la ingenua confesión que había hecho de su mal comportamiento y su alterada actitud, con la ternura y la fuerza del afecto. A pesar de lo que había oído y creído en contra de él, comenzó a recuperar su estima por Valancourt. Una y otra vez le parecía imposible que pudiera ser culpable de las depravaciones que le imputaban, que, si no parecían ilógicas por su calor e impetuosidad, sí lo resultaban considerando su candor y su sensibilidad. Fueran cuales fueran las acusaciones de las que había sido informada, no podía creer que fueran totalmente ciertas, ni que su corazón estuviera definitivamente cerrado a los encantos de la virtud. La profunda conciencia que había sentido y con la que había expresado sus errores, parecía justificar su opinión, y, como no comprendía la inestabilidad de las decisiones de la juventud, cuando se oponen a los hábitos, y que las profesiones engañan con frecuencia a aquellos que lo hacen como a los que lo oyen, habría cedido a las persuasiones de su propio corazón y a las súplicas de Valancourt si no hubiera sido guiada por la superior prudencia del conde. Le hizo ver, bajo luz muy clara, el peligro de su situación, y que al escuchar las promesas de enmienda, hechas bajo la influencia de una fuerte pasión, despertara una esperanza que podría conducir a una relación cuya felicidad se apoyaría en un remedio de su situación de ruina y en la reforma de sus costumbres corrompidas. En este sentido, lamentó que Emily hubiera accedido a una segunda entrevista, porque vio en ello cómo podría afectar a su resolución y aumentar las dificultades de su conquista.

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